Y ser feliz. Frase que debía completar el título de esta crónica. ¿Acaso no se trata de eso? En el remoto final del pleistoceno, el ser humano aprendió a migrar; huir del frío fue parte de su evolución genética. Al formarse los valles y trópicos alrededor de los tres nevados fundamentales del planeta (el Himalaya, los Alpes y los Andes), las civilizaciones nacientes concibieron la idea religiosa del Paraíso, el Edén, la Tierra Prometida, el Janaj Pacha, el Dorado, la Loma Santa, la Amazonia, el Acre, Pando.
En la década de 1990 a nadie se le ocurría convertir en frívolo slogan partidista la idea del “vivir bien”. Es algo que todo boliviano anhela desde que la patria se hizo libre. Así lo comprendieron cuatro cholitas aymaras vendedoras de hortalizas en el mercado El Tejar de La Paz y encontraron el camino de la utopía bíblica: desembarcaron en Pando cargando papas y cebollas, y hoy una de ellas, Carmela Apaza Rondán, es la concejal más votada en el municipio de Cobija y se perfila como futura alcaldesa de la capital pandina. Sus polleras y sus mantillas de chola paceña, bellamente adaptadas al clima amazónico, son de seda fresca y suave.
Es la primera mujer de pollera que preside el Concejo Municipal de Cobija, Pando. Su nombre: Carmela Apaza Rondán, la concejal más votada, que no ha dejado de atender su puesto en el mercado desde que migró hace 20 años.
Desde el ombligo político del país, Pando queda “allá lejos”, y romper esa distancia nunca fue una cuestión de Estado. Por fortuna, más allá del Estado está la gente.
Desde La Paz me hablan de la lejanía de Pando, por cómo se mira y siente “allá lejos”. Es una lejanía que siempre estuvo y estará ahí. Romper la distancia nunca fue una cuestión de Estado —desde que Pando se llamó Territorio Nacional de Colonias y por eso mismo el Acre estaba destinado a ser brasileño—; pues para llegar allí hace falta desear, no forzar. Todo boliviano que posea una mínima capacidad de asombro y un sentido razonable de la emoción deseó alguna vez en su vida llegar a Pando, fascinado por esa lejanía que es más una distancia mental, de idiosincrasia nacional. El influjo magnético de esa lejanía es parte de la dramática identidad boliviana, una paradoja.
“Tienes que entrevistarla a la Carmela”
Cuando éramos buenos amigos Juan Ramón Quintana y yo, él un gallardo capitán del Ejército estudiando Sociología en la UMSA, yo un periodista novato haciendo mis primeras armas en Los Tiempos bajo la mentoría generosa de Chechi Nogales, al terminar ávidos nuestras lecturas de Zavaleta Mercado y Almaraz Paz, copetines mediante, soñábamos en voz alta con llegar algún día a Pando y armar ahí el laboratorio de la nueva nación-revolucionaria, “vertebrándolo” con el resto del país. Dos décadas después, tras la derrota del gonismo, el sueño bolchevique se cumplió y fue trágico. Allí, remontando esa lejanía tan deseada, el capitán enfermó por sobredosis de poder y el periodista dejó de ser su amigo. Bajo ese sol incomparable, el sol de Pando, como esperándonos estaba Carmela Apaza en su puestito del Mercado Abasto, viviendo su apacible cotidianidad de siempre, alimentando a los demás.
“Tienes que entrevistarla” —ordenó mi amigo el capitán sociólogo, convertido en el súper Ministro de un régimen que pronto viraría en neo-estalinista—. “La Carmela es principal dirigente de los comerciantes minoristas y debemos traerla a nuestro lado, concéntrate en hacerla elogiar el proceso de cambio y hazle hablar del Evo”. Era a fines de 2010.
(…) copetines mediante, soñábamos en voz alta con llegar algún día a Pando y armar ahí el laboratorio de la nueva nación-revolucionaria, “vertebrándolo” con el resto del país. Dos décadas después, tras la derrota del gonismo, el sueño bolchevique se cumplió y fue trágico.
