La madrugada del 1 de noviembre de 1979, los militares, encabezados por el Cnl. Alberto Natusch Busch, dieron un golpe de Estado que hirió a la democracia naciente. Mientras los actores políticos coordinaban la resistencia, la ciudadanía armaba barricadas para defenderse de las metrallas. En medio de ese caos, un plan improvisado se puso en práctica: engañar al mismísimo Natusch con una llamada telefónica al número directo de su despacho en el Palacio Quemado.

Debían ser las dos de la mañana cuando empezó a sonar insistente el teléfono en casa. Semidormida me levanté para contestarlo. Era Pepe Caballero, el Director de Radio Cruz del Sur, que llamaba para avisarme que había estallado un golpe de Estado.
“Los tanques están en la Plaza Murillo, en San Francisco y hay una columna que sube por la Avenida Arce”, me dijo agitado. Por algunas ventanas de mi casa se alcanzaba a ver un trecho de esa avenida y del Ministerio del Interior, de manera que colgué el teléfono y fui a comprobar en persona la noticia. El ronco sonido de las cadenas chocando contra el pavimento bastó para confirmarme que la pesadilla era real.
Calculé que debían ser seis tanques los que pasaron. ¿Qué hacer? Lo primero fue despertar a mi familia y alertarla sobre lo que pasaba. Pegados a la ventana todos convinimos en que algo grave estaba ocurriendo.
Tomé el teléfono y me puse a llamar a uno y otro sitio para saber qué pasaba. Llamé a la casa del Presidente Guevara y no lo encontré. Un mozo me dijo que había ido a confirmar los partes que había recibido. El Canciller Fernández tampoco estaba en casa. Había salido de ella con destino desconocido. Desperté con la noticia a Carlos Miranda, Mariano Baptista, Fernando Aguirre, Jorge O’Connor. Los independientes. Todos se sorprendieron con mi llamado y pedían más detalles. Les dije lo que sabía, que no era mucho. Quedamos en compartir información, llamar al resto del gabinete y mantenernos en contacto. Ninguno había pensado en ponerse a buen recaudo, como era de rigor en caso de golpe, posiblemente porque esta era su primera incursión en la política.
Disqué a la casa de Mario Maldonado, Jefe de Redacción de Presencia, y su esposa, Noemí, me informó que no iría a dormir. El golpe era un secreto a voces. “¿Acaso no lo sabías?”, me preguntó incrédula.
Me comuniqué primero con Presencia y luego con el diario Hoy. Los colegas montaban guardia y me pusieron al tanto de los hechos. El desfile de tanques era impresionante al igual que el desplazamiento de tropas. Habían copado la avenida Montes, el Prado, la Universidad, Miraflores. El coronel Mario Oxa acababa de tomar el Palacio de Gobierno, pero no había querido revelar quién era el cabecilla de la asonada.
El ronco sonido de las cadenas chocando contra el pavimento bastó para confirmarme que la pesadilla era real.
Mis sucesivos contactos no hicieron sino confirmar los datos que ya tenía: los regimientos Tarapacá, Ingavi y la Policía Militar se habían alzado en contra del gobierno constitucional. Radio Cruz del Sur difundía un informativo de emergencia. Logré ubicar a Waltercito Guevara y le dije que era preciso que preparáramos una declaración del Presidente para Presencia, la edición estaba esperando…
Las horas pasaron volando. Era más o menos las seis de la mañana y Radio Fides acababa de iniciar sus transmisiones. Llamé y me respondió el colega Jorge “Minili” Ordóñez. Tuve una puntería increíble, puesto que en ese preciso momento los efectivos del Tarapacá se descolgaban por las paredes del Colegio San Calixto que dan a la calle Sucre y ocupaban la emisora de los jesuitas. “No puedo hablarte. Estamos rodeados de boinas rojas…”, me susurró Minili y colgó.
Fue la voz de alarma. ¡Había que advertir a los demás! Y, por otro lado, era preciso decir algo antes de que los micrófonos fueran acallados. No había tiempo que perder. Me senté a la máquina y redacté un llamado a la resistencia ciudadana. Eran las seis de la mañana aproximadamente cuando pedí a mi hijo Fernando que llamara a Radio Cruz del Sur.
