El Comandante Osama estuvo en los conflictos sociales más importantes de Cochabamba y El Alto. Él mismo se encargó de tumbar dos pasarelas. Ahora, con un Parkinson que lo agobia, aún está dispuesto a más andanzas revolucionarias. Pero eso sí, niega ser el protagonista de una famosa fotografía.
Antonio Rojas López es, quizá, la cara más conocida de las movilizaciones de octubre de 2003 en la ciudad de El Alto. Vestido con un jean desgastado, una chamarra de cuero negra y una camisa celeste, cubría su cara con un pasamontañas que empezó a usar días antes de los conflictos para protegerse del frío mientras trabajaba como celador de una fábrica de cristales ubicada en plena avenida Juan Pablo II. El pasamontañas, comprado en la Feria 16 de Julio en diez pesos, se convertiría en el referente boliviano de esa contienda, y al mismo tiempo que cubría el rostro de Rojas López, servía para enlazar su lucha callejera con aquella que desarrolló durante buena parte de la década de los noventa el Subcomandante Marcos en la selva Lacandona. Aquel lugar situado al sur de la república mexicana, así como las calles de El Alto, revelaron al mundo moderno, conservador y capitalista, las desigualdades sociales y que los pobres del continente entero luchaban por pan, libertad y poder.
Entonces, aquel pasamontañas de lana negra, tejida por abuelas artesanas que cargan consigo la memoria de sus comunidades, fue el símbolo de una rebelión hecha por personas que prefirieron quedar en el anonimato por miedo a la represión militar y también porque entendieron que el nombre no importaba: era mucho más importante pelear por la vida y la recuperación de los recursos naturales.
El pasamontañas, comprado en la Feria 16 de julio en diez pesos, se convertiría en el referente boliviano de esa contienda y al mismo tiempo que cubría el rostro de Rojas López, servía para enlazar su lucha callejera con aquella que desarrolló durante buena parte de la década de los noventa el Subcomandante Marcos, en la selva Lacandona.
En aquella oportunidad estaba en juego la exportación de gas a Estados Unidos a través de puertos chilenos y eso fue, entre otras variables –como la masacre ocurrida en Warisata–, la mecha que detonó la convulsión social más importante del inicio del nuevo milenio en Bolivia.
El Comandante Osama dice que él no estaba preparado, que fue la rabia. Y sí, el Comandante Osama es el nombre de guerra de Antonio Rojas López, que nació en Oruro el 28 de octubre de 1973 y que se trasladó a Cochabamba cuando tenía diecinueve años buscando mejores oportunidades. Recuerda que su intención, en un primer impulso, era ingresar a la carrera de Derecho de la Universidad Mayor de San Simón, pero en el examen de admisión no obtuvo la calificación requerida y, como no era parte del grupo que estaba reclutando el rector, quedó fuera.
Pensó en volver a Oruro, pero allí tampoco tenía muchas perspectivas. Volver a la ciudad del eterno carnaval, con el signo del fracaso en los bolsillos, era mucho peor que nunca haber salido de sus calles. La otra opción era seguir en movimiento. Esta vez el destino tendría que ser La Paz. “Pero no era viable, no había plata. Cuesta ser feliz. Así que me quedé y conseguí un trabajo de chofer de la línea A”. En el sindicato de transportistas tuvo su primer acercamiento con algunas lecturas. Marxistas, muchas de ellas, pero en realidad, lo que más hacía era salir de fiesta con sus amigos. Era joven así que lo más importante no pasaba por la autoformación procedente de los libros. Vio de primera mano algunos accidentes y algunas cosas que no le gustaron. “Yo era chango, pensaba que era fácil el trabajo, conocía cholitas, bien era; pero también los compañeros debían pagar cuotas por todo. Para el campeonato de fútbol, para el cumpleaños del jefe del sindicato, para la afiliación anual, para recobrar la ruta que nos estaba quitando la otra línea. Todo era plata, y no pues, poco ya te quedaba para el mes, así que con mi alma en pena lo dejé. Es que eran ricos changos. Solidarios, pero la