De la compra de estímulos sexuales gráficos para las noches calenturientas, ejecutada hace treinta años por un par de adolescentes –llamados Willy y Bismarck– en la prehistórica La Paz de principios de los noventa.

El par de adolescentes camina con paso nervioso, disimulando exageradamente un aire de “solo estamos de pasada”. Miran todo lo que la calle les ofrece, como si nunca hubieran estado por ahí, aunque ya es la sexta vez, en menos de una hora, que recorren esa cuadra repleta de productos diversos, cosa que ya comienza a originar cierta suspicacia en los comerciantes informales que se han parcelado las aceras. “Mirá estos llokallas –dice una vendedora de tangas– cada rato están vuelteando”. “Le diremos al Seguridad –le responde su vecina, la de los cosméticos–, capaz son rateros”. Y los muchachos, sintiéndose observados, aumentan aún más el histrionismo del disimulo, preguntando, sin tener conciencia de lo que hacen, como una reacción defensiva ante la vigilancia informal: “¿Cuánto están las tanguitas?”.
La vendedora los mira chueco, su desconfianza no ha desaparecido, pero más puede su instinto comercial, que le impulsa a responder automáticamente: “¿Cualcita quieres, patroncito? De todo precio hay; mirá estita, con encaje, suavita es, 30 pesitos nomás sale. Esta otrita también tengo, más baratita, mirá, atocá nomás, imitación seda es, brasilera, a 20 te lo he de dejar”. Sin otra salida, los críos ven sus manos repletas de tangas multicolores S, M, X y XL, y se las pasan entre ellos comentando con fingida naturalidad las bondades de cada prenda, mientras la sangre se aglomera en sus rostros y comienza a quemarles las mejillas. La vendedora, con la típica impaciencia del comerciante urbandino, vuelve a arquear las cejas a tiempo de gritarles: “¿Van a comprar o no? ¡Todito me lo están desordenando!”.
Las cosas comienzan a salirse de lo planeado; se alejan del puesto con sendas tangas en los bolsillos, caminando rápidamente para alejarse de las risitas que, en su paranoica huida, se han transformado en carcajadas acusadoras. Llegan a la esquina, cruzan a la acera del frente, la de la plaza Alonso de Mendoza, y se detienen, temblorosos, para recriminarse mutuamente. “Bien cojudo eres, para qué le has preguntado”. “Es que nos estaba vichando jodido, había que disimular”. “Nada que ver, sin motivo te has meado; por tu culpa hemos perdido 40 pesos”. “Yaaaaa, si más bien le he hecho rebajar, vos ya estabas pagando calladito”.
La discusión continúa por algunos minutos, hasta que, ya relajados, comienzan a ver el lado graciosos del impase. “Grave se ha rayado la vieja, ¿no?”. “¿Qué te has comprado vos? A mi me ha dado una de gordas”. “Ni me he fijado. A ver… yaaaaaa, mirá, con corazoncitos me había agarrado”. “Guardala, cojudo, nos están chequeando”. “Y quép’s, para mi ñata puede ser”. “Yaaaaaa, como si tuvieras ñata”. “¿Y acaso la gente sabe?”.
Repasan el plan nuevamente y se comprometen a cumplirlo de una vez por todas. Comienzan a bajar la cuadra, asumiendo el airecito de “solo estamos de pasada”, teniendo mucho cuidado en ocultar la cara cuando pasan por el puesto de las tangas. Doblan a la derecha y entran a la Tiquina, breve calle que se ha convertido en pasaje peatonal, pues el comercio informal pudo más que los reglamentos municipales. Actúan según lo convenido, mirando sin mirar, tratando de ubicar el puesto que no tenga compradores. Al parecer, la suerte está con ellos: al lado de un vendedor de cables, han divisado un puesto sin clientela. Aceleran el paso, eludiendo cuerpos multi-pluri que forman la multitud que congestiona esta calle. Se detienen en el puesto de cables y comienzan a preguntar por el precio de este y de aquel, mirando de reojo al puesto vecino, aún carente de interesados, en cuya tarima se exhiben revistas pornográficas de todo calibre.
