El final de la tarde olía a mangos y un niño, pequeño, se apoderaba de la luna. Perdido debajo de la multitud, demandaba su pertenencia chillando que era suya. Al doblar la esquina me encontré sola y fría, pero fue largo el trecho que me tomó dejar de oírlo: ¡Es mía! ¡Es mía! Levanté la vista cuando por fin me encontró el silencio: el cielo era solo una infinita pizarra.
Tenía razón, era suya. Y se la había tragado.
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Nació y vive en La Paz. Es licenciada en Ciencias Políticas y máster en Literatura Comparada, lectora, escritora y aprendiz.