Pepe Caballero ya estaba en línea y me solicitaba que lea el mensaje que difundió, una y otra vez, por la emisora evangélica hasta que esta fue acallada por los golpistas. Me comuniqué con las radios Nueva América, Continental, Cristal, Panamericana y otras. Elvira Llosa, Andrés Soliz, Mario Castro y Jaime Rivero, entre muchos, me brindaron generosamente sus micrófonos. El contacto quedó establecido y desde ese momento se convirtió en un cordón umbilical que se cortaría tan solo cuando Natusch, en su desesperación, decretó la censura de prensa.
Con una voz que me sonaba desconocida, leí el manifiesto que había redactado y que decía: «El intento golpista que pretende truncar un proceso iniciado con tanto esfuerzo por el pueblo boliviano no puede prosperar por su carácter eminentemente antinacional. En momentos en que Bolivia ha recibido el respaldo de toda América para lograr una salida soberana y sin canjes al Mar que le pertenece, los implicados en el golpe demuestran que están con Chile y están con Pinochet.
»Los 26 países que dieron su apoyo a Bolivia en la reunión de la OEA, dejaron constancia que lo hacían en atención a los derechos que le asisten a nuestro país y en homenaje al proceso democrático que ungió en la Presidencia Constitucional interina al Dr. Walter Guevara Arze. Es fácil comprender ahora por qué no prosperaron sus esfuerzos para lograr un gobierno de conciliación nacional. Para vergüenza de la democracia, existen políticos implicados en este aislado intento golpista, llevados por una ambición personal que es contraria al interés popular.
»Llamamos a la ciudadanía a resistir este intento de frustrar el proceso democrático, en la seguridad de que el gobierno constitucional cuenta con el respaldo de las organizaciones sindicales y universitarias, las Fuerzas Armadas institucionalistas y los partidos políticos democráticos».

El intento golpista que pretende truncar un proceso iniciado con tanto esfuerzo por el pueblo boliviano no puede prosperar por su carácter eminentemente antinacional. En momentos en que Bolivia ha recibido el respaldo de toda América para lograr una salida soberana y sin canjes al Mar que le pertenece, los implicados en el golpe demuestran que están con Chile y están con Pinochet
Sí, había que resistir, pero ¿cómo? Apenas escucharon el mensaje mis colegas ministros llamaron y convinimos en que nos reuniríamos en casa. Teníamos que hacer algo. ¿Qué? No lo sabíamos todavía, pero no nos conformamos con lo que pasaba. Nos negábamos a aceptarlo.
En cuestión de media hora llegaron a mi casa Carmelo Caballero, Ministro de Agricultura; Carlos Miranda, de Planeamiento; Jorge Abularach, de Salud; Jorge O’Connor, de Energía; Fernando Aguirre, Ministro Secretario; Guido Hinojosa, de Finanzas y Fernando Gutiérrez, de Integración. Lo primero que hicimos fue instalar el aparato de televisión en el living y dos radios en el comedor, con las que íbamos siguiendo el desarrollo de los acontecimientos. En tanto, Mariano Baptista retomó a la dirección de Ultima Hora.
Luego de un primer análisis de la situación, decidimos entablar contacto con la Central Obrera Bolivia, algunas bancadas del Parlamento, el general David Padilla, el coronel Gary Prado y otros personajes.
Las radios revelaban que el líder de la asonada era el coronel Alberto Natusch Busch, junto con los diputados Guillermo Bedregal, José Fellman, Edil Sandoval y Abel Ayoroa, entre otros. Lo que importaba de momento era contrarrestar su ofensiva propagandística. Querían obligar a las radios que estaban en el éter a tomar cadena. Muchas habían sido silenciadas. Los periodistas se resistían valientemente. Iban a pasar sus comunicados, pero no admitirían que se los acalle. Los golpistas aceptaron reabrir las radios. Ahí entramos nosotros. Era importante que no se produzca el vacío. Que no callemos. Era preciso alimentar constantemente a los medios para contrarrestar la propaganda de los tanqueros.
