En el Estadio Nacional de Chile había un “disco negro”. Si un preso político atrapado durante el golpe de Estado de Augusto Pinochet contra el gobierno socialista de Salvador Allende era llevado ahí, no volvía más. ¿Cómo (sobre)vivieron los presos políticos ese septiembre de 1973 si más de cuarenta personas fueron asesinadas aquellos días?
NdE. Entre el 12 y el 13 de septiembre de 1973, tras del golpe de Estado del general Augusto Pinochet en Chile, el 11 de septiembre, “se habilitó el Estadio Nacional, que fue en definitiva el centro de detención más grande que existió en esta región, llegando a tener unos 7.000 detenidos al día 22 de septiembre, según estimación de la Cruz Roja Internacional. De ese número, la misma fuente estima que entre 200 a 300 eran extranjeros de diversas nacionalidades. Este lugar estaba al mando de un oficial de Ejército, y hasta allí fueron trasladadas personas provenientes de todos los lugares de Santiago, detenidas en circunstancias y con características muy diversas”. Según datos oficiales, 41 personas fueron asesinadas durante las ocho semanas que se usó el Estadio Nacional como el primer campo de concentración de la dictadura.
“Los detenidos en el Estadio Nacional dormían en los camarines y en el salón de la torre, lugares que carecían de camas, con excepción de las dependencias habilitadas para mujeres, que disponían de colchonetas. Algunos organismos internacionales humanitarios, posteriormente donaron frazadas, las que en todo caso fueron manifiestamente insuficientes para el alto número de personas privadas de libertad en ese lugar. Los detenidos permanecían en un régimen de incomunicación, por cuanto no estaban autorizadas las visitas de familiares o abogados, y en general de personas provenientes del exterior. A las familias de los prisioneros, sólo se les permitía llevarles vestuario y alimentación”. http://memoriaviva.com/nuevaweb/centros-de-detencion/metropolitana/estadio-nacional/
Esta crónica es el testimonio de un ciudadano boliviano detenido en “las entrañas del monstruo pinochetista”, ese septiembre de 1973.
El misterioso disco negro.
Testimonio de un preso político boliviano en el Estadio Nacional de Chile, 1973
En memoria de Antonio Moreno V.
Eran las 4 de la tarde de aquel 14 de septiembre de 1973, en Santiago de Chile. Antonio (1), René y yo estábamos estudiando un mapa de Chile para ver los posibles pasos por la cordillera de los Andes que pudieran permitirnos llegar a la Argentina. De pronto, golpearon la puerta y la forzaron para entrar de inmediato. Un oficial de carabineros dirigía la tropa. Nos pusieron contra la pared y comenzaron, sin mayor explicación, a requisar la vivienda ubicada en la calle Eyzaguirre y Serrano 866, segundo piso. Además de nosotros, en el departamento se encontraba Emma, esposa de Antonio, con su hija de dos años y otro de un año.
Tres días antes, el 11 de septiembre, se había producido el sangriento golpe de Estado del general Augusto Pinochet contra el gobierno de la Unidad Popular dirigido por Salvador Allende. Ese día que, en mi familia, en La Paz, podría haber sido un día de alegría por ser el cumpleaños de mi madre, se convirtió en un día de llanto y preocupación por la incertidumbre que dicho golpe despertaba y por las noticias que llegaban desde Chile.
Nos miramos aterrados y no tuvimos tiempo de nada, salvo de ocultar el mapa entre unas ropas lavadas. En mi dormitorio encontraron un par de folletos del MIR boliviano que no tuve tiempo de ocultar y, para suerte nuestra, no encontraron las balas que se encontraban entre unos adornos y juguetes de los niños. En fracción de segundos había que ordenar la mente y prepararse para lo que se venía.
Además de las cuatro personas adultas que nos encontrábamos en ese momento en el departamento (Antonio, Emma, René y yo), todos bolivianos con diferentes antecedentes políticos, refugiados en Chile como efecto de la dictadura de Banzer que desde hacía dos años imperaba en Bolivia, también vivían Alexandra, mi compañera, y Elsa, su mamá, quienes habían salido juntas unas horas antes a conseguir algunos alimentos y a enterarse de la situación de algunos amigos.
