Casualidad o no. Gana la Verde cuando los amigos de siempre no van. Kenchas, les dicen. Sucede que en el fútbol y en el amor valen sobre todo las alegrías.
Las primeras veces son inolvidables. En el amor, en el sexo, en la vida. Cada cual cumple con su ideario, con sus marcas en la memoria. Se convierten en cuadros colgados en la pared de nuestros recuerdos, quizá los más importantes. Funciona también en el fútbol. Sí, el debut. Hace poco fue el mío. Y el bautizo fue verde. La primera vez que vi a la Selección en vivo, en el Siles, en el Estadio.
Y, como pasa en el amor, en el sexo, en la vida, si esa primigenia experiencia es feliz uno se convence de repetirla, se vuelve adicto. Aprende unas cosas, luego otras, mejora. Así es como me vi en los tres partidos de la Selección, de local. Dos ahí, en la cancha, y uno cerca. Eso sí, siempre acompañado de los amigos, los cuates, esas personas que comparten el gol, la alegría de gritarlo en comunión.
Sí, las primeras veces son inolvidables.
Ilustración por Andrés Miranda
***
Dejo de pensar en eso cuando veo un meme que dice Tu pareja debe ser tu equipo, no tu estrés. Y abajo hay un logo, el de la Selección de Bolivia. “Mi equipo”, dice.
Se las muestro a Gabriel, a Urquiola, a Daniel, los amigos con los que decidí venir acá, al Siles. Esperamos en la fila de la entrada.
Ríen. Después, nos piden las entradas que son PDFs descargados, resultado de la compra por internet. Y el carnet de vacunación contra el Covid.
Les cuento: Es la primera vez que vengo a ver a la Selección.
Se sorprenden, me felicitan. Recuerdan las de ellos, sus primeras veces acá, de verde. Con sus padres, sus hermanos, sus abuelos. Vieron a Baldivieso, dicen. También a Peña, a Cristaldo. Recuerdan algunos goles, las selecciones rivales. Ronaldo, Rivaldo, Batistuta… y así, se estacionan en el pasado.
Les cuento: Es la primera vez que vengo a ver a la Selección.
Luego, ya acomodados dentro, los vemos salir. Los comanda Martins, el capitán. Ahí los aullidos, el ¡Viva Bolivia! Después son los himnos, primero el colombiano, el silencio. Luego el nuestro, y ahí la devoción, el canto unido, como si las voces se amarraran y formaran una sola melodía.
Termina y son los aplausos. Pienso en mi padre, en mi abuelo. En mi familia, en mis vivos y en mis muertos.
Después es el partido, que nace con el pitido del árbitro. En el segundo tiempo llega el gol amarillo, el de ellos. Festejan, no bailan.
En Bolivia no hay reacciones, solo intentos timoratos de avanzar, de marcar el gol que nos lleve al empate aunque sea. El nerviosismo se siente en la cancha como si la temperatura hubiera bajado gravemente.
Y es entonces que ahí, cuando todo parece perdido, algo sucede en el medio, a unos metros del área de Ospina: el balón queda suelto, y el menona Saucedo la toma con la derecha, la empalma tan bien que el arquero colombiano, que juega en el Nápoli de Italia, solo la ve pasar, colarse en el lado derecho de su portería. Y entonces el grito, el gol como un abrazo, como un primer y último respirar.
¿De verdad es menonita?, pregunta Gabriel. No creo, responde Urquiola. Y reímos. Somos la felicidad.
Pasan los minutos y la Selección es sólo entusiasmo. El resultado queda así, a unas. Un puntito para la Verde, nada más que eso.
Es por tu culpa, le dice Urquiola a Daniel. Vos eres el k’encha. Peor que el Samuel Doria Medina.
Y ahí me pregunto: ¿Qué o quiénes son los k’enchas? Y me respondo rápido, juego a buscar significados: son aquellos que llevan la mala suerte consigo, los que no deben estar en algún lugar para que todo vaya bien, para que no pase una “tragedia”. No hay que invocarlos. Porque después se pagará el costo.
El resultado queda así, a unas. Un puntito para la Verde, nada más que eso. Es por tu culpa, le dice Urquiola a Daniel. Vos eres el k’encha. Peor que el Samuel Doria Medina.
Daniel ríe, lo toma a bien.
Salimos del Estadio, bajamos las gradas con el pesar de no haber ganado, pero con una especie de tranquilidad por no haber sido derrotados.
Al menos viste un gol en tu primer partido, me dice Urquiola.
Sí, aunque sea no perdió. Ya es algo.
Che, ¿y vos no serás más bien el k’encha?, dice Daniel, intentando desmancharse.
