A los 14 años, los adolescentes se reúnen para hablar de su próxima fiesta, de la chica de moda, de cómo encarar las conquistas amorosas. Pero ese año un golpe de Estado no sólo interfirió sus planes sino que rompió su virginidad política. Coronel: ¿Qué es la “Zafra roja”?
¡El petiso nos arruinó la fiesta! No había sido nada fácil convencer a mi madre para que nos diera permiso de hacer una fiesta celebrando mis catorce años. Para ella aún éramos niños y, a esa edad, ya nos creíamos jóvenes. Iba a ser la primera fiestita en mi casa, con gaseosas, maní, papas fritas y música romántica para bailar apretaditos con las chicas del vecindario, y tres días antes de mi cumpleaños, el 21 de agosto de 1971, se vino el maldito golpe de Estado.
Mis amigos y yo nos quedamos con las ganas de aprovechar el baile para declararnos a las muchachas que habíamos conocido semanas atrás, la noche del 30 de julio, durante los festejos de San Pedro, el santo patrono del barrio; en esa oportunidad habíamos logrado, ¡por fin!, vencer nuestra timidez adolescente y hablar con las chicas que nos gustaban. Durante la verbena, en medio de pajaritos que leían la suerte, monos que tocaban el organillo, dulces de algodón, tómbolas sin blanca, anticuchos que chisporroteaban hasta el oscuro cielo nocturno y gitanas que leían la fortuna, habíamos logrado cruzar miradas, averiguar sus nombres y sus teléfonos, y las habíamos convencido de acompañarnos a la matiné en un cine de El Prado paceño; recuerdo que un domingo, días después de conocerlas, caminamos al lado de ellas orgullosos de nuestra hazaña.
“Se viene una revolución para sacar a los comunistas del Palacio Quemado y devolvernos la libertad. Se lo escuché a mi padre”. “Habrá una revolución, se jodió la fiesta”.
Días antes del golpe, la posibilidad de una “revolución” se había hecho evidente cuando se publicaron ciertas proclamas en contra del gobierno, pero, entusiasmados con la fiesta y ensayando declaraciones de amor, no sospechamos que nuestros planes pudieran a naufragar, hasta que un compañero de colegio me advirtió: “Se viene una revolución para sacar a los comunistas del Palacio Quemado y devolvernos la libertad. Se lo escuché a mi padre”, y entonces empecé a escuchar los ecos: lo repetían las caseras de dulces, lo coreaban en la panadería Figliozzi, y uno de mis amigos, cuyo padre era periodista, confirmó la información: “Habrá una revolución, se jodió la fiesta”.
El jueves 19 de agosto el “golpe” ya era inminente, estaba cantado hasta en los colectivos de la línea 2; las Fuerzas Armadas iban a liberar al país de la influencia “castrocomunista del gobierno títere de los soviéticos”. Esa tarde, sentados en el garaje en el que nos reuníamos los chicos de la calle Almirante Grau, hicimos nuestra junta de comandantes para pasar revista a las acciones del día, que eran propias de los preparativos previos a un golpe. Lo hicimos como veteranos de varias “revoluciones”, habíamos sobrevivido a la de Barrientos, en el año 1964; a la de Ovando, en el año 1969 y a la del Jota Jotita que aún gobernaba con una Asamblea de izquierdistas en su contra, como afirmaba el canillita de la calle Boquerón, y ahora teníamos que enfrentar otra revuelta.
Empezamos a hacer inventario de los suministros: yo informé que había acompañado a mi madre al mercado Rodríguez a comprar víveres para abastecer la alacena, porque nunca se sabía cuántos días podía durar la lucha en las calles y era mejor no salir para evitar ser blanco de las balas perdidas. El mercado era un hervidero de mujeres comprando lo que podían porque, como siempre sucedía, ya todas las amas de casa sabían del golpe. Los amigos se rieron de mí porque era una vergüenza que las chicas nos vieran acompañando a nuestras madres en esos menesteres de mujeres. Luego, todos nos reímos a carcajadas mientras ellos también admitían que fueron a las tiendas cercanas a comprar velas y pilas para las linternas, porque los golpistas siempre cortaban la electricidad. ¿Y el agua? Ya, en nuestras casas, la familia estaba recolectando agua en cuanto recipiente fuera posible hacerlo: tinas, ollas, botellas, bañadores, bidones, floreros y hasta los bacines de las abuelas. Nadie negó que compró kerosene para el anafe y alcohol de quemar para encenderlo. Todos coincidimos en que ya teníamos listos los colchones de lana de oveja para ponerlos contra las ventanas cuando empezara el tiroteo desde las tanquetas o los aviones de combate, eran el mejor seguro antibalas, pues éstas, de cualquier calibre, se enredaban en las espesas lanas y quedaban atrapadas en el colchón.
