A las dos de la tarde del lunes 15 de enero de 1979, en Chochís comenzó a llover a cántaros. El tren partió con dos vagones de pasajeros al final del convoy. De pronto, se detuvo. Sólo un pasajero advirtió lo que se venía. ¿Qué pasó?
Cuatro personas llevan en andas la imagen de medio metro de altura. Es la Virgen de la Asunción, cubierta con un manto blanco, las manos puestas delante del pecho y juntas en señal de oración. En la cabeza lleva una corona plateada sobre los cabellos largos que le cubren gran parte de la espalda. Según César Lara esa imagen no es la original, sino que porta las cenizas de aquella que se quemó hace años.
Según César Lara esa imagen no es la original, sino que porta las cenizas de aquella que se quemó hace años.
Poco más de las siete de la noche y, guiadas por los portadores de la imagen, unas quince personas inician en la puerta de la pequeña y antigua estación ferroviaria de Chochís, en Roboré, el recorrido de unas cuatro calles que la unen con la plaza principal donde está el templo católico. Mientras caminan, algunos feligreses lanzan petardos y se escucha repicar la campana de la iglesia llamando a la ceremonia. Poco a poco se unen a la pequeña procesión más personas.
Entre todos los asistentes se reparte una página fotocopiada que transcribe una composición en recuerdo del día que celebran y que los lleva a reunirse en la iglesia. Cada dos versos que se cantan, suena la quena del profesor de música, un joven argentino que ha llegado hace unos meses a Chochís con la firme intención de organizar una orquesta de jóvenes.
El cortejo llega a la plaza e ingresa al templo con casi un centenar de niños, adultos y personas mayores que participarán de una eucaristía con la que rendirán homenaje a las personas que murieron, y recordarán las vivencias de hace más de cuatro décadas. El cortejo fue el mismo que Héctor Maldonado, los pasajeros de dos vagones de tren y los pobladores de Chochís habían caminado 42 años antes.
El cortejo llega a la plaza e ingresa al templo con casi un centenar de niños, adultos y personas mayores que participarán de una eucaristía con la que rendirán homenaje a las personas que murieron, y recordarán las vivencias de hace más de cuatro décadas.
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A las dos de la tarde del lunes 15 de enero de 1979, comenzó a llover a cántaros.
Según relata el Hermano Vidal Bretos, religioso que cumple su misión pastoral en Roboré desde aquella época, ese día se cayó el cielo desde la mañana y no paró hasta el día siguiente. Ya jornadas antes se habían producido también lluvias muy copiosas y largas, que habían interrumpido parcialmente el flujo ferroviario por deslaves que bloqueaban la ruta.
Esas interrupciones habían provocado que desde la navidad de 1978 el flujo ferroviario se haya paralizado hasta ese día, cuando, por presión de comerciantes varados en Puerto Quijarro, enterados de que se había liberado la vía y se iba a realizar un envío de carga a Santa Cruz, exigieron la habilitación de dos vagones para pasajeros. Estos se incorporaron al final de la caravana; eran vagones de segunda, cada uno con 92 espacios, y vinieron atestados de personas que se dedicaban al comercio y que habían estado varadas por más de tres semanas en la frontera con Brasil.
El tren había recorrido la mitad del viaje cuando llegó a Chochís donde se detuvo porque se le notificó que más adelante la ruta estaba trancada por nuevos deslizamientos.
La locomotora que impulsaba el convoy se acomodó delante de la antigua y pequeña estación, y los vagones de pasajeros, que estaban al final, quedaron sobre el puente construido sobre una quebrada.
El Hermano Vidal recuerda que uno de los pasajeros se dio cuenta que al costado del tren podía verse agua a nivel de la superficie. Eso no era posible. El lecho del río estaba casi quince metros bajo el puente. Salió del vagón apresuradamente y con dificultad, porque efectivamente el puente estaba anegado. Sosteniéndose de los vagones se dirigió a la locomotora para convencer al maquinista que maniobrara para hacer avanzar a toda la caravana.
Éste, al parecer poco convencido, fue hasta donde estaban los vagones de pasajeros cerciorándose de que el agua estaba represada a los costados del puente y ponía en serio riesgo su estabilidad. Volvió rápidamente e hizo arrancar la máquina acomodando los dos últimos vagones sobre suelo firme.