Sin mayores explicaciones, nos ordenaron salir del departamento en fila, con las manos en la nuca y mirando el piso. Mientras bajaba las gradas iba viendo las botas del fuerte contingente policial en cada uno de los peldaños de las gradas, hasta la calle, e iba pensando en las posibles respuestas a dar sobre las posibles preguntas que nos harían en el interrogatorio. Alexandra, que estaba llegando a la casa, se quedó en la esquina a ver lo que estaba sucediendo en el edificio donde vivíamos, sin imaginarse que era en nuestro departamento donde sucedía todo. Afuera nos esperaba un bus de la Policía, nos hicieron subir a golpe de culatazos y nos ordenaron echarnos en el piso con la boca abajo. Algunos policías caminaron sobre nuestras espaldas y, en ese proceso, uno de ellos vio dos anillos de oro en mis dedos y los extrajo sin mayor explicación que el ejercicio de poder que en ese momento ejercía.
La situación no era nada halagüeña, pero la tranquilidad primaba y no era prudente mostrar miedo ni preocupación aunque los antecedentes eran preocupantes. Desde el día del golpe se sabía de miles de detenciones en todo el país. Los bandos militares conminaban a los extranjeros, cualquiera fuese su situación legal, a presentarse en las comisarías más cercanas; y a los chilenos, a denunciar la presencia de extranjeros que, por ese sólo hecho, eran considerados extremistas peligrosos. Para esa fecha ya teníamos conocimiento de que el boliviano Chichi Rios Dalenz, alto dirigente del MIR boliviano, había sido fusilado en el Estadio Chile el 12 de septiembre. Las tres noches que siguieron al golpe se escucharon ráfagas en diferentes momentos y, al día siguiente, se encontraron los cadáveres de gente en las calles o en el río Mapocho.
Para esa fecha ya teníamos conocimiento de que el boliviano Chichi Ríos Dalenz, alto dirigente del MIR boliviano, había sido fusilado en el Estadio Chile el 12 de septiembre.
No se tardó mucho en llegar a la comisaría, pero era difícil reconocer la zona en que se encontraba. El registro fue individual y nos quitaron los efectos personales además de cinturones, cordones de calzado, pañuelos, etc. No se vio ningún documento de acusación o denuncia y, a punta de golpes, nos introdujeron en una celda donde ya había una veintena de detenidos, todos varones. En algún momento llegó el rumor de que éramos el trío que fue detenido por denuncia de la tendera de la esquina, acatando el bando militar.
En esas circunstancias lo primero que surge es la desconfianza. ¿Quiénes eran esos detenidos? Algunos parecían extranjeros y otros chilenos. ¿Cuántos de ellos podrían ser agentes infiltrados? Incertidumbre total. Con Antonio procuramos estar juntos y tomamos cierta distancia de René, no por falta de solidaridad sino porque era mejor, ante la represión, no tener que explicar muchas relaciones, mucho más si estas eran peligrosas. René era un alto dirigente del Partido Comunista Marxista Leninista y además dirigente nacional de los maestros, que había escapado a Chile. La tarde que nos detuvieron él había salido del refugio donde se encontraba y estaba de visita en casa, esperando a la señora Elsa para conversar sobre la situación. Además de esos datos, yo no tenía mayor información o conocimiento sobre sus actividades.
Y allí estábamos los tres.
Los detenidos siguieron llegando a la comisaría durante el resto de la noche. Muchos extranjeros fueron introducidos en nuestra celda y, en un espacio de 3 por 3 metros, resultamos apiñadas unas cincuenta personas, todas paradas, mirándonos con desconfianza y siendo testigos del castigo al que sometían a los jóvenes chilenos que tampoco dejaban de llegar. En el patio de la comisaría había una pirámide enorme de fuego hecha con libros, folletos y documentos que hallaban los policías en las requisas que hacían a los domicilios de los detenidos. A media noche llegó un grupo de jóvenes con mandiles blancos, supusimos que eran estudiantes de medicina; les ordenaron desvestirse y, a golpe de culatazos los obligaban a saltar sobre las llamas, gritando “el que no salta es momio”. Esa escena se repitió el resto de la noche con los nuevos presos que llegaban.