Decidimos hacer un pronunciamiento del gabinete en apoyo del Presidente en vista de las cosas que se decían en su contra para justificar el golpe. Fernando Aguirre apuraba el texto golpeando nervioso las teclas de la máquina de escribir mientras el resto del gabinete, al que se unió mi esposo, iba elaborando ideas y dictándolas a coro. Habíamos decidido decretar legal el paro de la Central Obrera Boliviana para que, en caso dado, se paguen los días no trabajados.
Al hacerse público el decreto, oficializamos la existencia de un gobierno paralelo. Ese mismo momento la noticia salió al exterior y al día siguiente todos los matutinos daban cuenta del fenómeno.
El personal de la Secretaría cumplió una increíble labor de sabotaje a los golpistas. A media mañana llegó un grupo de secretarias y mensajeros con un cargamento que no esperaba. Metidos en una bolsa traían auriculares y enchufes de teléfonos que habían sido cortados, piezas claves de máquinas de escribir, fotocopiadoras, computadoras. Guillermo Riveros Tejada, el Ministro que nombraron los golpistas, no iba a poder operar. Reímos de buena gana ante la ocurrencia y los felicité por la iniciativa.
Los primeros en llegar fueron los vecinos. La familia Barriga Antelo se ofreció a ayudarnos. Otro tanto hicieron los Bueckler. Gracias a su apoyo no faltaron cafés, galletas y luego almuerzo para el gabinete. Amigos y familiares venían a ofrecer sus casas y recomendaban que me sumergiera. Otros llegaban de puro curiosos.

Mi padre había ido primero al Hotel Sheraton a ver cómo se encontraban los cancilleres y luego al centro de la ciudad en misión de reconocimiento. No podía creer lo que ocurría. El fruto de sus desvelos, la más grande victoria diplomática del país lograda con tanto esfuerzo, en la que se había cuidado hasta en el más mínimo detalle, había sido echada por la borda.
Las radios informaban que Alejandro Orfila, Secretario General de la OEA (1975-1984), había salido del país en la mañana en un avión privado y que el resto de las delegaciones estaban siendo trasladadas al aeropuerto por los golpistas. Los cancilleres cargaban sus maletas personalmente. El hotel era un pandemónium. El escándalo internacional se había desatado.
Marcelo Quiroga, el líder del Partido Socialista-1, vino acompañado por el general Juan Ayoroa. “No creo que duren, el pueblo los está enfrentando en las calles”, me dijo. Cuando lo invité a reunirse con los ministros, me aclaró que su visita era personal. Charlamos un momento de pie, pues ambos estábamos nerviosos. Luego de intercambiar algunas informaciones y escuchar su lúcido análisis de la coyuntura, partió raudamente.
Una hora más tarde, llegaron los diputados del MIR Antonio Araníbar y Alfonso Ferrufino, que también venían en pos de noticias. Mi casa era, en esos momentos, el centro de operaciones. Nos informaron que la Central Obrera Boliviana había iniciado una reunión de emergencia. Ya lo sabíamos. Los ministros Raúl Anze y Mario Calderón, ambos del PRA, se habían comunicado con nosotros apenas escucharon la radio y quedamos en que se harían cargo del frente sindical y luego se nos unirían. Luis Ossio, Presidente de la Democracia Cristiana, llamó para ofrecer su apoyo y para asegurarnos que rechazaba el golpe.
Serían aproximadamente las 10 de la mañana cuando varias emisoras empezaron a pasar un mensaje grabado en el que el Presidente Guevara pedía a la ciudadanía mantenerse alerta para defender la democracia a costa de cualquier sacrificio y anunciaba que haría todo lo que estuviera a su alcance para restablecer el proceso democrático brutalmente interrumpido.
Nos entró el alma al cuerpo. En ese momento no sabíamos dónde estaba. Habíamos perdido contacto con él desde que se apostaron frente a su casa tanquetas y un sinnúmero de soldados. Pero sus palabras significaban que no había sido apresado. Que estaba en algún lugar de la ciudad.
Mis colegas periodistas llegaron a casa temprano. Vinieron a ver qué pasaba, en que andábamos, si podían ayudar en algo. Ahí estaban firmes Mery Flores, Alfonso Gumucio, Francisco Roque, Eduardo Ascarrunz, entre muchos otros. En tanto el “Negro” Benítez, Director de Informaciones de la Secretaría, realizaba un trabajo de hormiga. Se encargaba de hacer llegar la serie de pronunciamientos que emitíamos a las radios, a la Sala de Prensa de Palacio y a la que mantenían los corresponsales internacionales en el Hotel Sheraton.
