¿Cómo enterarse de lo que nos pasa sin acceso a las redes sociales? Quizá debamos retroceder a las cavernas y encender la radio o leer el periódico. El fin del mundo no se deberá a un virus, sino a un corte de internet.

Era casi mediodía del 4 de octubre cuando la población digital se sumergió en la paranoia. Fueron, quizá, las seis horas más difíciles y de aflicción para muchos jóvenes, como Ignacio Roca, un amigo mío que vive en La Paz, emprendedor independiente que con pesar confiesa estar más preparado para la guerra que para aquel suceso “apocalíptico”.
Él lo cuenta así:
Diez de la mañana. La jornada se pinta como cualquier otra. El inicio de semana transcurre sin grandes sobresaltos y yo estoy en la calle para hacer algunos trámites.
Pero, qué raro. Ningún mensaje por WhatsApp. Instagram no se actualiza y Facebook parece ausente. El tiempo se ha detenido. La vida se ha paralizado.
Bueno, no tanto a juzgar por el ruido de dinamitas y/o de gases lacrimógenos que me llegan desde Villa Fátima, barrio donde vive mi familia y que desde hace días sufre por las batallas entre manifestantes y policías que se enfrentan por el mercado de la coca.
Dando sacudones a mi celular, por ahí es el aparato el que no funciona, intento que todo vuelva a ser normal. Escribo mensajes sin cesar, pero nada: WhatsApp está congelado; nada de memes, cero transmisiones en vivo. Por favor, ¡que alguien postee aunque sea una previsible y tonta fake!
Ningún mensaje por WhatsApp. Instagram no se actualiza y Facebook parece ausente. El tiempo se ha detenido. La vida se ha paralizado.
Paranoico. Me descontrolo porque no tengo “información”. ¿Mi familia estará bien? No sé por qué, a mi mente acuden imágenes de octubre de 2019, con policías, arrestados, explosiones en las calles, violencia y miedo.
Me lanzo rumbo a la villa intentando recordar con desesperación dónde he guardado las viejas calaminas que sirvieron de barricada para proteger mi casa de grupos violentos que habían intentado asaltarla.
Camino y automáticamente mis dedos temblorosos reproducen una coreografía intentando actualizar el pin del teléfono, procurando solucionar el problema de conexión. La pantalla de mi móvil está húmeda, como mi cuerpo.
“Otra vez es octubre, hay que ir a cuidar nuestras casas”, escucho decir a la gente al llegar a la plaza Villarroel. Periodistas y comerciantes también se desplazan inquietos por las calles aledañas.
Dos viviendas se han incendiado. Una cadena policial me impide pasar a la cuadra donde está mi casa. Todo huele a gas.
¿Qué está pasando? ¿Qué estoy viendo? Maldito internet.
“No es internet, es Facebook”, me explica alguien. Maldito Zuckerberg.
Son casi las cuatro de la tarde cuando, al fin y tras horas de sentirme como en el desierto, logro entrar a mi casa. Armo las barricadas con experticia. Aunque el fragor de la batalla síndicopolicial va apagándose, el miedo persiste.
Mi celular yace por ahí como un objeto inútil. Escucho la radio. Y pensar que hace poco decíamos con unos amigos que seguir noticieros o leer el periódico es vintage.
La verdad es que si no tienes comunicación ni información cada segundo, confirmada por tu comunidad virtual, sientes que es el final.