falta de quivo es la cosa”. Así que, tras renunciar como chofer, estuvo un tiempo ligado a la construcción en Quillacollo. Sabe muy bien el oficio de obra gruesa. Es más duro para el cuerpo, reconoce entre suspiros, pero sostiene con firmeza que es mucho mejor eso a la obra fina, porque ahí sí que de todo se quejan los patrones. Nadie está conforme con los albañiles de obra fina. Es lo peor. Y sí, Rogelio, otro de los vecinos de Senkata que estuvo en las movilizaciones de octubre de 2003, y que desde entonces trabaja como albañil, dice que esa es su especialidad. La obra gruesa. La obra fina es para “cuerudos” dice: “Te maltratan, gastas más tiempo. Sí, a veces te pagan mejor, pero no vale la pena. Puedes pasarte un día entero haciendo molduras o zócalos y viene el encargado y si no le gusta, todo de nuevo. Hay que picar porque el cemento y el yeso se secan, y como no les gusta, te descuentan el jornal o el material. Es una desgracia eso”. Cuando se le pregunta a Rogelio sobre el rol que tuvo el Comandante Osama en las movilizaciones, sonríe y dice “es pues el capo de Senkata”. Acompaña esa frase de una risa, pero de esas risas que no son de ridículo, muy típica en La Paz, es la risa de la satisfacción, de la complicidad, de la hermandad. La risa del que sabe algo que jamás revelará.
Cuando se le pregunta a Rogelio sobre el rol que tuvo el Comandante Osama en las movilizaciones, sonríe y dice, “es pues el capo de Senkata”.
Pero, ¿cómo un migrante orureño, que está de paso por Cochabamba, termina en El Alto liderando, desde una de las zonas más complejas de esa urbe, las grandes movilizaciones y bloqueo de caminos de los últimos veinte años? Pues, el recorrido es azaroso y errático. Tras su paso por el transporte urbano y la construcción, el Comandante Osama no se sentía conforme. Así que habló con sus amigos. Ellos le consiguieron el trabajo que definiría su vida. Entró a trabajar como vigilante nocturno en la fábrica de calzados Manaco.
Hacia finales de la década de los noventa, subterráneamente el sindicato de trabajadores de Manaco sostenía grandes discusiones alrededor del sentido de lo obrero en tiempos neoliberales. La formación política era parte del trabajo. Entonces obtuvo, por medio de esas conversaciones y veladas de crítica y debate, una conciencia de clase de la cual sospechaba, pero era incapaz de nombrar. A veces lo único que falta para la emancipación es el vocabulario: las palabras que nombren la libertad y sean capaces de señalar la explotación y la miseria.
El trabajo era relativamente sencillo, pero solitario. Así que pasaba las horas muertas recibiendo visitas de camaradas de facciones de partidos de izquierda que se habían dado a la tarea de ilustrarlo. De convertirlo en un cuadro político, para llegar a través de él a los demás trabajadores.
Y como todo joven iniciado en la doctrina marxista, empapeló el dormitorio que tenía en aquel conventillo de la zona universitaria con las caras de Marx, Lenin y Rosa Luxemburgo. En el estante que armó con las cajas vacías de manzana, compradas en el mercado de la Pampa, estaban, fielmente ordenadas, las fotocopias del Manual de economía política de Nikitin, El estado y la revolución de Lenin, Historia del movimiento obrero de Guillermo Lora y dos libros que, aunque usados, eran originales: El manifiesto del partido comunista y una novela: Entre Marx y una mujer desnuda de Jorge Enrique Adoum. Cuando le pregunto cómo es que encontró ese libro, me responde, “un camarada de ese entonces, que venía de Colombia y que trabajaba en el Chapare, me la regaló”. Y es posible que haya sido así, porque esa novela no circuló en Bolivia y el único ejemplar que se tiene en bibliotecas corresponde al que está en el fondo editorial de la Biblioteca Municipal de La Paz, y que, según la descripción, fue donado por el escritor y periodista Coco Manto.
Y como todo joven iniciado en la doctrina marxista, empapeló el dormitorio que tenía en aquel conventillo de la zona universitaria con las caras de Marx, Lenin y Rosa Luxemburgo.