Espero que no, digo.
***
Para corroborar regreso a las semanas, al partido con Perú. Esta vez solo con Urquiola. Los demás no pudieron. Daniel por falta de dinero, eso dijo. Y Gabriel porque no piensa invertir más en los jugadores de la Verde.
Darle dinero a esos troncos nunca más, escribió en nuestro chat.
Entonces esta vez, que es la segunda, aprovecho el abono de Urquiola, que es el único de los cuatro que conserva esa tarjeta verde que le permite ingresar a todos los partidos de las Eliminatorias. Por disposición de la FBF, ya que debido a la pandemia los escenarios deportivos permanecían cerrados, jugándose los partidos sin público, ahora, en compensación, aquel abono sirve como un dos por uno.
Así que no pago la entrada.
Ya adentro nos acomodamos arriba, en la planta alta. Y vemos el público, que está dividido entre los de verde y los rojiblancos. Los peruanos son muchos, puede que al menos el 40%. Cantan y casi que nos opacan.
Es que viven cerca de acá, comenta Urquiola. Perú no queda lejos, es casi la misma distancia que de acá a Cochabamba. Además que ya de por sí hay un montón de peruanos en La Paz. Son muy entusiastas del fútbol.
El partido es chato, sin ataques directos. Recurrimos a lo de siempre, a los centros a Martins, a buscar que se ilumine, que el capitán haga algo. Pero es difícil, los centrales peruanos lo tienen bien amarrado.
En el minuto setenta o un poco más ingresa Henry Vaca, el zurdo, el 10. Y es recibido con los aplausos de los bolivianos. Es la esperanza, sólo él puede hacer algo diferente.
Y lo hace, solo que nos hunde un poco más. Porque a los cinco o pocos minutos más de entrar corre detrás de la pelota, se le va larga, un defensa peruano llega antes que él y Vaca levanta la pierna, los tapones de frente. Y le tira un planchazo. Entonces el árbitro corre hacia él, le muestra la tarjeta roja. No hay reclamos.
Listo, estamos jodidos, pienso. Y sé que es la afirmación de casi todos los que estamos ahí, en la cancha, y de los que están afuera viendo el partido desde la televisión, o los que no pueden y se conforman con escuchar los relatos desde alguna radio. Estamos jodidos.
Pero a poco, con diez jugadores, la Selección le mete ganas, hace un intento, y la pelota, similar al gol de Saucedo con Colombia, se queda al borde del área del arquero rival, como si esperara un pie mágico, un pedazo de talento que la haga brillar, que le dé un destino. Y esta vez es Ramiro Vaca, el mediocampista que juega en Bélgica, el que se encuentra con ella, con esa esfera de cuero, y le pega con el alma, con la zurda. La pelota se desvía y se incrusta en las redes, las hace temblar. Desubica a Gallese. Es el gol.
Grito tan fuerte que siento que el pecho se me va a salir del cuerpo. Mi garganta me raspa. Y abrazo a Urquiola, levantamos los brazos. Los hinchas de al lado nos gritan, hacemos lo mismo. Es la felicidad, es la gloria.
Pasa la euforia, todos pedimos que se acabe el partido de una vez. Perú, que especuló todo el partido, que nunca vino a ganar, no tiene fuerzas para empatarnos. Y suena el pitido final. Es la alegría.
Mi primera victoria de la Selección, le cuento a Urquiola, entusiasmado.
Hay que celebrar, me dice. Saquémonos una foto de recuerdo.
Lo hacemos. Nos paramos, buscamos que atrás quede el césped, que se vea la cancha. Levantamos los pulgares.
Mi primera victoria de la Selección, repienso. Y sé que no la podré olvidar aunque pasen los años. Porque la memoria escoge algunos detalles, imágenes, colores, para apropiarse de ellos, para retenerlos, para convertirlos en estatuas de un solo museo. En figuras a las cuales regresar, como si de un álbum familiar se tratara.
***
A los días viene Paraguay, esta vez no puedo ir al Estadio. Pero quedo con Gabriel para ver el match en un restaurante, en esta oportunidad con otro cuate más: con Aldo.
Y así son los amigos, nombres, uno tras otro. No importa de dónde vienen, qué hacen todos los días. Solo vale una cosa: el acuerdo unánime por querer compartir algo. Esta vez ver a la Verde.
Nos sentamos, pedimos una jarra de cerveza, luego un pique para los tres. Yo les invito, nos dice Aldo.
Hablamos del Chaco, de la guerra con los paraguayos:
Es la única guerra que no perdimos.
Tampoco la ganamos.
¿Entonces?
Perdimos territorio pero nos quedamos con el gas.