En la madrugada, cuando gran parte dormitaba de parado, logramos ponernos de cuclillas con Antonio y articular algunos criterios para cuando se dieran los interrogatorios. Lo importante era mostrar el menor relacionamiento posible, decir que yo solo era un estudiante (mi inscripción en la Universidad Técnica estaba en proceso), que estaba de visita en el departamento de Alexandra y que vivía en un alojamiento. En cuanto a nuestras militancias políticas, negar hasta donde sea posible. Antonio era miembro de la dirección nacional del Partido Obrero Revolucionario (POR-Gonzales) relacionada a la Cuarta Internacional trotskista. Yo era militante del Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR) de Bolivia y había llegado a Chile de escapada de Bolivia luego de estar cierto tiempo clandestino en mi país, ya que habían agotado las posibilidades de continuar relacionando a grupos legales con los dirigentes clandestinos del MIR en la estructura correspondiente a la Línea Organizativa Funcional (LOF Especial). Por lo anterior, nuestra relación era de “conocidos”, sin mayor intimidad.
No habíamos dormido casi nada cuando ordenaron salir de la celda; sin ningún registro de control de identidad, nos introdujeron, a golpes, a un bus de la Policía. Considerados como ganado, nos obligaron a tendernos en el piso del bus con las manos en la nuca, en algunos casos unos sobre otros. Dimos vueltas por la ciudad y en varias paradas recogían más prisioneros, en gran parte extranjeros.
- Si sales librado de esto, te ruego decirles a mis padres que los quiero mucho, y que me perdonen por el dolor que pude haberles causado, -le dije a Antonio que estaba parado a mi lado. De repente, en una de esas paradas nos hicieron bajar del bus, nos pusieron en fila y al frente de nosotros un pelotón de policías, con fusiles al hombro.
- Si tú sales librado de esto, te ruego cuidar a mis hijos. -me dijo Antonio en voz baja. Estábamos en un descampado amplio, parecía en las afueras de la ciudad ya que habíamos viajado cierto tiempo.
Nadie sabía dónde estábamos, quiénes éramos y, por tanto, podíamos ser presa fácil de una lista de desaparecidos que nunca y nadie hubiera podido explicar. Esperamos mirando de frente al pelotón que disparó sobre nuestras cabezas. En esas circunstancias afloran diferentes reacciones. Varios lagrimeaban, otros frotaban sus manos en signo de preocupación, un par de ellos no lograron controlarse y comenzaron a gritar pidiendo clemencia y fueron callados a culatazos. Se generó un ambiente de caos y miedo. Antonio y yo mantuvimos la calma y ahí aprendí lo que después -y hasta ahora- aplico que, en circunstancias extremas, lo importante es mantener la calma. Esa misma actitud serviría semanas después, cuando me interrogaron una y otra vez. Particularmente, una noche, serían las 3 de la madrugada cuando empezamos a sentir un extraño ruido que venía del piso y las paredes vibraban. El camerino quedaba bajo las graderías del Estadio Nacional y se generó un clima de ansiedad mientras mirábamos el techo, esperando que no se cayera sobre nosotros. Era un temblor y muchos no pudieron controlar el pánico. Varios se agolparon en la puerta a pedir a gritos que nos sacaran. Se escuchaba correr a la tropa de policías y, un momento después, varios disparos que obligaron a tranquilizarse y a esperar resignados a que pase el temblor. Mi actitud fue, nuevamente, de tranquilidad. Me aproximé a la pared, lo más cercano a un dintel y me puse en lenta espera a que pase el peligro.
Esperamos mirando de frente al pelotón que disparó sobre nuestras cabezas. En esas circunstancias afloran diferentes reacciones. Varios lagrimeaban, otros frotaban sus manos en signo de preocupación, un par de ellos no lograron controlarse y comenzaron a gritar pidiendo clemencia y fueron callados a culatazos
¿Era una guerra psicológica? ¿Buscaban asustarnos para que saliéramos corriendo y aplicarnos la “ley de fuga”? Nunca comprendí por qué el pelotón de fusilamiento disparó al aire.
Ordenaron el retorno al bus para dar otras vueltas y volver a la ciudad. Cuando nos dieron la orden de bajar, vi al frente el monstruo que me temía y que muchos cuchicheaban que allí íbamos: el frontis del Estadio Nacional.
