Hay odios viscerales que pasan de generación en generación. Prueba de ello es un hombre que, sentado en un banquillo de madera, tintinea una campanilla. Es un rezador cuya alma pesa toneladas y hay incluso quien espera ver ese banquillo vacío. ¿Qué hizo de malo este hombre?
Ilustración de Olivia Frade
Entre las calles San Martín y Uruguay de la ciudad de Cochabamba, se escucha tenue la campanilla de Celestino López. Este rezador de almas lucha para hacerse sentir entre el gentío que pasa y repasa por el lugar. El movimiento de gente que lleva bolsas con ropa americana o juguetes a medio uso no percibe la presencia del rezador.
Si alguna vez pasas por la acera donde está Celestino, no te dejes llevar por los bocinazos de los micros y minibuses que pelean por llegar temprano a su tiqueo, tampoco por los gritos de señoritas a las que les arrebataron una prenda que habían escogido del fardo de ropa usada que se vende por ahí. Si pones atención a una campañilla, tus ojos se irán en busca de aquel sujeto que se encuentra sentado en un banquillo de madera. Por lo general tiene una gorra azul que cubre su cabeza pero al mismo tiempo desprotege sus lentes oscuros.
Celestino, ciego Celestino, nadie rezará por ti, decía dentro de sí su prima Guillermina mientras lo veía de lejos, desde un punto seguro para ella. Cada vez que Guillermina se iba de compras a la Cancha pensaba en él y esperaba ver ese banquillo de madera vacío para descansar en paz.
Las relaciones de Celestino con la familia no lo hacían hombre para el recuerdo, y mucho menos para dedicarle unas cuantas oraciones. Celestino había heredado el carácter despótico y vengativo de su padre, José Clemente, quien supo inculcar muy bien el desprecio por la gente que no sabe pagar sus deudas. José Clemente nunca perdonó que su hermano Simón no le pagara a tiempo los mil bolivianos que le había prestado, situación que llevó a que las familias se distanciaran. Pese a la devolución del dinero, la carga moral de los deudores no se olvidaría y fomentaría el odio de las segundas generaciones.
Celestino, ciego Celestino, nadie rezará por ti, decía dentro de sí su prima Guillermina, mientras lo veía de lejos, desde un punto seguro para ella. Cada vez que Guillermina se iba de compras a la Cancha pensaba en él y esperaba ver ese banquillo de madera vacío para descansar en paz.
Los domingos, los insultos y gritos enfrente de la casa de Simón López no se hacían esperar. José Clemente, con la chicha de varias tutumas encima, no se guardaba nada y lanzaba todo tipo de comentarios mordaces para hacer oír a su hermano el desprecio que sentía por él. El odio de José Clemente en un principio era llevadero pero fue doliendo más por las acciones de Celestino, su primogénito, quien no se conformó con lanzar gritos, sino también pedradas a su propia sangre.
La familia de Simón vería la saña de Celestino reflejada en los flechazos que atravesaban las ollas de barro de una cocina improvisada y en los huecos en el techo de cañahuecas, producto del bombardeo. Guillermina recuerda claramente a sus gallinas y gallos que salían despavoridos por el lugar, con los ojos reventados y las cabezas colgando.
No conforme con ello, en 1932 Celestino López cambió la flecha por el fusil, pero antes de irse hizo una promesa: matar a su tío y primos al regreso de la guerra del Chaco. Ante el reclutamiento de Celestino la familia de Simón tuvo un leve respiro, y a partir de ese día todas las noches, la familia, pese su carácter beato, rogaba por la muerte de aquel hombre.
En aquel tiempo, las familias de los soldados conocían la situación de la guerra Chaco a través de cartas. Guillermina, mi abuela, solo esperaba una noticia: la muerte de su primo. No importaba que fuera la sed que lo matara o un fusil que lo atravesara, solo deseaba que su familia y ella se libraran de él. Pero su deseo no se cumpliría; la familia de Celestino solo hacía conocer que él estaba bien y que solo pedía coca, cigarros y lejía para soportar la estadía en la zona de conflicto. Como quien dice, hierba mala nunca muere.
No conforme con ello, en 1932 Celestino López cambió la flecha por el fusil, pero antes de irse hizo una promesa: matar a su tío y primos al regreso de la guerra del Chaco.
