Un viajero del alma es así. Parte, y uno nunca sabe en qué rincón del mundo estará. Pero ¿vuelven los viajeros alguna vez? ¿Qué hacen mientras tanto sus amigos? ¿Y si ese viajero fuese un número en las estadísticas luctuosas del Covid-19?
Ilustración Mayra Paredes
—Por favor, recoge mis documentos de esta dirección. Te hablo luego.
Ese fue el escueto mensaje que llegó en abril a mi correo electrónico, después de un mes de cuarentena en el que no había tenido ninguna noticia de David. Con las justas, él había alcanzado a salir del país, como tantos otros estudiantes que decidieron retornar a sus hogares fuera de Bolivia al avecinarse las nubes negras de una pandemia desconocida y anunciada desde febrero a través de un marketing apocalíptico.
El mensaje no dejaba entrever ni problemas ni lo contrario. Así que no tuve problemas tampoco en llegar a esa casa de estudiantes extranjeros donde se combinaban acentos de Perú, Chile, España y Argentina, además de un portuñol alegre y de subidos decibeles con el que se comunicaban otros, precisamente uno de los que me hizo el favor de buscar por toda esa colmena al objetivo de mi visita.
Los objetos me fueron entregados por un estudiante aliviado de quitárselos de encima porque no sabía qué debía hacer con ellos, más aún teniendo un vuelo programado para repatriarse a España en unos días. Recibí un pasaporte, la pequeña mochila de viaje que David solía usar, una bolsa extra con ropa y los únicos zapatos que le conocía. ¿Pero es que había abordado algún vuelo estando desnudo, descalzo y sin pasaporte?
Empecé a elucubrar historias cuando ese “luego te hablo” se convirtió en un mes más de silencio, coincidente con el inicio de mayo, momento en que gran parte de Latinoamérica y Europa se hallaban encerradas y la gente, en su mayoría asustada y nerviosa a ambos lados del Atlántico, lloraba a los cada vez más abundantes muertos, suyos o ajenos.
David no era un estudiante típico. Había empezado a cursar medicina en una universidad de Cochabamba, y por un manojo de factores se había cambiado a la sede de La Paz.
Recibí un pasaporte, la pequeña mochila de viaje que David solía usar, una bolsa extra con ropa y los únicos zapatos que le conocía. ¿Pero es que había abordado algún vuelo estando desnudo, descalzo y sin pasaporte?
Destacaba por dos características muy peculiares. Una, medir casi dos metros de alto, y dos, prestidigitar su presencia casi simultánea en Bolivia y en su país adoptivo, Perú, siendo él español de nacimiento y de antepasados austriacos. El peculiar acento con el que hablaba era un desafío para el oído, tanto que a momentos parecía estar pronunciando un idioma inventado, aderezado para su diversión con palabras en alemán y, cuando algo le molestaba, murmurar vaya a saberse qué improperios en árabe. Había viajado mucho y como el sur del mundo ejerce en muchos habitantes del norte cierto magnetismo, aquí andaba desde hacía 4 o 5 años, donde además le pareció buena idea añadir una profesión más a su variado currículo.
También hay que mencionar que David aparecía y desaparecía; lo primero a veces solo por horas, lo segundo por varias semanas, pero aun así, o gracias a ello, de manera natural, como naturalmente se desliza un balón por una pendiente, habíamos desarrollado una lenta y entrañable relación de cómplices, de amigos, de camaradas en las buenas y las malas. Por mi parte, había aprendido a confiar, y vaya que no fue fácil. Confiar es cerrar los ojos y empezar a andar con la soltura de quien sabe que todo va a salir bien.
—Puedes irte a la Luna, a Marte si quieres, si es que puedes, claro —le dije desafiante un día, mientras almorzábamos—. Siempre vas a regresar.
Con “regresar” me refería a que volvería a buscarme, asumiendo que yo no me movería de la ciudad en mucho tiempo. Estaba siendo presumida.
—¿Segura? —respondió, atrapando el desafío con su enorme guante de orgullo y mirándome mientras se llevaba el pan a la boca.
—Segura. Solo no sé cuándo y cómo volverás, pero de que vuelves, vuelves —sostuve con certeza. Miré mi sopa y pensé que era demasiada. Le daría la mitad a David, que estaba hambriento. Acababa de llegar a la ciudad y, aclarando que solo estaría hasta el anochecer, nos habíamos citado para el almuerzo.
