El anagrama de la palabra Alemania sirve para nombrar mucho más que la memoria de una amistad entrañable. Por ejemplo, nos recuerda a ese cura alemán de apellido Obermaier difícil de olvidar.
Ilustración de Kevin Valle
—“Debemos cancelar las citas con la embajada alemana”.
El 31 de agosto, 2020, un grupo de cerca de 20 jóvenes debíamos partir rumbo a Alemania. El viaje de un año para un voluntariado social en el país germano fue, por ahora, postergado. El encuentro del viejo y el nuevo mundo a ojos de la veintena juvenil, al menos por ahora (repito), se ve lejano.
Pero ¿cómo un boliviano, paceño de nacimiento, alteño de residencia y aymara de alma y corazón, llega a interesarse por Alemania? Mi primer acercamiento con el país de Nietzsche, Kant, Einstein, Goethe y Lutero, entre otros, seguro fueron los libros. Pero el primer contacto real con un alemán fue en la primera infancia, en la primera misa de mi vida, en el primer barrio que realmente conocí en El Alto: la Villa Adela del reverendo alemán Sebastián Obermaier.
“¡Tranquilícense, tranquilícense, tranquilícense!”, gritaba el bávaro con su dejo alemán a los estudiantes bulliciosos de diferentes cursos de los colegios cercanos a la villa. En cada misa, los profesores de religión, por idea y mandato del Padre, te daban una ficha de asistencia. Con 30 de éstas, te ganabas una excursión a Achocalla u otro destino cercano.
Además, el párroco era conocido por bañar -literalmente- a sus fieles con baldadas de agua bendita. Una vara, al estilo trapeador, era su herramienta para llevar más lejos la bendición. Uno de sus monaguillos corría con la recarga de agua para llenar el balde que Obermaier tenía en la mano.
El primer contacto real con un alemán fue en la primera infancia, en la primera misa de mi vida, en el primer barrio que realmente conocí en El Alto: la Villa Adela del reverendo alemán Sebastián Obermaier.
Tantos domingos fui a esa misa para ver a los amigos del colegio, para reunir fichas, para encontrarme con aquella chica que habitaba en mi mente. Son buenos los recuerdos.
Luego, al iniciar mi carrera de músico, con un par de amigos tocamos las canciones de la iglesia para Obermaier. Era una prueba de vida o muerte: si alguien desafinaba o tocaba mal, inmediatamente el cura nos mandaba a callar. ¡Era un
personaje, Obermaier!
Lo recuerdo por las grandes obras e intentos por mejorar la vida de los alteños de las décadas del 80, 90 y 2000, hasta su fallecimiento en 2016. Dejó un canal de televisión, un hogar transitorio para niños huérfanos, un asilo de ancianos, un centro juvenil, la campaña por la sonrisa del niño alteño y más.
¡Pero los alemanes siguieron llegando a la ciudad aymara más alta del mundo!
Al terminar el colegio, me uní al Centro Cultural Ayllu K’alaqaya, nido de músicos, pintores, actores, bailarines, artistas en general y ramas afines. Ahí, con la colaboración de una institución alemana, recibimos a la primera voluntaria de ese país: la Lea Kesller.
La Lea manía, el anagrama de Alemania, es la explicación más simple de ella. Hoy, seis años después de su visita a Bolivia en 2014, los amigos del centro cultural aún la recuerdan: activa, divertida, buena cuata… Ella comenzó esa manía del K’alaqaya de unir Bolivia y Alemania.
La Lea organizó las fiestas alemanobolivianas en El Alto: Bad Taste Party (la fiesta del más ‘ñojo’, del más feo). Ella compartió platillos alemanes y otras actividades que nos acercaron a su patria. El contacto con mi amiga alemana se mantiene intacto. Hace unos días llamó para ver que nadie se haya enfermado por el coronavirus, por ejemplo.
La Lea manía también consistió en presentarnos a sus amigos y amigas alemanas, estas últimas fueron recibidas con más entusiasmo por nosotros los musiqueros del K’alaqaya. Y la música no faltó, como tampoco el baile ni los amores y desamores fugaces. Ahí conocimos y entablamos una relación diplomática con los cuates germanos: la Catherine (hoy estudiante para profesora de español en su país), la Alina, el Anton (gran amante de la política boliviana), la Marit (ay, la Marit —suspiro—), el Niklas, la Concha (así se llamaba), el Philipp (hoy casado con una hermosa boliviana) y varios, varios otros.
En algún momento, la embajada de Alemania en Bolivia se trasladó a El Alto, al Centro Cultural Ayllu K’alaqaya. Y pues, les enseñamos a challar, a pijchar coca, a bailar cumbia, cueca, morenada…, a ser bolivianos. Ellos nos hablaron de la puntualidad alemana, de las grandes ciudades, de las diferencias que veían al llegar a Latinoamérica, nos enseñaron palabras en alemán y nos animaron a conocer su país.
Así se consolidó la diplomacia ciudadana entre Bolivia y Alemania. Pero faltaba tener la otra parte; era necesario que el boliviano visite las tierras germanas. El 31 de agosto debió consolidarse la otra parte de este relato, pero lamentablemente aún no existe fecha para la emisión de visas a latinoamericanos.
Siempre existen formas, es cierto.
Hace unos días conocí el Río Rin, caminé por la orilla y vi el sol cayendo en el horizonte de Köln. Claro, fue a través de una videollamada con mi amigo Anton Flaig, mientras discutíamos sobre la política boliviana.
También me mostró el paisaje de la ciudad desde el décimo piso de su habitación de estudiante de la Universität zu Köln. También conocí un poco de las calles de Mainz, en otra videollamada con mi amiga Lea. Una llamada que duró un par de horas recordando las anécdotas en Bolivia e imaginando las que se darán en la visita a Alemania. “Ich heiße Luis, komme aus bolivien und bin achtundzwanzig Jahre alt”, balbuceé mi aprendizaje. El idioma alemán es grave.
Además, en la videollamada con mi amiga Lea quedamos en pasar Navidad en Alemania y en que me presentaría a sus amigas alemanas solteras: una promesa que espero se cumpla. Tal vez no esta Navidad (esperemos que sí), pero puede ser la siguiente, en 2021. Pues, si la vida y los dioses lo permiten aún nos quedan muchas Navidades, ¿no ve?
Que así sea. Al final, el vínculo entre Alemania y Bolivia seguirá intacto por la Lea manía, el Obermaier, los otros cuates germanos y el primer viaje (que aún nos espera).