Así que, en esa larga travesía de construcción de una consciencia revolucionaria, llegó también, como no podía ser de otra manera, el amor. Quizá la novela de Adoum fue premonitoria en ese aspecto. Resultó que, por esos años, él frecuentaba con sus amigos el círculo cerrado de la FUL (Federación Universitaria Local) de Cochabamba. Como trabajaban en la Manaco, eran obreros de primera línea, portaban en su sangre la opresión de la fábrica del sediento capitalista que no reconocía horas extras. Y aunque Rojas no era obrero, lo fue en la construcción y estuvo como transportista: esas eran las credenciales que le daban relevancia, porque no todos los días se tenía enfrente a un albañil ilustrado y capaz de describir con todo detalle la vida miserable que se vivía en Oruro, en los alrededores de la mina. Después de todo, su padre fue un minero que dejó los pulmones en el socavón, pero el Comandante Osama no desea hablar de su padre. Ahí, en medio de esas discusiones, al calor del ponche o del ron Pampeño, fue que conocería a Marcia, una estudiante de pedagogía que había llegado a la ciudad de Cochabamba un año antes. Quedó encandilada por la retórica inicial del Comandante Osama y fue encontrando en su compañía el calor que le faltaba. Ambos fueron descubriendo el marxismo y los valles de Cochabamba, que a Marcia, en comparación a los de su ciudad natal, le parecían poca cosa. Pero fue la ciudad la que hizo que temblara de emoción al darse cuenta de que en Trinidad jamás existiría algo semejante. Era un mundo repleto de posibilidades el de la Cochabamba de esos años. Cine debate en el Arzobispado. Ballet y teatro gratis y al aire libre en el Centro Simón I. Patiño. Festival de cine francés y de autor en la Alianza Francesa. Y en las calles España y Colombia, varios cafés a los que podías entrar, pedir un café por tres bolivianos con cincuenta y escuchar las conversaciones de las personas sentadas en las mesas de junto. Conversaciones que enriquecían su vocabulario, su forma de pensar y sus ganas de vivir. Podías estar toda la tarde con la taza de café y, si tenías suerte, por la noche, en el Café Fragmentos o en Casablanca, encontrabas entre la cartelera conciertos de grupos que tocaban trova o música latinoamericana.
Y aunque Rojas no era obrero, lo fue en la construcción, y estuvo como transportista: esas eran las credenciales que le daban relevancia, porque no todos los días se tenía enfrente a un albañil ilustrado y capaz de describir con todo detalle la vida miserable que se vivía en Oruro en los alrededores de la mina.
Ahí, en ese mundo, en ese microcosmos de la política y la cultura, estaban los dos. El Comandante Osama dice un poco en broma, un poco en serio, “es que tenía como treinta kilos menos, tenía toda la dentadura completa y no tenía estas cicatrices en la cara. ¿cómo no se iba a enamorar de mí?”, y se ríe recordando, no añorando, solo recordando. Y si bien ya había tenido relaciones sexuales con otras mujeres, siempre había sido pagando. A veces sobrio, algunas otras medio borracho; pero con Marcia era diferente. La entrega, la juventud, el atisbo de convivencia, todo eso al mismo tiempo. Podría ser, para cualquiera, algo así como tomar el cielo por asalto.
Cuando terminó esa relación, no se volvieron a ver, y él decidió que era mejor no ir por el grupo político de la FUL. Después de todo, el trabajo tampoco le daba tiempo. Sobre el motivo de la ruptura, Rojas López no quiere dar muchos detalles, pero, al parecer, por el modo en que se levanta de la silla a traer más café, no fue fácil.
Acaba de anochecer y en el umbral de la puerta se vislumbra la figura delicada de la nueva compañera del Comandante. Es Margarita. Delgada, de metro sesenta y cinco de estatura y con las uñas recortadas y limpias, casi inmaculadas. Viste un vestido blanco de una sola pieza y calza sandalias de yute. De esas que se amarran hasta el tobillo. Y sobre los hombros tiene puesto un chal azul cobalto que, en los costados, está decorado con líneas blancas que caen verticalmente resaltando lo espigada de su figura. Se saludan de beso y comparten un comentario muy despacio. Un chiste propio de las parejas que llevan juntas varios años.
