Lejos de Bolivia, en EEUU, el 11 de septiembre es una fecha casi sagrada, no se admite bromas al respecto. Y en las atiborradas carreteras gringas, los conductores sólo escucharán notas sobre el ataque terrorista más famoso de la historia.
Enciendo el auto y arranca bien, parece contento. Es que tiene sus días, a veces le da por tomarme el pelo y hacerse al enfermo. Más bien, esta vez no, parece que ha entendido que hay que llegar a tiempo, tengo reuniones toda la mañana. “¿Al mismo lugar?”, me pregunta, “al mismo” le respondo.
Y así vamos, un par de calles, una media avenida y, de golpe, la autopista. A pesar de que la remonto prácticamente cada día, siempre me da una pizca de miedo la autopista, cualquiera que sea; es temerosa siempre, como un río de esos grandes que cualquier rato te traga y te escupe.
Interestatal 93 Norte, al Sur va quedando Boston. Y así veo a los conductores al otro lado que con ese rumbo van, somnolientos hacia la ciudad para cumplir la jornada de trabajo. Volverán a sus hogares a eso de las 4 o las 5, embotellando a más no poder la 93 Norte, mientras a mí me toque bajar tranquilo hacia el Sur (tranquilo es un decir, cuando se trata de conducir nunca estoy tranquilo).
El Honda avanza a exactos 88 kilómetros por hora. “¿Cuándo vas a aprender a ir más rápido?”, me goza, “manejas como vieja, che, todos nos están pasando, ¿no ves?, ¡una vergüenza!”. La observación es correcta, sin perdón ni permiso, me pasan vehículos de toda índole a diestra y siniestra. Pero yo me mantengo firme en el propósito de supervivencia, bajo mi comando, el mocasín no aprieta ni un milímetro más el acelerador, ni loco voy a manejar más rápido por la 93, por más temprano que sea y por más que la tripulación misma quiera armarme un motín.
El Honda avanza a exactos 88 kilómetros por hora. “¿Cuándo vas a aprender a ir más rápido?”, me goza, “manejas como vieja, che, todos nos están pasando, ¿no ves?, ¡una vergüenza!”.
Para distraer al Honda (con sumo cuidado de no perder de vista el camino) enciendo la radio. This is Boston WBUR, 90.9, se escucha. La radio local que me informa (y desinforma) cada día por la mañana en la ida con rumbo Norte y por la tarde en la vuelta hacia el Sur.
La programación me recuerda inmediatamente que hoy es 8 de septiembre y, sobre todo, que en tres días más será el 11. Toda la programación de las siguientes jornadas estará dedicada a la fecha, anuncia el locutor (es un viejito que al hablar le tiembla la voz; me acuerdo de la última época de Lalo Lafaye en Radio Panamericana, es decir, un ídolo).
De pronto, un bocinazo retumba mis oídos, un alterado que viene por detrás quiere obligarme a apurarme, me hace gestos con la mano, gestos que no entiendo, pero que, de alguna manera, interpreto como obscenos y profundamente irrespetuosos, mi salida está próxima, así que no le doy gusto, tengo mi excusa, me digo, ¿cuál es la tuya?, me da ganas de gritarle bajando la ventana. No lo hago, por supuesto, soy demasiado tímido (o cobarde, quién sabe sea más exacto decir).
La programación me hace pensar irremediablemente en la fecha conmemorativa próxima, me hace pensar dónde estaba ese martes 11 de septiembre de 2001. “Estabas en Bolivia”, me dice el Honda que ha aprendido a leer mis pensamientos conectándose por Bluetooth. La respuesta me deja seco. Es verdad.
La programación me hace pensar irremediablemente en la fecha conmemorativa próxima, me hace pensar dónde estaba ese martes 11 de septiembre de 2001. “Estabas en Bolivia”, me dice el Honda.
Me acuerdo que estaba en cuarto año de la carrera de Literatura, yendo a buscar, bien temprano ese martes, la fotocopia de un libro que precisaba para empezar a escribir la reseña asignada para el día siguiente. Recuerdo que me encontré con mis compañeros, compañeras (futuros colegas) y catedráticos en la Casa Montes (edificio donde estaban las aulas de la carrera), comentando agitados sobre lo que acababa de suceder en Nueva York. “¿Has visto el segundo avión?”, se escuchaba, “el primero ha sido más temprano, dice”. Yo no entendía nada, porque, como no tenía televisor, no me había enterado de la noticia del día. (Como nota aparte, tengo que decir que es difícil creer que haya habido una época en mi vida en que no haya tenido tele, pero es cierto. El tema lo resolvería unos meses después para ver el Mundial de fútbol del 2002, como se sabe, el fútbol lo puede todo).
