Durante la dictadura de Banzer, se registraron 39 asesinatos políticos, 429 muertos en enfrentamientos y masacres y 100 torturados que salieron con vida (25 murieron antes o después de la tortura), 3.059 detenidos, 159 residenciados y confinados, y más 19.000 exiliados políticos. Pese a todo, los bolivianos y bolivianas ejercieron una infatigable resistencia cada día de esos siete años de gobierno militar.
Multitud, diversa, plural. Muchos semblantes, muchas expresiones. Sus miradas, sus rostros, invitan a escuchar la historia de sus luchas, del hambre, de la pérdida y el dolor en los huesos, en el espíritu. Irradian también esperanza, esperanza en un tiempo nuevo que se imaginaba aquella tarde del 18 de enero de 1979.
La Central Obrera Boliviana (COB) había convocado a una marcha en homenaje al primer aniversario de la histórica huelga de hambre organizada por mujeres mineras y otros sectores que, desde fines de 1977, hasta principios de 1978, consiguió doblegar al régimen dictatorial de Hugo Banzer Suárez y poner fin un gobierno que, desde 1971, a costa de la sangre y terror de sus críticos y opositores, había permanecido en el poder.
Banzer combatió a todos los que consideraba “subversivos”, “comunistas” o “vende patrias”. En su cometido, junto a sus colaboradores, desplegó todos los recursos represivos a su disposición: fuerzas armadas, policía y paramilitares, quienes no dudaron en perseguir, torturar y matar a discreción.
Durante siete años ejecutó sendos operativos que quebrantaron las libertades democráticas, el derecho a la protesta y el disenso político. Suspendió a la COB, persiguió a los partidos de izquierda y clausuró universidades. Intelectuales y periodistas fueron perseguidos y torturados; radioemisoras fueron allanadas y clausuradas.
Los disidentes tuvieron que optar por el exilio, otros fueron “residenciados”, y los que no alcanzaron a escapar fueron tomados como presos políticos y expuestos a las más violentas torturas en casas de confinamiento y campos de concentración.
Siete años de resistencia
En enero de 1977, el gobierno banzerista decretó la elevación de precios para los artículos de primera necesidad y, en un efecto dominó, otros productos agrícolas sufrieron incrementos.
En este contexto, a partir del 24 de enero, campesinos del Valle Alto de Cochabamba bloquearon la carretera a Santa Cruz. Cinco días después, las Fuerzas Armadas intervinieron el bloqueo con blindados y tanques de guerra. Esa jornada los campesinos movilizados fueron sometidos al fuego de la metralla; una carnicería que a la postre se denominaría la Masacre del Valle, que se saldó con al menos 80 muertos y decenas de desaparecidos.
En diciembre de 1977, la indignación y descontento llegaron a un punto crítico cuando cuatro mujeres mineras: Nelly de Paniagua, Aurora de Lora, Luzmila de Pimentel y Angélica de Flores, con sus 14 hijos, instalaron un piquete de huelga de hambre en el Arzobispado de La Paz. Cuatro demandas impulsaban su protesta: amnistía general e irrestricta para todos los presos, exiliados, residenciados y perseguidos por causas político-sindicales; reposición en sus trabajos de todos los que por las mismas causas fueron despedidos; vigencia de todas las organizaciones sindicales; derogatoria del decreto que declaraba zona militar los distritos mineros y retiro de las tropas de los mismos.
Los días posteriores se instalaron otros piquetes en el diario Presencia, la iglesia María Auxiliadora y el paraninfo de la UMSA. Participaron la valerosa Domitila Barrios de Chungara, los sacerdotes Luis Espinal, Xavier Albó, representantes de Derechos Humanos y otras organizaciones.
En diciembre de 1977, la indignación y descontento llegaron a un punto crítico cuando cuatro mujeres mineras: Nelly de Paniagua, Aurora de Lora, Luzmila de Pimentel y Angélica de Flores, con sus 14 hijos, instalaron un piquete de huelga de hambre en el Arzobispado de La Paz.