Fue así que la conocí. Vestía su pollera —larga y densa— a la usanza de las mujeres aymaras de La Paz, y una blusa blanca de mangas cortas y hombreras firmes, sobre la cual descansaban un par de trenzas negras y brillosas. Nació en La Paz el 20 de septiembre de 1962, de padres aymaras que habían migrado al gran Chuquiago desde Warisata, viviendo en Vino Tinto. Nos hizo pasar a su puesto del Mercado Abasto, una caseta espaciosa que lucía su abundancia multicolor y prolijamente ordenada con latas de conservas, bidones de aceite, sacos de arroz y quinua, fideos, especias diversas y otras decenas de comestibles que llenaban la canasta familiar diaria de los habitantes de Cobija. Todo llevado desde el mercado 16 de Julio de El Alto, proveniente de los puertos chilenos. Sus vecinas en ese callejón eran cholas paceñas como ella, también vendedoras de comestibles, además de verduras y frutas, ropa, juguetes y abastos mil. Algunas eran orureñas y otras cochabambinas. Vivían allí diez años antes de que llegara el “proceso de cambio” a Pando.
Los andinos se mueven por Pando desde antes de la Guerra del Acre incluso, y el Estado nunca lo supo o fingió no saberlo.
No es cierto que Quintana propició la migración andina hacia esta parte de la Amazonia boliviana; que la haya forzado pisando el acelerador por razones electorales y con resultados sangrientos, es otra cosa. Los andinos se mueven por Pando desde antes de la Guerra del Acre incluso, y el Estado nunca lo supo o fingió no saberlo. Hay evidencia de que los Pacahuara —nación originaria de Pando ahora extinguida por obra y gracia del Estado Plurinacional— masticaban coca yungueña que atravesaba Ixiamas, según anotó el misionero franciscano Nicolás Armentia en sus crónicas de viaje de 1884. Se entiende entonces por qué el apellido Mamani es uno de los más antiguos y frecuentes en el registro cívico de Pando, junto con los Alencar, los Ferreira y los Aguada. Familias de origen japonés, sirio o nordestino, de las primeras migraciones al Acre a fines del siglo XIX, se emparentan cada día con familias de habla quechua y aymara, hoy las más prósperas de la ciudad. Es común ver matrimonios fusionando apellidos como Kurakami y Shimokawa con Quispe y Condori; Azad con Choque o Becerra con Colque.
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Aquella vez que busqué a Carmela, Silvia Antelo Aguilar tomaba las fotos para nuestra edición impresa. Mientras conversaba con Carmela, su hija mayor, Lissett, una joven muy educada, se encargaba de atender a los clientes. En el ambiente flotaban aún los recuerdos tristes de la masacre de Porvenir (2008) Los ojos de Carmela hablaban por ella; sentía miedo pero al mismo tiempo estaba decidida a no ceder. “A mi gremio no le interesa quién gobierne” —me dijo a modo de advertencia—. “Sólo queremos vivir en paz, y si tenemos que apoyar a quienes nos ayudarán a construir esta ciudad sin dividirnos ni llevarnos a la ruina, lo vamos a hacer”.
Era Secretaria Ejecutiva de la Federación Departamental de Trabajadores Gremiales, Comerciantes Minoristas, Artesanos, Vivanderos y Gastronómicos de Pando, que aglutina 25 asociaciones con más de 1.500 trabajadores por cuenta propia. Recuerdo que en aquella entrevista ella se puso un escudo muy inteligente, hablando exclusivamente de sus preocupaciones gremiales: la necesidad de mejorar las condiciones sanitarias del principal mercado en la ciudad, los conflictos con el Senasag que obstaculizaba la internación de lácteos producidos en Brasil, los problemas con la Aduana en la Zona Franca, etcétera. Pedirle que hablara de Evo, si se sentía contenta o no con el “proceso de cambio”, estaba demás.
Cuando me invitaron a escribir este texto, pensé inmediatamente en Carmela Apaza y la llamé sin vacilar. Lo que hablamos confirmó mis sospechas que se remontan al pleistoceno tardío y corroboró el por qué los amazónicos Pacahuara masticaban coca de Yungas, que los andinos aymaras exportaban por la ruta de Ixiamas.
