Al mediodía, la alarma no sonó. El Ángelus fue, poco a poco, quedando en el olvido. Llega un momento en que no es posible defender lo indefendible. ¿Cómo vive una creyente su batalla más intensa?
Suena el despertador y no salto de la cama a besar el piso. Nada externo ha cambiado, pero esta mañana me pongo las chancletas en silencio, sin susurrar una oración en latín con las rodillas en el suelo. Durante diez años la rutina diaria fue esa: vivir el heroísmo al no quedarme ni un minuto más en la cama, ofrecer el día, orar por media hora en la mañana y otra media hora en la tarde, leer doctrina, rezar el rosario, el Ángelus y pedir pureza antes de dormir. Pero esta mañana no. Algo sucede. Esta mañana está para tomar agua y revisar las noticias en Twitter. El misal en mi velador espera que le acomode las cintas según la fecha y seguir la misa de hoy, la misa de todos los días. Porque no hay día sin misa: si no es en la mañana antes de desayunar, es a mediodía, escapando del trabajo o después de un turno de clases. O, como era más común, a las siete de la noche. No hay, no puede haber un día sin misa. La vida se articula a partir de ahí: con orden y las prioridades claras, es posible cumplir con los preceptos diarios.
Hoy mi orden ha sido silenciado. Me enseñaron -creo que era Fulton Sheen quien lo dijo- que no hay diez mil personas que odian a la Iglesia, sino que odian lo que creen que la Iglesia representa. Que no hay manera de que alguien que se acerque con fe a la verdad e infalibilidad de una institución creada por un dios hecho hombre, podría alejarse sin estar alejándose del bien. Que el proceso de racionalización de la fe solamente demuestra que supera la intangibilidad o lo etéreo de la fe. Que tiene sentido, que es racional, que, si mi cerebro lo entiende, y acompaño la doctrina de un teólogo con la fe de un niño, el camino está asegurado. La única manera de salir es rechazando conscientemente el deseo de la santidad. Y ¿qué persona en su sano juicio haría algo así? Son pensamientos pesados los que me acompañan de camino al trabajo.Mis dudas intelectuales sobre la fe no son recientes. Por lo menos tres veces al año, entraba en períodos de apatía religiosa, en la que mantenía los rituales más básicos. Debo admitir, mi inteligencia no es la más admirable de esta generación. Cuando digo que tenía dudas intelectuales, no digo que eran suficientemente sólidas como para irme a debatir con Santo Tomás de Aquino o Santa Catalina de Siena. Pero tenía que agradecer que la formación que estaba recibiendo se vanagloriaba de no ser fundamentalista.
Se necesita comprender al mundo, pero no ser del mundo. Y para eso estaban las clases en los centros de reunión, sobre temas que se podrían tomar en una universidad: manejo de tiempo, ideologías del siglo XX, historia de la Iglesia, educación afectiva y más. Había un importante énfasis en el estudio de las ideologías. Porque para saber qué está mal con el comunismo hay que entender su contexto, dónde están erradas sus propuestas y en qué puntos coinciden con el deseo del hombre por el bien común. Durante años, tuve frente a mí a sacerdotes médicos con doctorados en historia, abogados y doctores en filosofía, encasillados y con tres libros gordos marcados y hojas de apuntes en la mesa enseñándome estas cosas. Mi mente no podía más que aplicar el mismo método crítico para entender esta religión, y otras. Identificaba mis dudas, me respondían con cariño y el ruido no salía de mi cabeza.
Al mediodía, mi alarma no sonó. El Ángelus, sin embargo, encontró la manera de filtrarse en mi cabeza y empezó a reproducirse en automático. Los quince minutos de lectura espiritual, este día, no son de un doctor de la Iglesia, no, son de un rabino ortodoxo convertido en líder de un movimiento espiritual, o algo parecido. La espiritualidad debe ser alimentada.
Al mediodía, mi alarma no sonó. El Ángelus, sin embargo, encontró la manera de filtrarse en mi cabeza y empezó a reproducirse en automático.