Una de las líneas telefónicas de que disponíamos estaba permanentemente conectada con los medios de comunicación, mientras que usábamos la otra para establecer contactos políticos. Padilla, por ejemplo, nos dijo que el movimiento subversivo era algo aislado y que esperaba una pronta reacción de otras unidades. Un mal síntoma era que seguía en su casa y parecía difícil que un Comandante en Jefe pudiera movilizar a su gente lejos de la ciudadela de Miraflores. Esperábamos, minuto a minuto, que se pronunciaran algunas guarniciones en apoyo del proceso democrático. Pero todo en vano. Horas más tarde, el propio Padilla nos informaría que los rebeldes habían rodeado su casa en el barrio de Irpavi y le habían impuesto el arresto domiciliario.

Entre las conversaciones telefónicas que se entablaban desde nuestro cuartel general, y cuyo desarrollo seguíamos con suspenso, estaba por ejemplo una de larga distancia que se efectuó entre el general Antonio Ovando, Jefe de la Casa Militar, y el general Edén Castillo, Comandante de la VII Guarnición con sede en Santa Cruz.
“Mi general, esto es una locura. Es un atentado contra la Constitución. ¿Cómo vamos a comprometer en una aventura así a las Fuerzas Armadas? Yo le ruego que recapacite, que apoye al gobierno constitucional”, planteaba el general Ovando, que no podía liberarse de la costumbre de hablar por la radio del Palacio y cada vez que hacía uso de la palabra decía “cambio”. Sin embargo, sus esfuerzos fueron vanos. Castillo le respondió que lo sentía mucho, pero que ya estaba metido en el golpe: “Si me hubiera llamado una media hora antes, tal vez cambiaba de idea”, le dijo sin mucha convicción.
Sinceramente angustiado, el general Ovando desahució una reacción militar a nuestro favor. Conocía a sus camaradas y tenía el convencimiento de que una buena parte de ellos estaba metida en la asonada. Natusch era un líder nato. Un resquicio de esperanza se abrió cuando alguien mencionó la posibilidad de que el coronel Humberto Cayoja pudiera resistir desde Cochabamba, pero era imposible lograr un contacto con él.
De pronto se nos ocurrió una idea temeraria. Teníamos el número directo del despacho presidencial que, en estas circunstancias, resultaba ser oro en polvo. Discamos. Tal como lo esperábamos, del otro lado contestó Natusch. Uno de los ministros –cuya voz tenía un cierto timbre marcial– se hizo pasar por un poderoso jefe al mando de una guarnición; “Mi general, ¿Qué es esto? ¿En qué ha metido usted a las Fuerzas Armadas?”, dijo. Siguió un momento de silencio. Natusch estaba sorprendido, qué duda cabía, pero el momento no le permitía distinguir perfectamente de quién se trataba. Le dio mil explicaciones, se quejó de que las cosas se habían precipitado, que los comandantes de grandes unidades y los políticos lo habían metido en esto, le pidió paciencia. Pero nuestro “general” no se dejó convencer y advirtió a Natusch sobre las consecuencias que la aventura podría tener para las FF.AA. Todos los ministros escuchábamos la conversación sin quitar nuestra vista de la puerta. Temíamos que, en ese preciso instante, irrumpiera en mi casa un grupo armado y nos pescara con las manos en la masa.
Cuando el amigo colgó el teléfono nos miramos asustados. ¿Habrá tenido algún efecto esa llamada? No teníamos manera de saberlo, pero una cosa estaba clara: habíamos introducido un elemento de confusión en el campo enemigo.
Cuando el amigo colgó el teléfono nos miramos asustados. ¿Habrá tenido algún efecto esa llamada? No teníamos manera de saberlo, pero una cosa estaba clara: habíamos introducido un elemento de confusión en el campo enemigo.
