Los adoquines, esos en los que a veces resbalaba cuando iba de la mano de mi abuela al mercado Lanza para comprar los tradicionales bizcochos y suspiritos de colores en bandas de papel, atractivísimos en grandes canastas para celebrar Todos Santos, esos, desaparecieron. El mercado se esfumó y un gran edificio oculta la esquina y las canastas. El asfalto ganó y la calle Evaristo Valle ahora es peatonal. Hacia arriba, hacia la plaza Alonso de Mendoza, antes conocida como la plaza de Churubamba, infinidad de baratijas acompañan el recorrido junto a la bulla de la calle Tiquina, la de los DVD piratas, antes calle de los aparapitas. La plaza, en 1578 era una planicie y se veía de frente al mágico Illimani, y en 2021 su blanco manto se pierde detrás de los edificios. Una necesidad retratada cuando Beltrán, amigo de Felipe Delgado, abre “de un golpe las dos hojas de una especie de claraboya en lo alto de la habitación”. Sólo el Illimani para filosofar sobre nuestra esencia. La permanencia.
“Cuando por mucho tiempo se ausentan las ilusiones y cuando las ilusiones se pierden para siempre, cuando uno llega a echar de menos que no echa de menos, recordando que no recuerda, sintiendo que no siente, oyendo que no oye y viendo que no ve, cuando uno llega a saber que no sabe, llegando que no llega, andando que no anda, soñando que no sueña y hablando que no habla, amando que no ama y tocando que no toca, uno echa de menos lo ocurrido, viviendo que no muere y muriendo que no vive” (Jaime Saenz en Felipe Delgado)