Me dice el Comandante que ella lo salvó. Que tras las movilizaciones de mayo y junio de 2005, él perdió la fe. Tuvo que peregrinar (y la palabra es justa) por El Alto, La Paz y luego marcharse a Cochabamba y después a Potosí; todo por seguir los pasos de un dirigente sindical que le había prometido que tras los conflictos le daría un empleo como chófer en la alcaldía alteña. Al final, eso no se concretó y Rojas López tuvo que regresar a El Alto con menos de lo que antes tenía. Fue entonces que conoció a Margarita, que lo amó como pocas veces una mujer puede amar a un hombre y lo condujo a la iglesia. Margarita corta por lo seco y dice: “Yo era parte de Ekklesia al principio, pero me di cuenta que no era el camino. Así que busqué. Busqué mucho y pude llegar a una iglesia que es verdaderamente israelita”. Ella se cuida de no revelar el nombre de la iglesia, ni tampoco profundiza sobre el significado de la palabra “israelita”, pero eso basta para que ella se sume a la conversación y cuente cómo es que el Comandante Osama perdió las muelas o quién le hizo esas tres cicatrices que surcan su rostro. Y cuando habla de esos momentos, en sus ojos negros y de una redondez diminuta se enciende algo que podría ser llamado rabia.
Para disipar esa sensación, ella va hasta el living, que es pequeño y está conformado por tres sillones tapizados con gamuza café y que tienen aplicaciones de terciopelo gris que forman de rombos ya deshilachados por el tiempo. El combinado resulta extraño, pero no desagradable. Prende una lámpara y enciende palo santo que tiene colocado y a medio consumir sobre un cuenco de madera lleno de arroz. Lo clava y queda establecido de forma vertical, de tal modo que el humo empieza a elevarse hasta el techo y pronto nos llega su aroma. Ese olor, tan simple y casi mágico, ha servido para que nosotros estemos mejor y quitemos de nuestra mente lo que el Comandante Osama tuvo que pasar esas cuatro semanas en las que se lo declaró desaparecido. Y de las cuales sólo Germán, uno de sus amigos más antiguos quiere hablar, pero lo que dice resulta tan comprometedor que es mejor que solo se sepa que aquellos que le hicieron “eso” a Rojas López hoy están tranquilamente trabajando para el nuevo gobierno.
Parece ser que, en la vida del Comandante Osama, tras la formación política en Cochabamba, le llamó la necesidad de hacer algo en El Alto. Tenía conocimiento que ahí estaban dando clases populares a los obreros. Y que la universidad alteña estaba cada vez mejor. Al menos las clases eran estables y eso le daba cierta garantía. Y como en el horizonte no se veía muchos conflictos sociales a la vista, decidió jugarse una vez más su suerte.
El Comandante Osama tuvo que pasar cuatro semanas en las que se lo declaró desaparecido y de las cuales sólo Germán, uno de sus amigos más antiguos quiere hablar, pero lo que dice resulta tan comprometedor que es mejor que solo se sepa que aquellos que le hicieron “eso” a Rojas López hoy están tranquilamente trabajando para el nuevo gobierno.
Podía intentar ingresar a la UPEA (Universidad Pública de El Alto) y cumplir aquel viejo sueño de ser abogado. Reconoce que no lo pensó mucho. Tomó un bus y recorrió esas más de siete horas hasta llegar a la ciudad más alta del mundo. Y ahora que lo pienso, no entiendo cómo Margarita puede soportar el frío de este invierno si solo lleva puesto ese bello vestido que despide un aroma de incienso encendido. Pero al verla tan suelta y tranquila, me doy cuenta de que tal vez el frío solamente sea un estado de ánimo y un modo de nombrar algo que está en nuestro interior y no en el exterior. “El frío del alma”, como dicen los yatiris de La Ceja.