Uno de los changos, diciéndose a sí mismo “ahora o nunca”, desliza sus pies, centímetro a centímetro, hasta ubicarse frente al cuarentón obeso que regenta esa pequeña isla del sexo gráfico. En voz baja, casi balbuceando, mordiéndose la lengua con cada palabra pronunciada, debido al temblor que ha atacado a sus mandíbulas, mirando sin mirar, pregunta: “¿A cuánto están las revistas?”. El gordo, que no ha escuchado nada o, si lo ha hecho, no ha entendido ninguna palabra, yergue su cuerpo desde la minúscula banca –que una vez liberada del peso y volumen de cincuenta y seis quilos de nalgas, ya es visible y digna de reconocimiento– para acercarse al nervioso adolescente y gritarle un sonoro “quéeee”, obteniendo por respuesta un tímido índice apuntando hacia las revistas, gesto acompañado por un, tímido también, aunque esta vez más nítido, “cuánto”.
El gordo, ajeno a las vergüenzas de la pubertad, tal como la tanguera había hecho antes, colma las manos del muchacho con una decena de revistas, explicando, a voz en cuello, con lenguaje tres equis, las características de cada una de ellas. Antes de verse implicado en semejante escena, el otro chango se aleja unos cuantos metros, dejando solo a su compañero o, mejor dicho, en compañía de las varias personas que se han reunido alrededor del puesto luego de que hubieron escuchado el marketing hardcore del gordo malicioso que, de no ser porque perdería un cliente, ya se hubiera despanzado de risa por la situación en la que ha metido al nervioso primerizo.
No hay posibilidad de escape, está rodeado por varios voyeuristas que levantan las revistas sin recato alguno y las hojean desplegando, en las que la tienen, la página central para ver la fotografía tamaño póster de una pelada siliconeada. Ni se fija en la revista con la que se ha quedado, solo atina a preguntar el precio y pagar el monto demandado. Sin embargo, a pesar de que el negocio ya ha sido realizado, el gordo no piensa privarse de una buena anécdota; entonces, simulando discreción, casi al oído, le dice al chango: “Tengo unas revistas con colegialas paceñas, ¿no quieres llevarte una?, te la doy a mitad de precio, para que seas mi casero”. Y el comprador debutante, cuyo nerviosismo no le impide imaginar desnudas a la Mary o a la Cuca, conocidas ninfómanas de su escuela, contesta sonriente, “ya”, animado por la calentura que alimenta su esperanza de ver ese par de cuerpos en las revistas ofrecidas. Pero la sangre, que por unos segundos había descendido de su rostro a su miembro, retorna presurosa a los cachetes del púber para dar color a la palidez que adquirieron cuando el gordo desgraciado, al ser aceptada su propuesta, gritara energúmenamente, mirando al revistero de la acera opuesta: “Oyeeeeees, Panchooooo, pasame las pornos bolivianaaaas, este chango quiere unaaaa”. Y el Pancho, dándose cuenta de la movida, con tono serio, gritara en respuesta: “¿Acaso es mayor de edaaad? A veeeer, que muestre su carneeet”.
“Y vos de qué te ríes, cojudo”, grita el crío, ya no colorado por la vergüenza, sino por la rabia que le ha producido ver a su cuate desternillándose de risa, sumando sus carcajadas a las de los espectadores coyunturales del chascarrillo malaleche ideado por el gordo. El joven Judas, sorprendido en su felonía, comienza veloz escape al advertir que el otro chango tiene un no sé qué en la mirada, pero que supone es un irreprimible deseo de callarle la risa a puñetes. La persecución se extiende a lo largo de muchas cuadras, hasta que, jadeantes, ambos se detienen a la altura del Obelisco y se sientan en las graditas del correo para dar descanso a sus cuerpos y sus nervios. “Maricón de mierda, ¿por qué me has dejado?”, inquiere el que ha consumado el plan. “Yaaaaa, ¿acaso me he ido? Si a tu ladito estaba”, responde el traidor y recibe un revistazo en la cabeza. “Ya, che, no te rayes, disculpá, es que me ha hecho asustar ese gordo cuando ha gritado”. “Eres un marica, nunca más voy a venir contigo”. “Ya pues, no te rayes, más bien mostrame la porno; a ver, ¿cuál has comprado?”. “Ni-ca-gan-do, huevoncito. Ahora te jodes, solo yo la voy a chequear”. Y el otro seguirá con la rogadera y las disculpas por más de una hora, hasta que, dándose cuenta de la firmeza del amigo, hará explicito su resentimiento, diciéndole: “Metete tu revista al culo, pajero de mierda”.
En fin, una peleíta normal entre adolescentes. Ya se abuenarán al día siguiente y programarán otro safari pornográfico, en el que, mucho más cancheros, hojearán las revistas sin vergüenza ni culpa, regateando el precio de las que comprarán y serán compañeras nocturnas durante sus fantasiosas, ardientes y solitarias noches de pubertad.