Salida 37 que abandona la Interestatal 93 para conectarse con la 95 Norte. Un río igual de grande y pesado, quién sabe más que el otro, se siente lento y espeso. Con mucho cuidado, y viendo y reviendo el retrovisor ingreso a la 95 de cuatro carriles.
Una vez bien acomodado en el carril para motorizados lentos, es decir, arrinconado a la derecha, me pongo a pensar en el número, veinte años desde ese 2001, veinte años de tantas cosas, me digo esperando la opinión del Honda que no llega. Pero el que me responde es WBUR Boston, el locutor dice “veinte años de la ‘guerra’ en Afganistán”, un poco menos de veinte, corrijo yo. Las cosas dan vueltas siempre y a veces te llevan al principio. “Veinte años de los marines en Afganistán”, dice la persona entrevistada un tanto agitada, “la retirada de Biden ha sido un desastre”, opina otro, “veinte años de esfuerzo para nada.”
El hecho me hace pensar también en todo lo que ha cambiado desde ese evento, “ya no estás en Bolivia”, me responde liso el Honda. Difícil contradecirlo, tiene razón, al final de cuentas. “Desde esa vez hay que desvestirse en los aeropuertos”, opina el Honda, “¿te acuerdas cómo era antes?”, me pregunta. “La verdad, no”, me sincero, luego de pensar un poco, “la verdad que no me acuerdo cómo era antes”.
“Veinte años de los marines en Afganistán”, dice la persona entrevistada un tanto agitada, “la retirada de Biden ha sido un desastre”, opina otro, “veinte años de esfuerzo para nada.”
La programación se va poniendo seria, es un tema serio, después de todo, por aquí es serio. Es uno de los pocos temas sobre el cual es imposible bromear en sociedad o encontrarle el lado humorístico. No se puede. La sociedad de por aquí no lo permite, sea cual sea su opinión al respecto, es una de sus heridas más compartidas.
Por ello, y por otras razones, apago la radio y pongo más bien el CD de música que con mucho esmero me he preparado el fin de semana para remontar la autopista de arriba abajo.
Suena Luis Miguel, hasta que me he olvides voy a intentarlo…
Se aproxima la salida 45 que me lleva a la 128 Norte, una autopista bastante más pequeña. El hecho me alegra y canto a voz en cuello: hasta que me olvides, voy a amarte tanto, tanto…
La programación se va poniendo seria, es un tema serio, después de todo, por aquí es serio. Es uno de los pocos temas sobre el cual es imposible bromear en sociedad o encontrarle el lado humorístico.
Con las dos manos en el volante pienso en el otro 11 de septiembre que, de alguna manera, siento más cercano, el golpe a Allende en Santiago. Pienso en mis amigos trovadores y amigos de la trova, mi hermano incluido, que de seguro pensará más en ese que en el otro. A propósito, hace rato que el Honda se ha quedado callado, quién sabe el recuerdo sea demasiado pesado hasta para él.
Llega la salida 22 de la 128 Norte, por fin. Como si el CD hubiera hecho cálculos exactos, empieza a sonar Azúcar amargo de Fey, mi canción favorita de la adolescencia. Salgo al barrio donde está la institución donde trabajo y conduzco con una sonrisa de oreja a oreja sintiéndome fugazmente adolescente. Pero es solo un rato, como todo en la vida, la canción termina e irremediablemente se vuelve al presente.
A las 7.46, llego al colegio donde trabajo. Lo primero que veo es la bandera a media asta. Lo segundo que veo es a la psicóloga del colegio llevando ese traje azul que le queda tan bien.
Siempre con cuidado, parqueo el Honda y automáticamente la música se va. No escucho a Fey, tampoco a Luis Miguel, el eco que queda extrañamente es la voz tembleque del viejito de 90.9 WBUR Boston anunciando que hoy es 8 de septiembre y que en tres días más será el 11. El eco me recuerda que mañana (y con toda seguridad pasado y pasado, pasado), muy probablemente no haya otra que dejar el CD en casa y aguantarse el silencio.