Entonces, tras llegar a El Alto, tiene que instalarse y regresar a Cochabamba. Un golpe del destino, un breve cambio de planes lo hace regresar sobre sus pasos y duda por un momento si no era una señal. Pero como nunca fue del todo supersticioso, se conforma con la cruda verdad: uno de sus amigos –no cualquier amigo, “su mejor amigo”– está enfermo. Y él, sin pensarlo mucho, decide cuidarlo. Pero la narración da un vuelco porque me sorprende algo. “Entonces, como estaba mal el Simón, yo cocinaba para él, lo ayudaba en todo, como enfermera. Y ahí empezó todo”. Pero, ¿todo? ¿Qué es todo, Osama? “La guerra del agua, pues. Era abril, ¿o ya no te acuerdas que hubo la guerra del agua en Cochabamba? ¡Ese año fue! Una locura. Bien feo se puso y me llamaron los de la Manaco. Rojas, hay que organizar, hay que bloquear. Tienes que venir. Déjalo un rato al Simón”.
–¿Qué les iba a decir? Eran mis amigos. Mis camaradas. Además, lo que estaba haciendo el loco del Banzer no estaba bien, yo me daba cuenta. Era lo que el Lora nos había dicho.
–¿Te uniste?
–Sí pues. Primero en la zona sur. Tranquilo. No pasaba nada. Entonces digo: “no pues aquí hay que hacer algo. Hemos bloqueado y hemos dicho, vamos a marchar hasta el centro, que nos vean. Aquí nadie se burla”. Así hemos hecho.
–¿Organizaste la marcha de los regantes entonces?
–Sí. Pero ellos ya sabían. No eran tontos. Solo necesitaban alguien que impulse. Así como en el cuartel. Y ya pues con ellos así, yo ya me quedé en la Aroma, caminaba por la Ayacucho. Iba al Prado. Por todo lado.
–Y de vos no se habla, no se te conoce…
–Es que yo era flaco, te digo. Si ves las fotos, no me reconoces. Un chango era. Pero aun así yo no me hacía pescar con los periodistas. Eran buzos de la policía. Era clarito eso. Los que han figurado, luego han metido presos. Por zonzos. Por figurar.
–Entonces estuviste en todo vos… en la guerra del agua, en la guerra del gas, en lo de junio…
“Ha tenido pues una vidita, este”, dice con cariño Margarita, y luego de sorber de su taza de loza blanca un poco del té con limón que preparó mientras Rojas evocaba, justifica: “por eso necesitaba de Dios. Ver todo eso no es sano. Te mata el alma”. Y cuando veo al Comandante Osama, esquiva la mirada, pero el movimiento de sus manos me recuerda a Michael J. Fox. ¿Será?
–¿Y eso?
–Ah, las manos. Una mierda hermano. Parkinson, como al Mohamed Ali. Mi castigo pues, por ir contra todo.
–¿Te medicas?
–¡No, qué pues! ¡Si es bien caro! Con lo que gana la Margarita apenas tenemos. Esto es castigo nomás. Ya ni escribir puedo. Más bien aparece y desaparece. El médico del hospital de la zona dice que es el principio. Pero yo sé que esto no se detiene. Es como contar monedas, mirá.
Y veo. Los dedos pulgares se mueven muy rápido, y sí, parece como si estuviera contando monedas. Tras un rato, son todos los dedos y debe estrujárselos para que no se muevan. Parecen pequeños animalitos temerosos del frío, del hambre, de la rabia, de que algo les pueda pasar. Tras unos momentos más en que guardamos silencio, vuelve a la normalidad. Se calma y el Comandante Osama se ríe. “Jodido hermano, la revolución no es así nomás”.
Ah, las manos. Una mierda hermano. Parkinson, como al Mohamed Ali. Mi castigo pues, por ir contra todo.
Y tanto margarita como yo nos reímos y aprovecho para preguntar más sobre lo de El Alto.
La narración es la que conocemos. Estuvo en Senkata organizando el bloqueo de caminos y fue uno de los que primero postuló la idea de tomar la planta para ejercer más presión sobre el gobierno, pero al ver que no tomaban en cuenta ni en serio sus comunicados y propuestas, se largó de ahí, y se atrincheró en la Juan Pablo II. Fue el instigador y fuerza bruta que volteó dos pasarelas.
Sobre los escombros de una de ellas alguien le tomó una foto levantando un brazo.