El mercado era un hervidero de mujeres comprando lo que podían porque, como siempre sucedía, ya todas las amas de casa sabían del golpe. Los amigos se rieron de mí porque era una vergüenza que las chicas nos vieran acompañando a nuestras madres en esos menesteres de mujeres.
Como buenos guerreros sabíamos que cuando en radio Illimani o en la Batallón Colorados se escuchara algún bolero de caballería, era la señal de que el golpe estaba en marcha y teníamos que alistar los fósforos para encender las velas, colocar los colchones en las ventanas y sentarnos en el piso a distraernos con juegos de mesa. Luego de hablar de esos temas coyunturales, volvimos a los de cada día: los últimos capítulos de la radionovela Kalimán, el hombre increíble, y la nueva chica que había aparecido en el barrio, que nos gustaba a todos; su imagen en mandil blanco creó un silencio incómodo hasta que alguien lo rompió diciendo “hora de cenar”, y nos despedimos; para llegar más rápido trepé la pared y salté al patio de mi casa.
Al día siguiente, viernes 20 de agosto, se sentía un ambiente pesado en la ciudad, los rumores invadían las casas asegurando que el golpe había empezado en Santa Cruz y que habían detenido al cabecilla, un militar de apellido alemán a quien, supuestamente, lo habían traído a La Paz. Varias unidades militares se habían sublevado por todo el país; el presidente Torres y la COB habían llamado al pueblo a defender el “proceso revolucionario”. Mi madre estaba nerviosa, su marido, que era militar, estaba acuartelado y no se había comunicado por teléfono desde el día anterior. “No se preocupe mami, mi padre dice que si el golpe no triunfa en La Paz, no pasa nada, porque al resto del país el golpe llega por telegrama y aquí aún no hay señales”, le dije intentando bromear, ella apenas sonrió.
No se preocupe mami, mi padre dice que si el golpe no triunfa en La Paz, no pasa nada, porque al resto del país el golpe llega por telegrama y aquí aún no hay señales”
Mis padres se habían separado y cada quien rehízo su vida, mi madre se casó con un militar cuando yo tenía unos cinco años y nos trajo a la ciudad el mismo año que Barrientos derrocó al “mono” Paz Estenssoro. Recuerdo que, semanas después de ese golpe, fuimos a visitar la casa de un tal San Román, responsable del control político, que tenía sótanos manchados de sangre en los que se decía torturaban a los enemigos del gobierno del MNR. “Este tipo se traía el trabajo a su casa”, escuché que le dijo mi madre a mi padrastro y ambos se rieron.
Con mis hermanas sabíamos el nombre de mi padrastro, pero nunca lo dijimos, le decíamos Coronel y eso era todo, porque, pese a que vivíamos en la misma casa, no existíamos para él, apenas nos contestaba el saludo, así que él tampoco existía para nosotros; tanto así que no recuerdo ninguna fotografía en la que hayamos estado juntos como familia y ya sabemos que las fotografías son la memoria, sin fotografías no existe la boda ni el bautizo. El Coronel era héroe de la Guerra del Chaco y en el Ejército le tenían mucho respeto, desaparecía durante los golpes y aparecía después sin pronunciar palabra alguna sobre lo sucedido; mi madre tampoco preguntaba mucho. Nunca ocupó un cargo alto en el Estado, le gustaba ser militar y listo.
El sábado 21 el golpe se fue apoderando de la ciudad y los noticieros afirmaban que Juan Lechín, líder de la Asamblea Popular, había convocado a la resistencia. Los jóvenes del ELN (Ejército de Liberación Nacional) tomaron una radio y llamaron a la lucha armada contra el fascismo (¿qué será eso?, me preguntaba). Se escuchaban gritos y disparos por toda la ciudad, los aviones volaban rasantes por el cielo azul, y en el barrio, ya sea en los patios, a través de las ventanas o los muros que dividían las casas, se hablaba de políticos y universitarios muertos; las malas noticias siempre encuentran la forma de llegar a todos lados. La ciudad estaba angustiada y muy pocos podían dormir por las noches.