Una de las radios había dicho que Paz Estenssoro estaría apoyando a Natusch, pero la noticia no se había confirmado. Jorge O’Connor, el Ministro de Energía, se ofreció a hablar con el expresidente y, utilizando su mejor entonación chapaca, le pidió que se pronunciara contra el golpe. Con el mismo acento, Paz le aseguró que no estaba involucrado y anunció que diría algo al respecto. (De acuerdo a otro testimonio de Guillermo Bedregal, el MNR tomó contacto con Natusch en abril de 1979, o sea, en forma previa a las elecciones. El golpe debía producirse en los primeros días de agosto, pero luego se decidió postergarlo hasta noviembre. La embajada estadounidense hizo que Víctor Paz se desmarcara del golpe de Todos Santos. Cuando Paz Estenssoro ordenó a Fellman Velarde que diera marcha atrás, este le preguntó: “Jefe, ¿entonces todo este trabajo de meses, todos estos compromisos y desvelos son un simple error?”. Paz respondió: “No doctor, el objetivo de fregar a Guevara lo hemos cumplido…”). Paz Estenssoro negó haber participado en el golpe y sindicó a Bedregal de acusarlo con el propósito de exculparse del “democraticidio”. (Citado por Irving Alcaraz en El prisionero de Palacio).
Otro contacto clave fue el que se estableció con mis colegas que cubrían Palacio. A través de ellos nos enteramos de los últimos acontecimientos que se registraban en el Palacio Quemado e incluso fuera de él. Habían creado ahí dentro una especie de pool noticioso que facilitaba mucho nuestra labor. Cuando llamábamos para pasar alguna información, al otro lado de la línea Humberto Vacaflor u otro colega la grababa para hacerla escuchar a los demás o hacía una copia con varios carbónicos, que se distribuían entre las decenas de periodistas bolivianos y extranjeros que merodeaban por la Plaza Murillo. La cobertura que recibíamos solo se interrumpió cuando los golpistas repararon en el Caballo de Troya que teníamos en Palacio y decidieron cerrar la sala de prensa.
Al mediodía, casi habíamos agotado todas nuestras posibilidades de contactos. Éramos –no hay que olvidarlo– un grupo de profesionales apartidistas los que formábamos aquel gabinete del Dr. Walter Guevara. No teníamos pues bases a quienes recurrir, ni más instrumento para presionar a los golpistas que nuestra imaginación y la solidaridad de los periodistas. Las circunstancias nos habían colocado ante la responsabilidad de salvaguardar el proceso democrático que tan trabajosamente estaba empezando a construir el pueblo boliviano. No nos movía ni siquiera la ambición de conservar unos cargos públicos que horas antes estábamos dispuestos a dejar para que el Presidente formara un gabinete político, en el más amplio sentido del término.
“Pueden ser los mejores, pero no representan a nadie”, había dicho de nosotros, noche antes, uno de los diputados golpistas. Pero se equivocaba. Representábamos el anhelo nacional de dignidad, y éramos, sin habérnoslo propuesto, una garantía de equidistancia frente a la pugna partidista por el poder que amenazaba con echar a pique a la naciente democracia. No es aventurado decir que, por un momento, encarnamos a esa mayoría silenciosa que contribuye firmemente a construir la nación boliviana. Que cree en ella y en su posibilidad de afirmar su personalidad frente a sus vecinos y el mundo. Que está presta a servirla y no servirse de ella.

Contra todas las previsiones de los golpistas, que pensaban amedrentar al pueblo con su despliegue de tanques y tanquetas, la gente empezó a reunirse en plazas y calles. No salía de su asombro e indignación ante lo sucedido. “Ayer nomás la OEA…”, “¿Cómo han podido hacernos esto…?”, “Abajo los gorilas, no los queremos más…”. Eran algunas de las frases que recogían los periodistas.
Como llamados por un pututu invisible, hombres y mujeres, gentes de toda condición social, empezaron a confluir al centro de la ciudad, donde se levantaban barricadas. Sus rostros denotaban estupor e ira. No había miedo ante la fuerza bruta. Nada que arredrara a la población. Ni los cañones amenazantes que apuntaban a quienes miraban altaneros a soldados y oficiales. Ni las metralletas que colgaban relucientes del hombro de la tropa apostada en las esquinas. Ni los aviones que pasaban rasantes. Ni el helicóptero que ametrallaba a mansalva.