La madrugada del 18 de enero de 1978, las fuerzas represoras del Gobierno intervinieron los piquetes y apresaron a los debilitados huelguistas. “Fuerzas policiales y civiles fuertemente armadas entraron por la fuerza. Sus adversarios: hombres y mujeres agotados por la inanición, en algunos casos ni podían tenerse en pie. Era como matar moscas a cañonazos”, recuerda la memoria de la Asamblea de Derechos Humanos sobre la histórica protesta.
Esas acciones indignaron al Arzobispo de La Paz, monseñor Jorge Manrique, que amenazó con excomulgar a Banzer quien, finalmente retrocedió y anunció la liberación de los presos y el reconocimiento de las demandas de los movilizados. Asomaba el fin de su gobierno.
Si bien no hay datos oficiales, sobre el régimen de Banzer, vinculado al oscuramente célebre Plan Cóndor, pesan cientos de víctimas. En su libro Nunca Más para Bolivia (1992), el jesuita Federico Aguiló registra 39 asesinatos políticos, 429 muertos en enfrentamientos y masacres y 100 torturados que salieron con vida (25 murieron antes o después de la tortura), 3.059 detenidos, 159 residenciados y confinados. A ellos se suman más 19.000 exiliados políticos.
Los rostros de la memoria
Un año había pasado de aquella gloriosa victoria del pueblo movilizado: La rigurosa huelga de hambre de 21 días logró imponerse sobre la dictadura militar banzerista. Para celebrar ese hito, aquella multitudinaria marcha convocó a varios sectores de la sociedad a elevar su voz y ratificar su compromiso con la vigencia de la democracia en Bolivia.
Calificada por el diario Presencia (19.1.1978) como una de las movilizaciones más numerosas de los últimos años, la marcha recorrió el centro paceño con pancartas y estribillos antimilitares contra los regímenes de Banzer, Pereda y el fascismo. Como un solo cuerpo, avanzó desde la Avenida Montes y terminó con una masiva concentración en la Plaza Venezuela, en el frontis de la que fuera sede de la COB hasta 1980, cuando Luis Arce Gómez mandó a demoler el edificio tras el golpe de su colega, Luis García Meza. “Este edificio representaba el engaño que había sufrido el trabajador boliviano”, sentenció en su momento el militar.
Desde el balcón de la sede de la COB, los dirigentes pronunciaron sus discursos. Demandaron a la Junta Militar de Gobierno, a la cabeza del general David Padilla, retirar las tropas militares de los distritos mineros y la anulación del Pacto Militar Campesino.
Mientras los discursos se elevaban en el éter se registró esta imagen: potente, trascendental, imperecedera. Reconozco que la mayoría de los ahí retratados son desconocidos para mí. Logro identificar a Luis Espinal, Xavier Albó, ¿Jorge Sanjinés? y alguna que otra persona que no alcanzo a recordar con precisión.
Seguramente algunos de ellos permanecen para contar su historia; otros ya habrán dejado este mundo. Pero también hay los que violentamente les arrebataron la existencia y la dignidad.
Esa tarde, Luis, ¿habrías imaginado que pronto encarnarías ese llamado al sacrificio? Su mirada me atraviesa, me interpela. Me estremezco y guardo silencio.
Meses después, otro militar y sus colaboradores se encargarían de secuestrarlo, torturarlo y silenciar su palabra de denuncia, su voz justiciera. “Era casi medianoche cuando lo secuestraron en La Paz. Luis Espinal Camps volvía del cine a pie y le faltaba una cuadra para llegar a su casa, pero lo montaron en un jeep. Al sacerdote jesuita le esperaban horas de tortura entre culatazos, golpes y quemaduras con plancha antes de ser rematado con más de 12 tiros en un matadero de reses, como consta en reportes policiales y periodísticos de la época”, relata en un reportaje el periodista Boris Miranda (+). Era el 22 de marzo de 1980.
Esa tarde, Luis, ¿habrías imaginado que pronto encarnarías ese llamado al sacrificio? Su mirada me atraviesa, me interpela. Me estremezco y guardo silencio.
Intenté ubicar la fotografía en diarios de la época, mas no pude encontrarla sino en una edición posterior del semanario Aquí, que en vida dirigiera el propio Espinal. Es justamente en la nota de Miranda donde se registran los derechos de propiedad de la foto a Alfonso Gumucio Dagron, colega de Espinal y cofundador del citado rotativo.