Estuvo de acuerdo con la idea del seguro retorno, pero era evidente que pensaba en algo. Con la cuchara de la sopa en el aire por algunos segundos, se lanzó a preguntar:
—¿Y tú? Si te fueras y yo te dijera que estoy aquí, ¿volverías también?
¡Ah! No me había planteado no estar donde estoy, dados mis recursos limitados y responsabilidades incrementadas. Viviendo con mi madre de la tercera edad y un trabajo informal que ofrecía alimento y el pago de cuentas básicas, lejos estaba de ahorrar para mudarme de ciudad, de vida. Y sin embargo, podía ser posible. Con él había aprendido a considerar posibilidades. ¡Cómo no iba a aprender bajo el influjo del príncipe de la improvisación! David era capaz de, en un mismo día, estar en tres ciudades y dos países, sin que en su trabajo se dieran cuenta. Aunque no lo dijera directamente, viajar era uno de sus objetivos en la vida, lo disfrutaba como loco.
—Siempre volvería —fue mi respuesta, y empecé a comer, por fin.
Desde que nos conocimos supe que la constante sería la distancia, equilibrada con una lealtad a prueba de tiempo y estrecheces. Pero en verdad, ni en mis expectativas más pesimistas había considerado una pandemia de por medio.
¿Y tú? Si te fueras y yo te dijera que estoy aquí, ¿volverías también?
A finales de mayo, habiendo acumulado más silencio para mis preguntas sobre la situación de David, se me ocurrió buscar alguna lista de fallecidos que quizás en España o en Perú estuviera publicada, a lo mejor existiera tal cosa debido a las circunstancias extremas. Así es, ni siquiera sabía en qué continente se encontraba. Busqué en vano, y ya solo husmeando por distracción, hice un clic accidental en un enlace de noticias luctuosas de un periódico español, donde saltó a mi vista el nombre de David S. M. como víctima de un accidente fatal en una breve nota al final de la página. Estas eran sus iniciales. No se mencionaba nacionalidad ni edad, mucho menos estatura. Estaba fechada el 20 de mayo.
Tras la dolorosa impresión de leer la noticia, concluí que tenía entre manos malas señales pero no suficientes señales para albergar seguridad alguna. “Vamos para un mes más de espera”, me propuse. Así llegó junio con sus mañanas heladas y las tardes calcinantes cuando uno se detiene a tomar el sol. Mas junio es breve cuando se necesita que el tiempo se congele hasta que le alcance alguna noticia de esas que viajan a lomo de tortuga. Las malas noticias, en cambio, vuelan. Junio se fue sin novedades.
Es cierto que de tanto en tanto abría el pasaporte largamente guardado y le preguntaba a su fotografía dónde diablos estaba. De seguro si esa fotografía me hubiera respondido estaría narrando esta historia desde un pabellón del psiquiátrico o desde el atrio de un templo. Así que tampoco hubo sucesos sobrenaturales, que a veces pensaba sucederían en caso de que aquella nota del periódico estuviera hablando de él. Y llegó julio igual de callado y frío, y luego agosto con los primeros brotes de flores y las primeras golondrinas retornando a sus viejos balcones y tejados.
—Aunque no me veas, yo estoy —me había dicho muy serio al abordar el bus esa última vez en marzo. En realidad nunca nos despedíamos, nadie pronunciaba un adiós, solo un “cuídate” de ambas partes. Sin embargo, recordando esta última frase, parecía haberse anticipado a sucesos de los que yo no tenía ni peregrina idea entonces, y él sí.
Y bien, aquí quedaría la relación de hechos, en una espera contenida y melancólica que sumaría meses a mis espaldas hasta terminar aceptando que el David S. M. de aquella perturbadora noticia era el mismo David S. M. del pasaporte en mis manos, de la ropa y los zapatos abandonados.
“Me perdí. Pero he vuelto”, es el mensaje que el 5 de septiembre llegó a la bandeja de entrada de mi correo con su nombre figurando en el espacio del remitente y marcando una diferencia de 6 horas con Bolivia. La fecha no es especial solo por este acontecimiento sencillo e inmensamente feliz. El 5 de septiembre es el aniversario del nacimiento y también de la muerte de mi padre, quien un día se había ido y que años más tarde regresaría con más canas de las que recordaba, y aunque suene hasta esotérico, las cinco palabras del mensaje las viví, por un instante, también como si las hubiera dicho papá.