Nos introdujeron con amenazas de muerte, a golpes de patada, puños y culatazos, por callejones de diferente extensión y luminosidad. Muchos llegamos agitados, sangrando, exhaustos, a un espacio apenas iluminado, con piso de tierra, bajo las graderías, y nos ordenaron mantenernos al trote, en nuestros mismos lugares. Así estuvimos un par de horas y luego nos metieron a un camerino, sin ningún control o verificación de identidad. Éramos tantos, en un espacio de unos 30 metros cuadrados, que en la noche dormíamos por turno, tendidos en el piso y cada tres horas cambiábamos con el que se encontraba de pie. Tres días estuvimos en esas condiciones, sin ninguna información sobre nuestra situación, sin comida y con un poco de agua que había en una pila del baño hediondo y taponeado.
Éramos tantos, en un espacio de unos 30 metros cuadrados, que en la noche dormíamos por turno, tendidos en el piso y cada tres horas cambiábamos con el que se encontraba de pie.
Periódicamente se escuchaban disparos, órdenes de diferente tipo, golpes, gritos de dolor, trotes y una voz en el parlante que decía un nombre y conminaba a presentarse en “el disco negro”. Muchos días después identificamos, desde las graderías, ese disco negro que se encontraba cerca de una esquina de la cancha. Ahí llegaban los nombrados y luego desaparecían… nadie sabía qué les sucedía, por qué no volvían a la celda. Se conjeturaba que los trasladaban a otras cárceles, los llevaban a interrogatorios o los hacían desaparecer. Por las noches se escuchaban sobrevuelos de helicópteros y se rumoreaba que traían nuevos presos o que sacaban cadáveres. Un par de veces, nos hicieron formar fila fuera de los camerinos; venía una persona encapuchada rodeada de policías, (difícil saber si era un preso o un agente infiltrado), y se ponía a ver nuestros rostros, uno por uno, señalaba a algunos y se los llevaban con rumbo desconocido. Una ruleta rusa.
Muchos días después identificamos, desde las graderías, ese disco negro que se encontraba cerca de una esquina de la cancha. Ahí llegaban los nombrados y luego desaparecían…
Comerse las uñas de hambre y preocupación ya no era suficiente. Juntábamos restos de cigarrillos y los liábamos en un papel para poder fumar algo. No había ni fuerzas para conversar con Antonio y sólo restaba alentarnos y darnos coraje para resistir, hasta que el cuarto día nos ordenaron formar fila dentro de la celda; en la puerta colocaron una enorme olla y nos dieron una sopa aguada con algunas cebollas, zanahorias y fideos. Las situaciones críticas aguzan el ingenio y ello se demostró en esa oportunidad ya que nadie salía con su plato servido a comer fuera del camerino sino que daba media vuelta y permanecía adentro. En esa confusión muchos volvimos a hacer la fila y comer dos veces, algunos lo hicieron hasta tres. Desde el día siguiente, hasta el día que salimos, nos dieron un té en las mañanas y una comida en la tarde y, desde esa vez, yo no he pasado de los 60 kilos de peso.
Unos diez días habremos estado así, encerrados y rumiando la incertidumbre, recordando y afinando las repuestas para los interrogatorios, y gran parte en silencio porque no se tenía certeza de quién podía ser el que estaba al lado de uno. Había otros bolivianos, entre ellos, Simón Reyes, dirigente minero y de la Central Obrera Boliviana, el poeta beniano Duran Bojer que, con su máquina de escribir a mano, generaba momentos de tensión o risa dependiendo de sus ocurrencias. Pero a más de reconocernos como bolivianos, junto a muchos otros, no entablábamos mayor relación. Luego de esos días nos permitieron salir a las graderías un par de horas al día y lo que se veía era impresionante. Policías en todo el rededor, metralletas en algunas partes altas, grupos de presos en todas las graderías, algunos presos encapuchados y de cuclillas en el centro de la cancha, gritos, órdenes, trotes, disparos frecuentes y ese misterioso disco negro en la cancha.
En ese largo periodo de días interminables y noches insomnes, viviendo a mis 23 años en las entrañas del infierno de Pinochet, centré la atención en tres preocupaciones: reflexionar sobre mi compromiso político para ordenar ideas y encontrar algunas razones que expliquen lo que sucedía; retroceder a reacciones instintivas de ocupación y sobrevivencia como la de buscar, en algún rincón de los camerinos o graderías, cáscaras secas de naranja para regularizar el intestino (un preso había muerto por oclusión intestinal); y distraer las manos raspando con un clavo un trozo de madera como actividad artesanal y distractiva. Fue un periodo de desarrollo y madurez casi apresurada conmigo mismo y de exploración y conocimiento de las personas convivientes, aprendiendo a comunicar lo necesario, pero sin parecer hosco y perder relación con el resto. En esas situaciones salen a relucir las virtudes de solidaridad y compañerismo, pero también los egoísmos y desconfianzas propios de la necesidad de sobrevivencia.