La primera manifestación de protesta surgió en la plaza San Francisco. En el mismo sitio donde noche antes gobierno y pueblo festejaron el triunfo en la OEA y homenajearon a los cancilleres que nos visitaban. Desarmados, pero movidos por una fuerza mayor a ellos mismos, los más osados empezaron su desigual lucha apedreando a esas fortalezas de metal bajo las cuales se escondían los militares. Las torretas giraban apuntando sus caños primero al aire y después a los cuerpos. De algún lugar surgió una bandera nacional y los manifestantes se cubrieron con ella simbolizando a la resistencia civil que comenzaba. No faltó el fotógrafo que capturó esa escena para la posteridad.
En las esquinas del centro se levantaban barricadas en un santiamén. Una complicidad colectiva para impedir el paso de los tanques hacía que grupos de personas sacaran con las manos adoquines de la calle mientras otros los iban apilando. De los lugares más impensados surgían adobes y ladrillos. Una ola de furia contenida recorría la ciudad sacudiendo el letargo de ese día destinado a honrar a los muertos, no a incrementar su número. El fuego que vomitaban aviones y tanques aumentaba el número de seres a quienes llorar, mientras que el dolor de los heridos se hendía profundamente en todo el cuerpo social.
Nadie hubiera imaginado que en ese Día de Todos Santos, la muerte desafiaría a la vida de esa manera.
Los golpistas, en tanto, habían tomado control absoluto del Palacio de Gobierno y se proclamaron como el nuevo “gobierno constitucionalista”. Pero los apoyos al gobierno constitucional interino surgían por doquier. Se habían pronunciado la COB y varias universidades. Un oficial de la línea “institucionalista” nos hizo saber que existía preocupación en las filas castrenses. No todos apoyaban a Natusch. Algunas bancadas habían condenado el golpe: la Democracia Cristiana, el MIR, el Partido Socialista-1 y el PRA.

El fuego que vomitaban aviones y tanques aumentaba el número de seres a quienes llorar, mientras que el dolor de los heridos se hendía profundamente en todo el cuerpo social.
Nadie hubiera imaginado que en ese Día de Todos Santos, la muerte desafiaría a la vida de esa manera.
El general Juan Ayoroa ofreció el concurso de la Agrupación Topáter para defender al gobierno constitucional. Lo instamos a que inicie sus contactos, ya que afirmaba contar con un fuerte apoyo en la oficialidad joven. Los Ayoroa eran un clan poderoso dentro de las Fuerzas Armadas. No sabíamos si estaban dispuestos a rifarse por un gobierno civil o lo harían más bien por otras razones. Juan era un inveterado aspirante a la presidencia. (Juan Ayoroa rechazó la invitación de Natusch para ser prefecto de La Paz y lo instó a que devolviera el poder al Congreso. Irving Alcaraz recoge declaraciones que hizo Ayoroa luego de entrevistarse con Natusch: “Las Fuerzas Armadas habían sido engañadas y arrastradas al golpe. Les hicieron creer que tenían el respaldo de partidos políticos mayoritarios y, a la hora de la verdad, vemos que apenas tiene algunos políticos en forma individual”).
A eso del mediodía, pasaron por casa los ministros Bonifaz y Baptista acompañados por el diputado del MNR Gonzalo Sánchez de Lozada. Al verlo, nos entró el alma al cuerpo: quería decir que no todo el MNR estaba en el golpe. Goni con, su buen genio, y “Boni”, con su inigualable gualaicherío, nos liberaron por unos instantes de la tensión a la que estábamos sometidos. Oscar Bonifaz pidió que se le asignaran tareas. Le dimos la misión de ubicar al Presidente. Era preciso que se dejara ver por la prensa, si posible ese mismo día.
El barbado ministro retornó al cabo de una hora y nos avisó que había tomado contacto con Guevara: “Ha decidido ofrecer una conferencia de prensa y quiere que la convoques”, me dijo. Inmediatamente tomé contacto con los colegas de la prensa nacional y extranjera. Fijamos las tres de la tarde para reunir a un buen número de periodistas y organizar su movilización. A la hora establecida, partimos en automóviles que salieron de distintos lugares y debían confluir en la Iglesia de San Miguel en Calacoto. De allí continuaríamos hasta la zona de Ovejuyo. Luego de una serie de maniobras (para despistar a posibles seguidores) llegamos a una casa a medio construir, rodeada de chacras lecheras. Ajenos a lo que ocurría, los campesinos del lugar observaban sorprendidos ese inusitado despliegue de automotores.