Adaptación climática de las polleras
En las elecciones municipales de 2015 fue invitada como candidata a primera concejal por el Frente Para la Victoria (FPV). Logró una cuantiosa votación. Además de los gremialistas, votaron por Carmela sus centenares de clientes, especialmente amas de casa, que se abastecen diariamente en su puesto del Mercado Abasto. La eligieron Presidenta del Concejo Municipal. Primera vez en la historia amazónica de Bolivia que una mujer de pollera juraba como máxima autoridad en el órgano deliberante de esta ciudad acreana. Ella, que había llegado a Cobija 20 años atrás cargando verduras en un camión que llegaba desde El Alto en pos del paraíso perdido bajo la pobreza marginal, estaba en la cima del poder político local, aquí, lejos.
Para el acto de su posesión, se presentó luciendo un traje de chola paceña- andaluz-amazónica radiante.
En los comicios subnacionales del pasado 7 de marzo fue reelegida como concejal triplicando su votación del 2015, mediante una alianza de la oposición anti-evista. Llegó a la posesión vistiendo una mantilla blanca de tela muy delgada como la seda, con encajes y flecos finamente bordados, una pollera larga y liviana color dorado y bisutería que resaltaba el señorío de aquel típico sombrero de copa tipo Borsalino. Una fusión perfecta y refrigerante, a 32 grados bajo el sol de Pando.
“Soy muy respetuosa de las solemnidades, no sólo en los actos del Concejo Municipal sino en los desfiles de todas las efemérides procuro, como representante del pueblo, ponerme ropa de gala como corresponde”—explica—. “Me cuesta hacer costurar esos trajes porque hay que adecuarlos al clima del Oriente, con más seda, con estampados más floridos a tono con el paisaje amazónico. Mi hija se encarga de escoger los diseños buscando algunos modelos en internet y los manda por Whatsaap a una pollerera que nos hace la costura en La Paz…”.
En algunos desfiles se la ve prescindiendo de la mantilla. “A veces es suficiente una blusa de seda que haga juego con la pollera, el calor es terrible acá para las mujeres paceñas que usan mantas de lana en este clima, peor de día”.
Para el desfile del próximo 24 de septiembre, en el aniversario de la fundación de Pando, asesorada por sus hijas, ordenó a la costurera de La Paz un vestuario más liviano aún que los de seda. “Tanto la blusa como la pollera y el centro serán de gasa, sin mantilla”, anuncia.
Cuando terminan la fiesta y los desfiles, o las sesiones de honor, Carmela retorna a su modesta casa del barrio Manantial y vuelve a ser ella, una madre abnegada con un marido que murió de diabetes, priorizando la educación superior de sus dos hijas —Marina Lissett, maestra de escuela, y Sandra Carolina, que estudia arquitectura—. Ha sabido separar la esfera pública de la privada, marcando con rigor esa delgada línea. “En mi casa no hay empleada doméstica, cocinamos juntas y lavamos los platos juntas, llevamos una vida normal y simple, me olvido que soy concejala”. Todo en su lugar y en su hora. “Eso sí, soy estricta en la puntualidad sea donde sea. Casi siempre soy la primera en llegar a cualquier reunión, esperando la llegada de los demás”.
Saber administrar sus horarios con un sentido estratégico definió su modo de ver la vida. “Como las sesiones en el Concejo son en la tarde” —explica—, “yo sigo atendiendo mi puesto en el mercado todas las mañanas, me levanto temprano para abrir mi establecimiento, y cuando voy al Concejo se queda a cargo de la tienda mi hija mayor, que es como mi socia”.
Nadie de su familia ocupa cargos públicos, mucho menos en el municipio. Cuando estalló la pandemia y el Concejo entró en cuarentena, Carmela destinó su dieta para financiar medicinas y alimentos para niños y familias vulnerables. “Yo no pienso hacer mi vida dependiendo del erario público, me gano la vida vendiendo comestibles y así moriré, no tengo cara para cobrar cuando el Concejo no trabaja, por eso decidí destinar mi dieta para ayudar a mitigar los efectos del coronavirus”. Ganó una autoridad moral que le permite fiscalizar combatiendo sin ambages nepotismos y usos indebidos de bienes públicos, males endémicos en la sociedad política pandina. “¡Tóxica!”, le gritó alguien desde el nepotismo y la corrupción, buscando intimidarla.