Dos días antes de salir a las graderías, me llevaron al primer interrogatorio. Luego de recorrer varios pasillos, subir y bajar gradas, escuchando gritos y lamentos de dolor en el trayecto, llegamos a una sala amplia, con varios escritorios y muchos policías (de uniforme y de civil) esperando. Tanto en el piso de cemento como en algunas paredes, había manchas oscuras. El decoro inhibe dar detalles de ese episodio y la película Missing (Costa-Gavras, 1982) es muy ilustrativa en ese sentido. Salí exhausto, dolorido y ensangrentado, y cuando llegué al camerino pude interpretar mejor la situación. Los interrogadores querían direcciones, nombres y actividades de hechos que no tenían mayor relación conmigo. Por más golpes que me dieron, no podía responder lo que me pedían, y saqué la conclusión de que ellos no sabían a quién tenían en sus manos, no tenían mis antecedentes, ni siquiera sabían dónde me habían detenido, ni veían una relación con Antonio. Esto permitió esbozar algunas hipótesis. Al no contar con el registro de la comisaría donde me detuvieron, no tenían ninguna base para organizar un escenario conmigo, lo que me permitía ser un simple estudiante que vivía por mi cuenta desde hace sólo tres meses en Santiago y era víctima de errores y atropellos sin fundamento. Tres días después me llevaron a otro interrogatorio; yo llevaba preparadas las posibles respuestas para darlas sin dudar a fin de evitar los golpes. Se repitió el escenario y la hipótesis se confirmó, no tenían nada preciso y lo único que buscaban conmigo era guardar su “prestigio” de duros y abusivos. En esas circunstancias mi guerra estaba ganada y lo único que quedaba era esperar a que la presión internacional funcione, especialmente de la FIFA que exigía que el Estadio sea habilitado para las eliminatorias del mundial de 1974.
Mientras tanto, afuera nadie sabía dónde estábamos. Mi compañera en ese entonces y su mamá, recorrían diferentes instituciones averiguando si alguien sabía algo y dejando mis datos y sus direcciones para cualquier caso. Nadie sabía nada y para las autoridades chilenas o bolivianas, simplemente no existíamos.
A esas alturas, había perdido la cuenta de los días y fechas, sería a principios de octubre cuando una mañana ordenaron limpiar la celda, doblar las frazadas y salir, en fila, a las graderías. Todas las graderías estaban ocupadas como para un gran partido cuando vimos movimiento de gente en las gradas por donde salen los jugadores a la cancha; eran funcionarios de la Cruz Roja Internacional que habían inspeccionado, en nuestra ausencia, las condiciones “óptimas” en que vivíamos y ahora salían a verificar las condiciones físicas en que estábamos. Dieron una vuelta por la pista de atletismo y los reclamos que escuchaban eran desordenados y desesperados, a gritos. Más que nuestras condiciones físicas queríamos hacer notar nuestra existencia; gritábamos nombres, nacionalidad y, quienes teníamos preparado, para cualquier caso, lanzamos pedazos de papel arrugado, con nuestros nombres y nacionalidad. Uno de esos papeles pudo haber llegado a destino y ser leído, lo que permitiría asegurar nuestra sobrevivencia posterior. Así, unas semanas después se presentó gente del CIM, hoy Organización Internacional para Migraciones (OIM) y, por nacionalidades, nos reunieron para analizar las posibilidades de migración o de retorno a nuestros países. Para ese momento, ya tenía decisiones tomadas.
