Un diálogo de los años 70, con visos de psicología, sobre un torturador y su víctima en tiempos de dictadura militar. ¿Para qué ocuparse ya a estas alturas de la vida? No, no se vaya a pensar mal, sólo hay que saber mirar: el futuro está servido.
Testigos, que no voyeristas. Pasajeros con rumbo al pasado, pero impulsados, virtud de las leyes de la asociación activadas desde la escena, hacia un futuro pluscuamperfecto.
Arfuy Teatro patea el tablero y, contra lo que podría esperarse luego de la performática “Dodecalogía de la destrucción” de 2019, se decanta por un texto teatral que no puede ser más convencional: “Pedro y el Capitán”, de Mario Benedetti. Un diálogo de los años 70, con visos de psicología, sobre un torturador y su víctima en tiempos de dictadura militar.
Pero no se vaya a pensar mal: el sello Arfuy late intensamente, de manera que ahí está el texto, con sus cuatro actos íntegros, palabra por palabra; pero en formas tales que galopan sobre el caprichoso artículo no binario -¿este lenguaje les suena familiar?- del título: “Pedro y Le Capitán”. Un Capitán –Winner Zeballos– de llamativa melena teñida de rubio.
Teatro, puro teatro
La obra no comienza cuando los artistas se ponen a actuar, sino antes. Viejo sueño de viejos teatristas convencidos de que algo hay que hacer para aprovechar más y mejor la predisposición del espectador a dejarse llevar a la dimensión que un título promete.
Zeballos, director y actor, en confabulación con el productor y también actor Guillermo Sainz, ha dispuesto que el dueño del boleto no sepa de antemano dónde se producirá el hecho. WhatsApp es el medio de contacto. Se queda en un lugar y hora de reunión, se describe al contacto (Sainz) ante el que se debe recitar una contraseña. Y se emprende, en pequeños grupos, una corta caminata.
Todo, por ejemplo los transeúntes ajenos a la aventura, o el letrero de Ministerio de Autonomías en el edificio donde está el lugar de destino (para las presentaciones en Sopocachi) o la joven abriendo con sigilo la puerta para dejarnos pasar, todo es ya la obra.
Pero, una vez más, no se vaya a pensar mal. Los espectadores recuperarán su papel y, sentados en la oficina en torno al escritorio en el que interactuarán los protagonistas de la obra, sabrán que están en el teatro, que viven una ficción y que en ésta bien puede colgar el retrato del dictador Hugo Banzer Suárez, pero tener a un Pedro –el joven revolucionario interrogado y torturado, rol encomendado a Andrés Mariño– que aparece no con una venda, sino con gafas 3D de realidad virtual.
Sobre los sueños de una sociedad más justa, sobre la lucha contra el abuso de poder, sobre lealtad y superioridad moral. De todo esto que preocupó a Benedetti habla Arfuy Teatro. Existe la posibilidad de que la materialización de ese poder en la foto de Banzer sea leída como el pasado, ¿para qué ocuparse ya a estas alturas de la vida? Sin embargo, el grupo lanza una provocación eficaz porque apuesta a la teatralización, poderoso aparataje de vuelo multidimensional. Le Capitán, rubio hasta las cejas, con asistente tecnológico sensible a su voz, con su oficinita sin barrotes (lejos del imaginario del centro de tortura), hace de Banzer un símbolo del poder dictatorial: él es un tótem –le tótem de la tribu llamada Bolivia. El futuro está servido.