“Como las sesiones en el Concejo son en la tarde” —explica—, “yo sigo atendiendo mi puesto en el mercado todas las mañanas, me levanto temprano para abrir mi establecimiento, y cuando voy al Concejo se queda a cargo de la tienda mi hija mayor, que es como mi socia”.
Carmela, sus tres amigas y un camión Volvo
Carmela Apaza afirma que llegó a Pando por primera vez a mediados de los años noventa, durante el gobierno de Sánchez de Lozada: “Éramos cuatro amigas que vendíamos verduras en el mercado El Tejar, que está en la zona del Cementerio, en La Paz; sacamos un microcrédito del Banco Sol. Una de ellas, que era dueña de un camión Volvo, nos convenció para invertir ese dinero llevando mercadería a Cobija. Entonces cargamos papa, cebolla y tomate que comprábamos en Caranavi, y de la embotelladora La Cascada llevábamos también Pet Cola”.
Se llamaban Eulogia, Nieves y María; “Eulogia era la dueña del Volvo”. De las cuatro, sólo Carmela se quedó a vivir en Cobija: “Yo dejaba la mercadería a crédito y tenía que volver para cobrar; yendo y viniendo, al final decidí quedarme y a ellas nunca más las volví a ver”.
Pero, ¿acaso Eulogia, Nieves y María no dejaban la mercadería a crédito igual que ella? ¿Por qué esa diferencia en el modo de vender dentro un mismo grupo? La respuesta de Carmela no sólo esclareció esa interrogante, también reveló la clave que, en la ruta al Edén, marcó su destino como futura munícipe de Cobija vistiendo polleras de seda:
“Lo que pasaba era que cuando cargaban el camión, mi mercadería quedaba en la parte baja de la carrocería, la de ellas, ponían al final, en la parte de arriba, y podían vender en todos los pueblos donde se hacía paradas antes de llegar a Cobija. Ellas tenían sus ayudantes varones, el marido de la Eulogia era el chofer del camión y entonces les era fácil descargar las verduras y refrescos en cada pueblo. A mí me acompañaba mi hijita que apenas era una niña y sólo me quedaba esperar nuestra llegada a Cobija para vender todo lo mío, y tenía que hacerlo a crédito porque era mucho. Cuando llegábamos a Cobija, ellas ya habían vendido gran parte de su mercadería en el camino, en los pontones, en tienditas sobre la ruta. La primera parada era Heneshuaya, en el cruce de Riberalta, tenía pocos habitantes pero habían nomás compradores; luego estaba Peña Amarilla con más gente en las dos bandas sobre el rio Beni; después llegábamos al Sena donde ya había muchas tiendas; y donde más vendían mis amigas era en Puerto Rico; trabajaban casi todo el día repartiendo a los tenderos, yo les ayudaba porque ellas también me ayudaban cuando llegábamos a Cobija. En Porvenir las ventas eran menores, se dejaba en unas tiendas que abastecían a los castañeros en los días de zafra, y al llegar a Cobija ellas ya habían vendido buena parte, les quedaba muy poco; entonces me tocaba cubrir este mercado casi en su totalidad, yo abastecía a todas las tiendas que están sobre la avenida 9 de Febrero, y muchos tenderos me pedían que les deje a crédito; tenía que vender rápido porque el camión debía volver a La Paz para recoger más mercadería”.
Funcionando como un puesto ambulante, el Volvo de Eulogia parqueaba en la avenida que se conecta con el Puente Internacional para ingresar al lado brasileño. Al llegar la noche, no había otro hospedaje que el camión mismo.
Recuerda: “Llegando a Cobija nos parábamos en la avenida Internacional, porque así estábamos más cerca a los compradores brasileños que venían desde Epitaciolandia. Mi niña y yo dormíamos bajo el camión, a la intemperie, porque era más fresquito. Mis amigas se quedaban en la cabina”.