Entre tantos días vacíos, noches desveladas, golpes y vejaciones sufridos, era recurrente que la conciencia se preguntara si seguían firmes las convicciones o había que arriar banderas. Las vivencias eran mucho más fuertes que mi escasa edad y formación política. Mi padre, extrabajador y dirigente minero de la mina Siglo XX, sin militancia partidaria pero con mucha conciencia social, expresaba su opinión sin ninguna presión para que la adoptáramos; protestaba por lo sucia que era la política. Más allá de ello, mis propias vivencias fueron influyendo en mis decisiones. De niño, en Oruro había conocido la pobreza y limitaciones de nuestra vivienda sin luz ni alcantarillado. De adolescente, en La Paz, había sido testigo de manifestaciones y enfrentamientos diferentes. El año 1961, la aviación ametralló a los milicianos en el cerro Laikakota en La Paz, en alguna intentona de golpe militar, y nosotros sufrimos los efectos colaterales con balas en los techos o en los colchones que logramos colocar en las ventanas de la casa alquilada donde vivíamos. Además de nuestra familia, allí, en la planta baja, vivía la familia Arce que muchos años después sería visitada por el Che Guevara, y el hijo mayor de los Arce moriría después en la guerrilla de Teoponte junto a otros compañeros de estudio míos que se habían enrolado en esa aventura.
Había mucho por recordar y ordenar vivencias e ideas: el inicio de mi compromiso social y político: la reunión a las 5 de la madrugada, a principios del año 71, cuando me comprometí con el Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR), las experiencias de teatro contestatario, el primer viaje internacional a Chile y a la Isla, por tres meses, en agosto del 71, el trabajo de “topo” que realizaba en la resistencia a la dictadura de Banzer junto a la doble vida como estudiante, que era la imagen que tenían mi familia y mis amigos. La convicción estaba firme, la decisión de continuar se mantenía y ahora quedaba por ver las condiciones. Ahí es donde parecía poco prudente volver a La Paz, a pesar del dolor que eso podía significar para la familia. La decisión se iba perfilando. Se sabía, por comentarios de los nuevos presos que llegaban, que mucha gente estaba saliendo refugiada a Europa, así que cuando el CIM me consultó, solicité salir a Suiza, Francia o Suecia. A Suiza porque allí estaban las Naciones Unidas y podía hacer acción política de resistencia a nivel internacional y porque al estar al centro de Europa, facilitaba la movilización a diferentes países. Todo ello fue reflexión y decisión personal ya que no tenía (ni era posible) ninguna relación orgánica con el partido. No conocía a nadie en esos países, ni hablaba el idioma. Sólo había la convicción de hacer trabajo político desde la resistencia externa contra la dictadura de Banzer y de Pinochet y, de ser posible, ya en Suiza continuar los estudios. Las dos cosas se hicieron.
El 19 de octubre de 1973, el periódico El Diario de La Paz (2) publicó la lista de centenares de presos bolivianos y para fines de octubre del 73 comenzamos a ver una luz al final del túnel. Debió ser el 28 de octubre que llegaron funcionarios internacionales, nos hicieron formar y nos sacaron del Estadio con dirección a un antiguo convento conocido como el Refugio del Padre Hurtado. Hambrientos como estábamos, con el estómago fruncido, muchos dieron rienda suelta a su apetito a la primera que pudieron y el resultado fue una cadena de cólicos y malestares que duraron un par de días. Para entonces, nuestros familiares en La Paz, con esa característica gregaria de los bolivianos, habían formado una “Comisión para el retorno de residentes en Chile” y una delegación se encontraba en camino para posibilitar la repatriación.
No fue difícil organizarnos en el refugio. En la recepción de visitas, donde estuve asignado en dos oportunidades, se viabilizaron matrimonios “por poder” de parejas, no sé si reales o ficticias, que buscaban salir del país. Ahí retomé contacto con mi compañera y su mamá y analizamos las posibilidades de salir a Suiza, junto a Antonio, su esposa y sus hijos. Paralelamente, había llegado la delegación de La Paz; traían cartas y para mí un pasaje de regreso al país. Larga fue la carta que escribí agradeciendo el apoyo de mis padres, expresando las razones de mi decisión y devolviendo el pasaje aéreo. Dura decisión, especialmente para ellos, pero necesaria para mis intereses. Luego de algunos días de preparativos abordamos el avión en calidad de expulsados de Chile para llegar como refugiados políticos a Altstätten (Suiza), pero esa es otra historia.
¿Te arrepientes?, preguntó mi nieta quien había motivado este largo relato. En pocos segundos desfilaron, nuevamente, por mi cabeza, esa cantidad de hechos y recuerdos que orientaron la respuesta negativamente. El balance de las decisiones tomadas era positivo y las consecuencias de ellas eran la familia que teníamos. Sus ojos brillaron de alegría y me dio un abrazo agradecida.