Por las mañanas circulaba con un megáfono. Mediante este, él instruía lo que se debía hacer en la zona. Las horas de vigilancia, las ollas comunes, los turnos. Todo. En cuestión de días, de horas más bien, había aflorado en él el estratega que siempre estuvo agazapado esperando su oportunidad de hacer dirección política. “Guerra de guerrillas”, dice, y tras unos segundos, recuerda: “Hay un libro, es sobre mí, sobre mi lucha, es Las mil mesetas de la guerra del gas, tienes que leer”, me dice y corta un poco de queso criollo y lo pone dentro de la marraqueta que Margarita le alcanzó en un panero.
Pero hay otra foto sobre la que quiero hablar. Es una foto que ahora es la portada de la nueva edición del clásico y ya canónico libro de Condarco Morales, Zarate, el temible Wilka. Ambos se ríen y el Comandante me dice: “No soy yo. Ése es el ninja aymara”. Pero ya hablé con el ninja aymara –que solo quiere ser llamado Raúl porque ahora es un sociólogo que trabaja en CIPCA, y me dijo que no era él. “Esa foto es histórica, papá. Es hermosa. Es única. Pero una macana pues. No soy yo. Es el Osama. Pero él dice que no. Tiene miedo de decir que es él. Aún tiene miedo de los pacos. Es que de todo le han hecho esos miserables. Si te contara”–. Entonces, vuelvo a preguntar, ¿Seguro no eres vos, Osama?
–No, hermanoy, no soy. Pucha, con esta guapa qué voy a estar saltando así. Ése es el ninja. Es rica foto esa.
–Sí. Es tremenda. Es fuerte. Da miedo.
–Es que te viene de frente. Parece que va salir del cuadro. Está pues, volando, y eso causa efecto.
Una foto puede dar valor a toda una vida, pero es que, según el rumor, cuando salió esa foto publicada en el semanario Pulso, la gente que vio aquella imagen sintió orgullo de ser alteña. Ser corajudo y no haberse rendido ni aún con los tanques de las Fuerzas Armadas en plena avenida y los soldados con las órdenes de disparar.
Osama ahora no tiene empleo. Si no fuera por Margarita, quizá estaría de regreso en su natal Oruro, viviendo de la venta de abarrotes que ahora tiene su madre. La enfermedad lo consumirá poco a poco sin medicación y con el barbijo y su traje de bioseguridad Made in El Alto, se siente incómodo. Traspira y le cuesta hablar. Está acalorado a pesar de que corre afuera un viento gélido desde la cordillera. La estufa a gas solo da para calentar un ambiente, así que la deben mover cada que se trasladan a otra dependencia del pequeño departamento que ocupan. Es una planta baja que tiene dos salidas, una que da a un jardín interior que es donde hacen secar la ropa y duerme Pedro, el perro pequinés de Margarita, y otra frontal que da a una calle en la que, si bien hay tres faroles que se encienden después de las seis de la tarde, la única tienda que se encuentra está a dos manzanas a la izquierda. El retén policial queda a veinte minutos a pie, y la posta sanitaria más cercana, a media hora. Pero funciona por turnos, así que no todos los días se encuentra abierta. Cuando el Comandante Osama necesita alguna inyección es la señora Sonia, de la farmacia, la que le coloca. Ellos solo deben enviarle un mensaje de WhatsApp avisándole que irán y ella los atiende. Casi nunca les cobra. Lo malo es la distancia. Veinte minutos a pie. La ida no es problema. El retorno es lo molesto por el dolor de la inyección ya que el medicamento es francamente fuerte y paraliza por varios minutos al Comandante, pero ellos, por no molestar, salen a la calle sin que se haya disipado el dolor en el cuerpo de Rojas López.
Ahora que es tiempo de dejarlos para que puedan descansar, cuando todos estamos ya de pie, le hago una última pregunta:
–¿Y, cómo es, lo volverías a hacer?
–Toda la vida hermano. Si ahorita se desata una revolución, así con este tembleque y todo, yo voy a estar. La Margarita no me cree, pero ya va a ver. Es que uno es revolucionario para toda la vida y más pues si tiene sangre minera en el cuerpo. ¡De canto a toditos ahorita mismo!
Reímos y nos abrazamos. Son años de conocernos y este virus es peligroso, y nos obliga a guardar distancias, pero la amistad es más fuerte que el miedo.