Su “casero” más frecuente era un brasileño que se apodaba Careca. “Era un peloncito bien buena gente, me pagaba en reales muchas veces, ya falleció”.
Surgimiento del Mercado Abasto en un lote baldío
Al descubrir que los brasileños de la vecindad acreana eran importantes clientes, Carmela comenzó a balbucear palabras en portugués. “Para entender un idioma extranjero, tienes que hablarlo” —dice—. “Los brasileños se esfuerzan cuando vienen a Cobija, tratan de hablar español para entendernos, y lo mismo nosotros, tenemos que esforzarnos para hablar en portugués. Cuando nos dicen ‘fala para mim patricios’, nos están pidiendo que les atendamos; ‘troca-se dineiro’ es cuando quieren cambiar reales por bolivianos. Después están los saludos, que son muy fáciles: ‘bom día’, ‘boa tarde’, ‘boa noite’, y ‘obrigado’, que es gracias…”.
Y el aymara, ¿con qué frecuencia y en qué espacios hablan sus paisanas que están en Cobija?, pregunto. Entonces Carmela se sincera: “Con mucha preocupación puedo decir que veo a los cochabambinos siempre hablando en quechua, en cualquier lugar, pero el que viene de La Paz, me incluyo, casi nunca habla en aymara, poco o nada se escucha hablar el aymara donde ellos van, no escucho. Y si nadie me habla en aymara, tampoco lo hago yo”.
En 1996, el alcalde Samir Makaren prohibió el asentamiento de las vendedoras en las aceras de la avenida Internacional que las conectaba, a pocos pasos, con Brasil. Las desalojó trasladándolas unas diez cuadras más hacia el centro de Cobija, a un lote baldío que había sido abandonado por la empresa petrolera Peti Ray. Ahí surgió el actual Mercado Abasto.
“Mediante una Ordenanza Municipal” —narra—, “nos prohibieron utilizar el paso fronterizo de la avenida Internacional y la Intendencia nos trasladó a ese callejón que era prácticamente un basural. Nos instalamos armando unos toldos de hule azul; éramos al principio unas diez familias. Ahí mismo dormíamos. Nos organizamos y conseguimos regularizar esos terrenos para construir las casetas que ahora ocupamos; son de material…”. En la jerga cobijeña y popular, “material” es un sinónimo de ladrillo, cemento, teja y calamina para la construcción de viviendas, en contraposición a las casas y barracas hechas de madera y palmeras.
“Con mucha preocupación puedo decir que veo a los cochabambinos siempre hablando en quechua, en cualquier lugar, pero el que viene de La Paz, me incluyo, casi nunca habla en aymara, poco o nada se escucha hablar el aymara donde ellos van, no escucho. Y si nadie me habla en aymara, tampoco lo hago yo”.
Signo de la modernización urbana en Cobija, como efecto de la migración andina en las tres décadas recientes, es la profusión de casas, edificios públicos y privados construidos con “material”. Las construcciones de madera están confinadas a las zonas suburbanas y rurales; pero aún predominan como patrimonio arquitectónico en ciudades acreanas vecinas como Brasiléia, Xapurí, Quinarí e incluso Río Branco.
El impacto andino en Cobija es sobre todo poblacional. Según la concejal Apaza, “cuando se haga el nuevo Censo se va a confirmar lo que vemos todos los días: la gente que hemos llegado del interior somos el 70% de la población pandina, es un crecimiento de generación en generación. Yo tengo dos nietos, que aunque llevan sangre paceña son cobijeños natos, ese es el ritmo del nuestro crecimiento poblacional”.
Cuando ella llegó a Cobija a mediados de los 90’, la ciudad tenía 15.000 habitantes. El censo de 2012 arrojó poco más de 46.000 y hoy se estima una población de bordea los 100.000 habitantes, 70% de ellos son andinos si nos guiamos por la estimación pragmática de Carmela. Ergo, después de El Alto, Cobija sería la segunda ciudad con mayor crecimiento poblacional en Bolivia. El Censo dará una palabra final.