Es dios o es un demonio. Es un genio divino y virtuoso o es un viejo cheto, drogadicto y petulante. Depende. Lo cierto es que de alguna manera, de muchas maneras, Charly García es inmortal.

Ilustración por Victoria Barrón
Charly García cumple 70 años. Casi la misma cantidad de años que se dedica a la música. Como es común al folclore de las celebridades –sobre todo en su país, Argentina– es un dios o es un demonio. Es un genio divino y virtuoso cuyo capricho es ley, o es un viejo cheto, drogadicto y petulante. Y lo más probable es que sea todas las cosas anteriores, lo que no medra en absoluto el sólido monolito de su obra, una de las más influyentes en el rock en español de los últimos 50 años.

¿Para quién canto yo entonces
si los humildes nunca me entienden?
Un aspecto que me llama la atención es su capacidad para traducir los pulsos de una sociedad a la que en el fondo no pertenece, ya sea por su ascendencia elitista, por su espíritu de vanguardia, por su estética firme pero muchas veces incomprendida a lo largo de su carrera musical o por su franco hedonismo. Y en ese sentido, los títulos que a través de la alegoría, la metáfora, la sátira o la fábula, aluden a la injusticia social, a la dictadura, al conservadurismo e hipocresía de la sociedad abundan. Junto a Spinetta, fue de los pocos que evadió –cuando no se burló desde códigos más bien cultos– de la censura militar argentina y salió incólume: Música de fondo para cualquier fiesta animada, Botas Locas, Los Dinosaurios, No bombardeen Buenos Aires, Nos siguen pegando abajo, son testimonio de que estética y discurso, canción y crónica, pueden convivir. Pero entonces, ¿por qué son más famosos sus desputes y borracheras que sus álbumes y declaraciones lúcidas? Salvando distancias temporales y espaciales, similar desgracia persiguió, por ejemplo, a Nina Simone o a Kurt Cobain. Un status quo que limita a los artistas a su rol asignado de entertainer, aun a costa de su salud mental, pero que deslegitima, por su personalidad excéntrica o desequilibrada, su discurso crítico y político.
Yo canto para esa gente
porque también soy uno de ellos.
Ellos escriben las cosas
y yo les pongo melodía y verso.
Sea por sus orígenes anglo, porque en nuestro país fue asimilada, en primera instancia, por clases medias o altas, o por su énfasis en la evasión, la provocación y una pretendida malicia, la música rock es vista como vacía y ajena a esta realidad. Y por supuesto, asumimos que todo “contenido social” debe ser explícito y panfletario. Y si haces rock no perteneces al “pueblo”, aunque tus bolsillos expresen lo contrario. Con Charly García y otros rockeros reputados (y reemputados) –que con el paso del tiempo acumulan cierta fama y fortuna– pasa que al parecer su imagen de artistas consagrados o millonarios (desconozco en cifras si todos lo son) los descalifica como críticos. Como si el tiempo les impusiera una jubilación ideológica a la que, por suerte, gente como León Gieco, Caetano Veloso, Liliana Felipe o Albert Plá, se resisten.

¿Por qué son más famosos sus desputes y borracheras que sus álbumes y declaraciones lúcidas? Salvando distancias temporales y espaciales, similar desgracia persiguió, por ejemplo, a Nina Simone o a Kurt Cobain.
Hay que decir que, en el caso de García, la proyección de su imagen y obra es el reverso de la mayoría de sus contemporáneos, quienes empiezan sucios y desprolijos, alcanzan una meseta de éxito y aceptación y terminan tocando con una Sinfónica. García, en cambio, empieza limpio y positivo con Sui Generis (1972-1975), eleva la apuesta estética y progresiva con La Máquina de Hacer Pájaros (1976-1977), sacude la escena con el potente rock-jazz de Serú Girán (1978 -1982), marca senda con su canción new wave en los 80 y termina en un collage denso y saturado en la era Say No More de los 90 en adelante. De ángel a demonio en una treintena de discos y de años. Y de ahí en más, es noticia únicamente por internaciones, suspensiones de conciertos, álbumes fallidos (y hasta extraviados) o por su famosa rehab en la mansión de Palito Ortega, sin dudas el mayor aporte de Palito Ortega a la cultura.

Si los que saben no necesitan que les enseñen.
Si el que yo quiero todavía está dentro de tu vientre.
Recuerdo que en los años noventa y principios de los dos mil, la imagen proyectada por la industria latente del hip hop del rapero gangsta (gánster. En boliviano: maleante) se extendió tanto que todo el mundo se creía “de barrio” y reivindicaba la cultura de pandilla. De similar forma, la intelectualidad ahora ha cooptado la cumbia que ha pasado de ser despreciada por laiku-laiku a gobernar una dudosa categoría kitsch vintage que, después de 30 años excede el territorio de la fiesta popular para sonar en espacios “alternativos”. Ser “pueblo” es un valor. Y está todo bien. Solo que eso no se traduce en conciencia política sino en una pose de salón. La misma gente que ahora celebra a Maroyu, a Rosalía o a L-Gante, grita “indio de mierda” desde su auto.
¿A qué viene todo esto?, ah sí, a que creo que Charly García es un capo total y a que le agradezco todo su legado musical, sus ideas e innovaciones, sus saltos desde el noveno piso, su compromiso con la música y su crítica política, aunque nunca sea considerado “pueblo” ni villero, ni trovador panfletario. Y a que últimamente esta reflexión me ronda, como mosquito kochala, todas las noches. Y a que hacer canciones se está poniendo difícil en una era en la que el discurso subordina a la estética. Y que parece que hay que ser “famoso” en redes nomás. Y a que, por supuesto, ser “famoso” en redes no garantiza que puedas pagar el alquiler. Y a que, si no envío esto ahorita, mi editor se va a rayar.