¿Y qué sería Bolivia sin el gas?
Reímos. Pedimos otra jarra de cerveza.
Y ahí llega el primero, el de Ramallo, el hijo. Es un zurdazo precioso. Rodrigo, que así se llama, corre hacia una esquina, se arrodilla y se abraza a sí mismo antes de que los demás lo hagan. Es su cumpleaños, dice el comentarista. Tiene la 18 en la espalda, la de su padre, el que nos dio la clasificación al Mundial del 94.
Pasa el rato, Bolivia merece más. Y en eso llega el penal para Paraguay. La va a fallar, dice Aldo. Por la altura. Lo escucho y me convenzo de que así será, que la mala suerte está con ellos, que hoy no les saldrá nada.
Y eso pasa. El paraguayo le pega muy abajo a la pelota y ella se va por arriba. Celebramos todos en el restaurante donde cada vez somos más. No quedan mesas vacías.
¿Qué les dije?, nos pregunta Aldo.
¿Qué está pasando?, respondo. ¿De dónde viene tanta fortuna?
No hay una explicación coherente. Solo hay que disfrutar, alguien dice.
Gabriel me pregunta más de una vez quién es este, quién es este otro. ¿Algarañaz?, ¿y dónde juega? No sabía que existía. Solo ubico a Lampe, a Martins y Arce. ¿Quién es ese otro?
Zagredo, le digo. Uno de ellos. Son dos, son gemelos. Uno es lateral derecho y el otro es el izquierdo.
¿Acaso no ves a la Selección?, le pregunta Aldo.
Gabriel responde: Solo cuando gana un partido antes. Es decir, como le ganamos a Perú, veo este partido contra Paraguay. Si hubiéramos perdido no estuviera aquí.
Comienza el segundo tiempo y ahí llega la felicidad, la inesperada. Los goles, uno tras otro. Primero el de Villarroel, que solo tiene que empujarla después de un remate de Martins en un contrataque, después el de Ábrego, que había entrado hace poquito. Se la jugó solito y venció. Y para finalizar, marcando el cuarto, el de Fernández, el lateral izquierdo.
¡Cuatro goles… ganamos cuatro a cero!
¿Qué está pasando?, nos preguntamos, con una nueva jarra de cerveza y un pique macho en la mesa.
Ahora somos el Real Madrid, les digo.
Che, hay que buscar ya nomás boletos para Qatar, se van a acabar, bromeamos.
Y nos fijamos, por joda, en la tabla de clasificación de las Eliminatorias. Estamos en el sexto lugar, a cuatro puntitos de Uruguay, que está en zona de repechaje.
Y recuerdo la derrota con Argentina en el Siles, el empate con Colombia, esos cinco puntos que no fueron, que nos dejarían ahora dentro, a pasitos…
Pero dejo de pensar en lo que no fue y me aferro a la felicidad del ahora. En los cuates, que estallan de alegría. En los aplausos que se escuchan en el restaurante.
Y pienso en mi padre, que con seguridad sonríe debajo de su barbijo, que se da unos minutos para descansar del trabajo en su oficina. Un instante de felicidad.
Salimos del restaurante. Revisamos nuestros celulares y nos reímos de la ola de memes, las que hablan del Mundial, de Qatar, del “¿Qué se sentirá perder?”, del de Homero Simpson y su “Yo nunca dejé de apoyar a la Selección”.
¿Contra qué equipo jugamos ahora?, pregunta Aldo.
Buscamos en Google.
Perú de visitantes.
Esa estará difícil.
Sí, pero después es con Uruguay aquí.
Rival directo.
Y no están bien los uruguayos.
¿Te imaginas que no perdamos en Perú y que le ganemos a Uruguay?
Hay que ir al Estadio.
Fija.
Y si no, aunque sea repetir lo de hoy. Como cábala.
Las cábalas, pensarlas como eso, como un juego en el que se invoca a la fortuna, en el que se la llama como si fuera un pájaro. Hay que repetirlas una y otra vez para recaudar los buenos resultados. Sí, hay que hacerlas tradición.
Ya, fija, nos decimos.
Nos despedimos. Mañana será otro día, pienso, pasará la euforia, regresaremos a nuestra cotidianidad, a la rutina. Ya no hablaremos de k’enchas, de los goles. La vida nos devorará otra vez. Pero nos quedará la felicidad, lo breve, la expectativa de volver a ella. Y para eso repetiremos los zapatos, los lugares. Convocaremos a la fortuna de una y mil maneras. Haremos lo posible para repetir el guión una y otra vez. Sí, ese será el intento.
Al menos es lo que aprendí en mis primeras veces, estas que acaban de pasar.