Allá nos esperaba el Presidente, acompañado de Tomás Guillermo Elío y Ramiro Bedregal, su Secretario Privado. Guevara llevaba lentes oscuros y melena hasta el cuello con un cerquillo que le cubría la frente. En otras circunstancias y sin estar al tanto de lo que ocurría, hubiera sido imposible reconocerlo. Cuando se quitó la peluca, emergió su reluciente calva flanqueada por ese inconfundible par de orejas puntiagudas. ¡Era nuevamente él!
“Creo que es razonable empezar diciendo que este debe ser un día muy feliz para Chile y los chilenos. Todo lo que hemos hecho durante varios meses, trabajando afanosamente, todo lo que hemos logrado en la OEA se destruye con un acto verdaderamente incalificable. Por otra parte, este es un día muy triste para los bolivianos, el día en que algunos de los jefes y oficiales que juraron cumplir su promesa de mantener el proceso democrático la han roto y han comenzado su gobierno ensangrentando al pueblo de Bolivia”, declaró el mandatario.
Ministros y periodistas lo escuchábamos con la sensación de estar viendo un momento único en nuestras vidas. Ni unos ni otros habíamos reparado en los peligros que corríamos. El deber estaba primero.
“¿Mantiene usted su posición de continuar como Presidente interino?”, le preguntó un corresponsal extranjero. “El cargo de Presidente, en sí mismo, no me interesa, nunca me ha interesado. Lo que ocurre en este caso es que esta presidencia constituye un símbolo de la resistencia de este país a semejante atentado”, respondió.
Ministros y periodistas lo escuchábamos con la sensación de estar viendo un momento único en nuestras vidas. Ni unos ni otros habíamos reparado en los peligros que corríamos. El deber estaba primero.
Guevara anunció que encabezaría la resistencia al gobierno de facto y que continuaría ejerciendo sus funciones de gobierno “desde algún lugar del país”. “Este gobierno no puede durar y no va a durar”, fue una de las frases salientes de esa improvisada rueda de prensa que en pocas horas más sería transmitida a todo el mundo a través de las agencias internacionales.
La resistencia popular empezaba a ser contagiosa. Esa misma tarde, la COB y varios partidos hacían pública su decisión de conformar un Comité Democrático Antifascista al que se definía como “un instrumento de lucha contra la pretensión de restaurar el régimen antidemocrático, antinacional instaurado el 21 de agosto de 1971” (aludiendo al golpe encabezado por Hugo Bánzer Suárez en esa fecha).
El Comité desconocía el régimen de Natusch Busch y convocaba al pueblo a una movilización de resistencia contra el régimen de facto. Este ya había tomado la delantera.
La ofensiva militar contra las barricadas que se fueron levantando valerosamente por calles y avenidas había cobrado varias víctimas. La gente no se arredraba ante nada. Edgar Arandia, artista e ilustrador gráfico de Presencia, cayó gravemente herido luego de haber protagonizado la pedrea contra un tanque. “No podía dejar de hacerlo. Era más fuerte que yo…”, comentó a los amigos que fueron a verlo en la clínica.
La periodista Amalia Barrón, de la revista española Cambio 16, nos relató una escena que por sí sola refleja la valentía del ciudadano común. El hecho se produjo en la avenida Mariscal Santa Cruz. Envuelto en santa ira, un hombre se sacó el zapato para golpear enardecido una de las tanquetas.
Desde otras ciudades llegaban noticias que nos alentaban y acongojaban al mismo tiempo. Era el país entero que se rebelaba contra este intento de imponerle un gobierno de fuerza. De someterlo otra vez con la idea de que era un menor de edad que requería ser tutelado. Los intentos de disfrazar la aventura militar con un lenguaje pseudorevolucionario caerían luego por su propio peso, cuando los actores, obligados por la presión popular, optaran por sacarse la máscara.