En sus páginas, Aquí denunciaba permanentemente la existencia de grupos paramilitares y los aprestos golpistas de Luis García Meza y Luis Arce Gómez, este último, gestor de un sañoso y violento plan para eliminar cualquier tipo de oposición o resistencia. García Meza gozaba del apoyo y respaldo de Banzer para lograr ese cometido. En una carta póstuma difundida en 2018, sería él mismo quien confesaría haber ejecutado el golpe a solicitud de Banzer: “Lo tenía que soportar en mi casa, mañana, tarde y noche, pidiéndome hacer el golpe de Estado porque Marcelo Quiroga Santa Cruz le seguía un juicio de manera seria”, declara.
Una foto que convoca
Cuando se tomó la fotografía, nadie habría alcanzado a pensar que en poco tiempo más, la bota militar nuevamente se teñiría de sangre.
Y por esas cosas de la vida, que te coloca en el camino de unas y otras personas, hace poco había trabajado justamente en una exposición sobre la jornada del 17 de julio de 1980 y el golpe de García Meza. Como parte de la museografía propuse la foto en cuestión, montada en todo un muro, impactante y provocadora.
Poco antes de cerrar la sala, alguien me buscó. Estaba de espaldas, como metido en la foto. Dio la vuelta y, a pesar del barbijo que cubría parcialmente su rostro, distinguí esos ojos apaisados que miraban con franqueza. Era el Pastor Mamani, el mismo que en aquella fotografía yace justo al lado de Luis Espinal. Más de 40 años han pasado desde que se registró aquella imagen.
Me contó su larga trayectoria como dirigente y los avatares de su vida política. Nacido en 1949, en Socopuco, Ocurí, Norte Potosí, Mamani transitó una trepidante vida como dirigente sindical, maestro, juez, magistrado y presidente del Tribunal de Justicia.
Mamani figura en la foto porque justamente en ese entonces fungía como presidente de la Asamblea de Derechos Humanos del Distrito minero Siglo XX. Eran tiempos de lucha e incertidumbre permanente.
Entre otros personajes en aquella fotografía -relató Mamani- está también el reconocido pensador, maestro y comunicador Gregorio Iriarte (1925 – 2012) quien fuera también fundador de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos en 1976, junto a los sacerdotes Julio Tumiri y Luis Espinal.
“Había mucho que celebrar, la marcha era multitudinaria, era algo apoteósico. Habíamos doblegado al régimen de Banzer y después de siete años estaba retornando la libertad, la democracia”, recuerda.
Era un momento libertario, una expresión emancipadora luego de un septenio marcado por la represión y la censura. La esperanza reinaba entre la multitud, aunque esa luz no duraría mucho. “Quién iba a pensar que después de tanto sacrificio, poco tiempo después de nuevo estaríamos perseguidos”, comenta al referirse al golpe de García Meza, que lo obligó a sumarse nuevamente a la resistencia, pero esta vez desde la clandestinidad.
“Quién iba a pensar que después de tanto sacrificio, poco tiempo después de nuevo estaríamos perseguidos”.
La dictadura encarnada
Han pasado décadas y persisten en la memoria. Las dictaduras militares, esos queloides deformes que marcaron el cuerpo y espíritu de generaciones.
Tengo 40 años y puedo decir que prácticamente soy hijo de la democracia, o casi… El 17 de julio de 1980 aún vivía sumergido en el vientre de mi madre. Corrían las primeras horas de la tarde y ella esperaba a mi papá en la Plaza del Estudiante. De pronto se percató que extrañamente las calles se habían vaciado y personas a paso rápido se alejaban del centro. Vio pasar raudamente ambulancias y jeeps rumbo a la UMSA. Entonces empezó la balacera y los gritos. Con el alma en un hilo, corrió espantada buscando cobijo golpeando las puertas de la calle, hasta que afortunadamente la dueña de una pensión la dejó ingresar. Vio su enorme panza y la hizo pasar a la parte interior del negocio para instalarla debajo de una mesa.
Era de noche cuando salió de aquel refugio. En una aparente calma, con el frío campante y las calles de luto, corrió desesperadamente a casa. Al abrazo de mi padre, quien estaba a salvo, se enteró de lo que había sucedido: un nuevo golpe.