Te falta fe, me daban como respuesta. No con exigencia ni falta de delicadeza. Me lo decían con cariño y preocupación por mi bienestar. Mi conflicto no fue con la gente: estaba en mi comunidad. Había encontrado a mi tribu y aunque el tótem se me hacía falso, el apoyo no se podría dejar con facilidad. Y para no enfrentarme al dolor de tener que despedirme, de decir que no era su culpa, que era decisión mía la de no volver más, simplemente dejé de ir. Dejé que el celular sonara cuando me buscaban, lloré sola y en silencio cuando en el último mensaje de texto que recibí de quien fue mi guía espiritual me dijo que quien había sido mi confesor durante cinco años había amanecido muerto después de un paro cardiaco. Pero mi silencio fue inquebrantable.
Escucho las campanas de la iglesia desde un café cerca a la plaza Avaroa en La Paz, sola. Después de haber ido a misa en la iglesia de los Carmelitas por cientos de veces, con la mano derecha sujetando el misal en el respaldo de la silla y la otra con el anillo en el dedo anular, sujetando la mano de mi novio, confiada en que el santo camino del matrimonio era la vocación para la que yo estaba destinada. Y estaba lista, ilusionada. La vida ordinaria es un camino a la santidad, una manera de crecer en caridad, en fe y esperanza.
Los católicos, así como los judíos, siguen un calendario festivo distinto al gregoriano, aunque lo hayan creado ellos mismos. En este calendario, las celebraciones pueden condensarse en un solo libro, el misal. Ideado para sacerdotes viajeros, el misal también ha sido asimilado por otro grupo de personas, el de misa diaria. No hay católico sin eucaristía, me enseñaron. La magia que sucede en ese momento es tan grandiosa e inconmensurable que todos los relojes deberían parar, porque el tiempo mismo se detiene cuando en una celebración las personas se unen al sacrificio del Calvario. Pero el tiempo no se detiene en la vida ordinaria, cuando sin orden no hay manera de cumplir con todos los rituales.
Pero el tiempo sí se detiene al explicar que un matrimonio que se celebra con el deseo de no tener hijos no es válido. -Así fue como el anillo se escapó y la sensación de traición en mi pecho se instaló-.
La vergüenza me acompaña al utilizar los mismos argumentos que había usado con otras personas, conmigo misma: se fue de la iglesia porque le faltó entrega, le faltó amor. El motivo más común por el que las personas se alejan del catolicismo es por su estricta visión sobre cómo debe ser vivida la sexualidad. Y yo decía que les faltaba entender la riqueza de la Teología del cuerpo de Juan Pablo II y vivir la generosidad con los cuerpos propios. Pero no. Yo leí la Teología del cuerpo, me enfrenté a la negación de mi cuerpo y sus deseos con mortificación y ofrecimientos, pasé por la historia de la Iglesia, tomé el curso de moral, pero la sensación de que no podía defender lo que estaba aprendiendo con el convencimiento absoluto de mi corazón no me dejaba sola.
Pero el tiempo sí se detiene al explicar que un matrimonio que se celebra con el deseo de no tener hijos no es válido. -Así fue como el anillo se escapó y la sensación de traición en mi pecho se instaló-.
La voz que me decía que no importa lo intrincado que sea un sistema de creencias, sigue asimilándose a un mundo de ficción; -y no importa lo antiguo que sea – ni la cantidad de teoría y doctrina que se haya escrito, éste sigue siendo un discurso creado por y para la humanidad. La creación de un nuevo dialecto, la estructura presentada para cada semana, los rituales del mes y las actividades necesarias por año, la lista es extensa e intimidante. Solo se necesita orden, me decían cada vez, aprovechar el tiempo para que rinda al máximo.
Al final del día, creemos en lo que necesitamos creer. O creemos en lo que queremos creer. Dejé de rechazar lo que la Iglesia considera el mal del relativismo y lo abracé. Dejé de necesitar una verdad absoluta para entender el mundo. También dejé de lado el deseo de racionalizar cada una de mis creencias y sentimientos, como si necesitara que mis sentimientos pasaran por un filtro para ser reconocidos como válidos intelectualmente.
Me meto a la cama y ya no rezo las tres avemarías por pureza antes de dormir, ahora estoy en la búsqueda de la creación de mis propios y solitarios rituales. Hoy hago un repaso mental de las cosas por las que estoy agradecida: el saberme receptora de bienaventuranzas todavía languidece dentro de mí y no proyecto un fin. En mi nuevo credo y sus prácticas, lo que se repetirá es el estar agradecida por creer en la trascendencia sin necesidad de tener un libro que me diga cómo celebrarla ese día.