Poco después, la gente comenzó a escuchar mucho ruido y sentir que el suelo temblaba haciendo vibrar a los vagones. Temieron su fin mientras el ruido se hacía estruendo y las ventanas crujían mientras toneladas de piedras rodaban y se estrellaban entre sí, impulsadas por una tromba de agua que se desprendía desde el macizo chiquitano donde se había represado.
El terraplén de metal y madera colapsó.
Los casi doscientos pasajeros que se habían quedado en los vagones para cubrirse de la incesante lluvia y con la esperanza de que en algún momento pudiesen avanzar, escucharon los fierros retorciéndose sin saber qué sucedía.
La lluvia no cesó hasta el mediodía siguiente, momento en el que los pasajeros salieron del convoy, aun con el miedo en el cuerpo.
Sólo en ese momento fueron conscientes de su salvación providencial viendo los restos del puente sobre el que horas antes habían estado y que ahora yacían en el fondo de la quebrada. De no haber sido por la acción de ese pasajero que convenció al maquinista, habrían terminado dentro de los dos vagones, destrozados.
Uno de ellos, Héctor Maldonado, arengó a los pasajeros y a los pobladores de Chochís para que fueran a la iglesia ubicada en la plaza a rezar en agradecimiento a la virgen por haberlos salvado. Maldonado, cochabambino de cepa, era fiel creyente de la Virgen de Urkupiña.
El rezo se hizo intenso con las noticias que llegaban. Chochís estaba bloqueada, la vía férrea colapsada, los caminos cerrados por derrumbes. Pero en El Portón y Limones, las poblaciones cercanas a cada lado de Chochís, la lluvia y los deslaves habían cegado la vida de al menos 22 personas después de que la tromba de agua y material arrasara casas enteras con sus ocupantes dentro, quienes no tuvieron la más mínima posibilidad de escapar.
En Chochís no había muerto nadie.
Las poblaciones afectadas necesitaban ser socorridas pero el auxilio no podía llegar. En aquella época, los caminos y comunicaciones en la zona eran muy irregulares y precarios. Fueron los mismos pobladores y algunos vecinos quienes iniciaron las tareas de rescate.
Más ayuda llegó días después cuando se habilitaron tres helicópteros militares, que transportaron vituallas y comenzaron a trasladar a los heridos y luego a los pasajeros varados. Se despertó la solidaridad en Santa Cruz desde donde comenzaron a mandar alimentos y ropa.
La región quedó incomunicada por casi medio año, que fue el tiempo que se tardó en restablecer la vía férrea, porque los daños no solo estaban en Chochís sino en casi 150 kilómetros de ruta que había sufrido derrumbes y afectaciones severas.
Con el tren nuevamente en circulación, Héctor Maldonado volvió a Chochís en agosto. Como devoto de la Virgen de Urkupiña, decidió llevar una imagen pequeña para dejarla en la iglesia. Contrató una misa y así se inició un tributo religioso que se sigue celebrando cada agosto, en la fecha de la fiesta de la Virgen de la Asunción.
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El parqueo para dejar el coche que está delante del domicilio de César Lara y desde donde se accede al Velo de la novia, una cascada que es atributo turístico de Chochís, está señalizado con uno de los tramos de riel que la fuerza del agua doblegó esa noche del 15 de enero de 1979.
César es un tallador de madera nacido en San José de Chiquitos, pero que adoptó a Chochís como el lugar donde quiere vivir el resto de su vida. Allí fue invitado por Hans Roth, arquitecto jesuita de origen suizo, que dejó desperdigada su presencia en el oriente del país, especialmente con el inconmensurable trabajo de restauración y puesta en valor de la mayor parte de los templos misionales jesuíticos, a los que consagró su vida desde que llegó al país en 1972.
Roth había recibido el encargo de diseñar un templo nuevo y César de tallar la puerta giratoria, parte de los interiores y una colección de tallas rectangulares que cuelgan de las paredes exteriores del Templo Mariano de La Torre, levantado bajo la Torre de David, una roca natural de color rojizo, que fue escogida para albergar el edificio religioso.
El Templo Mariano de La Torre es un homenaje a un acontecimiento trágico que pudo ser más cruento y que se evitó solo porque el tren se movió a tiempo.