El domingo 22 fue la primera vez que quise leer periódicos para enterarme de las noticias y no solamente los suplementos de historietas en los que leía a Tarzán, Trucutú, El Príncipe valiente y otras; quería saber qué había pasado en la ciudad y en Bolivia porque las radios habían sido silenciadas y solamente la de las Fuerzas Armadas trasmitía los comunicados de los militares golpistas que repetían como loros que el “gobierno nacionalista de las Fuerzas Armadas de la nación iba a restaurar el orden y la paz después del caos y la anarquía con que los comunistas habían sometido a la patria”; sin embargo, ese domingo no circularon periódicos. Una de mis hermanas habló por teléfono y luego nos contó que se había incendiado el panóptico de San Pedro y que los presos habían fugado, aconsejó cerrar toda la casa porque había violadores y ladrones sueltos.
“Esta fue una pelea de enanos”
El lunes 23 no hubo clases, luego se clausuró el año escolar y todos los estudiantes pasamos por decreto. Esa noche Hugo Banzer posesionó a su gabinete y yo no entendía cómo era que los otroras irreconciliables enemigos políticos se hubieran aliado para derrocar a Torres y a los que algunos periodistas llamaban “el soviet boliviano”, por la Asamblea del Pueblo. El discurso de posesión se trasmitió por la televisión nacional y al escuchar al nuevo mandatario me di cuenta de que yo no sabía nada de política. Recuerdo que se refirió a la creación del Frente Nacionalista del Pueblo y pensé que todos los políticos se adjudicaban la representación del pueblo. Mi hermana mayor se burló del nuevo presidente afirmando que era tan petiso como el anterior: “Esta fue una pelea de enanos”, dijo.
Los días siguientes al golpe pudimos salir a conversar a la calle. Allí supe que los famosos Marqueses, una pandilla de motociclistas, habían participado del asalto a la UMSA y golpeado a varios universitarios. El hermano de un amigo que vivía en una calle cercana había muerto en el cerro Laikacota peleando contra los milicos y a otro joven universitario lo habían sacado a rastras de su cuarto acusándolo de ser un subversivo. No recordaba este tipo de noticias en los anteriores golpes, quizá porque era muy chico y no me interesaba en ellas. Durante esos días escuché frecuentemente hablar de un tenebroso plan para asesinar a políticos, militares, dueños de empresas privadas y periodistas. No entendía muy bien los motivos de tanta muerte. El siniestro plan se llamaba “Zafra roja” (tarea, buscar en el diccionario la palabra zafra). Las autoridades afirmaban que entre los documentos encontrados en un “nido de terroristas” había una lista detallada con los nombres, direcciones y teléfonos de más de mil personas que deberían ser sacrificadas para instaurar el comunismo en nuestro país. Luego se precisaba que harían desaparecer la propiedad privada: nadie podría ser dueño de nada, ni de una bicicleta, todo sería del Estado; los niños serían criados en reformatorios, los viejos asesinados por ser inútiles para la sociedad y las mujeres prostituidas en los sindicatos que eran refugio de flojos y malvivientes. Se comentaba que estaban buscando comunistas casa por casa y que si alguien los escondía también sería castigado: “Todos los rojos tendrán que atenerse a las consecuencias”. Me dio tanto miedo que tomé El diario del Che Guevara, que guardaba en mi velador como si fuera una novela de aventuras, y lo oculté debajo de una madera suelta del machimbre de mi dormitorio.
“Zafra roja”: documento encontrado en un “nido de terroristas” con una lista detallada de más de mil personas que deberían ser sacrificadas para instaurar el comunismo en nuestro país.
Varias semanas después del golpe, al no encontrar el diccionario entre mis libros, tomé coraje y le pregunté al Coronel el porqué del nombre “Zafra roja”. Como era su costumbre, se hizo al que no me escuchó, así que insistí; sin mirarme siquiera me respondió que eso no era de mi incumbencia y luego llevó el dedo índice a su boca en señal de silencio. Busqué a mi madre y le hice la misma pregunta; simplemente me mandó a dormir. Al día siguiente encontré en la calle al periodista, padre de mi amigo, me acerqué y repetí la pregunta; se tomó su tiempo y me explicó que zafra significaba cosecha de caña, y que lo de “roja” representaba la sangre que iban a derramar los comunistas asesinando a miles de personas. “¿Usted lo cree?”, le pregunté, me miró con cierta piedad como perdonando mi ingenuidad y me respondió: “No importa lo que yo crea, lo importante es lo que tú creas”, se llevó el cigarrillo a la boca, fumó y siguió caminando hasta llegar a la puerta de su casa, la abrió y se perdió en la oscuridad del pasillo interior.
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Muchas gracias Homero, un gusto contar contigo en nuestro lanzamiento. Un abrazo.
Muchas gracias. Un fuerte abrazo.