Un néctar de hierbas cuidadosamente seleccionadas por Hans, que hubiera sido capaz de resucitar a Lázaro sin intervención divina alguna. ¿Qué sucedió?
Hace poco, la vejez se llevó a Margarita. Tenía la honorable edad de noventa y tres años. Era una criatura diminuta, doblegada por el peso de los años. Su dispersa cabellera era de nieve y su rostro, atravesado de profundas trincheras, un campo de batalla en medio del cual dos zafiros resplandecientes auguraban la llegada próxima de la paz. Para mí, siempre había sido vieja. Nunca pude concebir que haya sido guapa, fogosa y enamorada en algún momento. Mientras las mujeres del siglo veinte se emancipaban y los hijos de la posguerra garabateaban sobre los planes éticos de sus padres, me la imaginaba siempre preparando su eterna mermelada de frambuesas en una burbuja de color sepia.
Como su madre y su abuela antes de ella, había conocido a su esposo en el baile campesino del pueblo. Se llamaba Hans, como su padre y su abuelo antes de él. Juntos se dedicaron a trabajar la tierra y criar las bestias que Dios y el Estado les habían confiado. Durante sus tiempos libres, Margarita tejía chompas y leía novelas cursis. Cuando su marido la dejó, ella floreció su tumba durante diez años antes de reunirse con él del otro lado del Styx (una de las cinco lunas que orbitan Plutón). Tuvieron una vida de granjeros ejemplar: dura, sana, rutinaria y feliz.
A pesar del conformismo campestre de su existencia, la pareja gozaba de cierta fama dentro de la comunidad campesina. Esta modesta celebridad era debida a la cualidad de las destilaciones que elaboraban clandestinamente en su sótano. Su aguardiente de ciruela no tenía igual en la región y no había un almuerzo dominical digno de llevar ese nombre que no se cerrara con su kirsch de cereza. No obstante, el verdadero motivo de admiración de los vecinos, su receta secreta y envidiada por todos, era el Kräuter, un trago de hierbas cuidadosamente seleccionadas por Hans que hubiera sido capaz de resucitar a Lázaro sin intervención divina alguna. Cuando se resfriaban, los trabajadores de todas las granjas de la provincia acostumbraban venir a meterse una copita de este milagroso elixir detrás de la corbata antes de ir a ordeñar a las vacas. Si el enfermo no recobraba inmediatamente su vigor, significaba que su mal era realmente serio. El diagnostico era irrevocable. Hasta el médico veterinario del pueblo, el eminente doctor Werber, lo recetó a sus pacientes después de haberlo probado.
Cuando falleció debajo de su manzano, Hans dejó a su viuda una reserva considerable del precioso néctar, y como ella no tenía la misma inclinación que su difunto esposo a aliviar el dolor de los borrachos resfriados de la madrugada, la herencia se fue bonificando con los años. Cuando íbamos a visitarla, era frecuente que nos lleváramos discretamente unas cuantas botellas, aunque debo reconocer, no siempre para fines medicinales. Así que podrán imaginar nuestra consternación el triste día que encontramos la cueva de los tesoros totalmente vacía. No quedaba ni un frasco, ni una gota. Cuando preguntamos a Margarita lo que había pasado, se limitó a contestarnos que ella se lo había terminado todo.
— “¿Te tomaste todo el Kräuter del papá… solita?”, exclamó mi madre.
— “¿Tomarlo? ¡Estas loca hija! Lo usé para friccionarme las piernas, que a mis varices le sentó de maravilla!”, respondió mi abuela, con una malicia apenas disimulada en el océano celeste de sus ojos.