Tras varios años de no saber nada de Celestino llegó el día del reencuentro. Una madrugada, la familia de Simón recibió la visita de un hombre que venía acompañado de un jovenzuelo; estaba claro que el joven oficiaba de su lazarillo. Dentro de la casa que Celestino prometió quemar, Simón ayudó a sentarse a quien en algún momento lo había amenazado de muerte. Ese hombre, que ahora necesitaba de un lazarillo, era Celestino que venía a visitar a sus tíos y primos y que, por su condición no podía ver los cambios que habían sufrido sus familiares, por eso pidió que cada uno se acercase para poder reconocerlos. Guillermina, mi abuela, rehuía la presencia de su primo, pero por órdenes de su padre se acercó y sintió la mano pesada del ciego. Primero sintió las manos en sus hombros y luego en su cara. La mirada de desprecio no era algo que se podía ocultar para todos, pero para Celestino sí.
Celestino se mostró alegre estando entre su familia, el tío y el sobrino no tocaban temas incómodos para los dos. Sin ninguna presión, Celestino contó la razón de su ceguera, que para la familia no era necesario conocer porque suponían que era consecuencia de su participación en la guerra, pero estaban muy equivocados. Celestino, si bien había caído prisionero, no fue a manos de la armada paraguaya, sino en brazos de una paraguaya, quien al sentirse abandonada por los deseos de Celestino de retornar a Bolivia, le echó ácido en la cara pensando que así no encontraría el camino a casa.
Guillermina y toda la familia sintieron que el alma les volvía al cuerpo. Ver a Celestino caminar a tropezones, dependiente de alguien por el resto de su vida, no fue suficiente para perdonarlo. Mi abuela Guillermina lo seguía viendo como al demonio que se bajaba los pantalones para mostrarle sus partes y luego amenazarla de muerte.
Guillermina y toda la familia sintieron que el alma les volvía al cuerpo. Ver a Celestino caminar a tropezones, dependiente de alguien por el resto de su vida, no fue suficiente para perdonarlo.
La condición de Celestino fue muy bien aprovechada por él mismo, decía mi abuela. Ahora conocido como el ciego Celestino, había dejado de atacar a su familia y se dedicó a los placeres de la vida: mujeres y alcohol. Acompañado de su hermano, el uña Cilico, se dedicaron a pasar la mayor parte del tiempo en las chicherías que se habían convertido en su segundo hogar.
Mi abuela nunca entendió el interés de cholas y chotas por su primo ciego. En alguna ocasión escuchó que él tenía un secreto dentro del bolsillo, pero le costaba comprender que una pajita tuviera tanto poder. Su padre le había explicado que la pajita que tenía el ciego no era cualquiera, sino que la habían quitado de la boca de una lagartija en celo. Cierto o no, la verdad era que el ciego Celestino se había creado una gran fama de cholero, ya sea por la pajita o por su renta de excombatiente, el asunto es que la compañía de mujeres no le faltaba, las tenía por todas partes, hasta escondidas en el maizal.
A falta de ojos, el ciego tiene una lengua de p’aqpaku, decían en la chimpa donde vivía. El ciego Celestino, agarrado de su lazarillo se iba como tramitador de divorcios, inscripciones de terrenos y lo que necesitase la comunidad en cuestiones legales. Celestino tenía un negocio próspero en el que él era su propio jefe. El ciego simplemente se encargaba de llevar los documentos a los lugares y personas correctas y se ganaba su buena paga.
Pero Sacaba no era su único paradero, también las zonas residenciales de Cochabamba. La Recoleta y Cala Cala eran los lugares favoritos del ciego Celestino, quien agarrado de uno o dos de sus hijos se iba a pedir limosna al son de la cueca “infierno verde”.
Después de recorrer tanto, el ciego Celestino decidió sentarse y dedicarse al oficio de rezador de almas. El lugar de su oficina era muy peculiar pues lo lógico sería ponerse en la entrada de un cementerio, pero no; él se acomodó en una zona central llena de vida donde la circulación de gente se sentía desde la madrugada hasta el anochecer.
En uno de los recorridos a la ciudad mi madre me mostró al ciego, y me contó que ella sí había roto esa barrera que impedía a mi abuela acercase a él. De alguna manera, mi madre esperaba que el ciego recordara y se disculpase por sus fechorías. Sin temor, Matilde López caminó y se colocó al lado derecho del hombre que marcó la infancia de su madre y le pidió rezar por Guillermina Aguilar, Simón López y Natividad Aguilar. Mi madre, sin decir más, se fue dejando al ciego intrigado, preguntando al aire quién pedía el rezo. Matilde esperaba que la culpa lo acompañara.
Cuando acudas a un rezador, pon mucha atención: nunca se sabe a quién uno encomienda el alma de un ser querido.