De lo que le ocurrió a un urbandino poco paciente cuando tramitaba su carnet en las primitivas oficinas de Identificación de la prehistórica La Paz de los 90.
Hace poco más de veinte años, un urbandino dedos de seda se apropió de mi billetera. No tenía plata y la billetera era ordinaria, por lo que el carterista ha debido quedar bastante frustrado. Al principio, me causó gracia imaginar al ladronzuelo revisando la billetera una y otra vez hasta convencerse de que en ella solo había un carnet; sin embargo, recién entonces me di cuenta de que me había quedado indocumentado y que, si bien no había perdido dinero, tendría que emprender el moroso trámite de renovar mi cédula de identidad. Claro, en esas épocas no había las comodidades del SEGIP que tenemos hoy, y había que ir a las dependencias de la Policía en el centro de la ciudad, donde había el espacio suficiente como para que centenares de personas pudiesen hacer cola durante al menos seis horas. El trámite era una tortura.
Pasados unos días, me armé de valor y me dirigí, bastante temprano, a las dependencias de Identificación para realizar el trámite con que se obtenía esa cartulinita plastificada que certifica la existencia de todo ciudadano de bien. Debo admitir que me sorprendí bastante, pues el proceso era más ágil de lo que yo recordaba, debido a que la Policía Nacional, por fin, había decidido subirse al tren de la modernidad y jubilar las bulliciosas máquinas de escribir, reemplazándolas por modernas computadoras equipadas con cámaras digitales.
Al darme cuenta de que, a pesar de las largas filas el trámite se estaba realizando con celeridad, calculé que en media hora podría irme a comer tucumanas. Todo marchaba sobre ruedas hasta que me tocó cancelar los 17 pesos que cuesta la cédula; solo había un cajero, cosa que no habría sido mayor problema de no mediar una nueva y noble norma: las mujeres con bebés en brazos o aguayos deben ser atendidas con extrema preferencia, de tal modo que, cuando el cajero o el oficial que lo custodiaba notaban que alguna dama estaba cargando a su retoño, inmediatamente la hacían avanzar hasta el primer puesto de la fila.
Mientras hacía cola, una joven señora, cargando un regordete bebé en brazos, se formó detrás de mí. El niñito resultó ser un coqueto urbandino, pues apenas le dirigí la mirada esbozó una pícara sonrisa y movió sus manecitas. Obviamente, se ganó mi simpatía de inmediato y comenzamos a comunicarnos mediante gestos faciales. Al poco rato, cuando nuestro diálogo ya era fluido, el oficial de la caja llamó a su madre para que avanzara hasta la ventanilla; no me quedó más que despedirme del pequeñín, apretándole con suavidad el cachete en el que ostentaba un lunar de regular tamaño.
No creo que hayan pasado más de tres minutos, cuando me pareció ver a mi amiguito lunarejo pasando por mi lado, rumbo a la ventanilla, cargado por una señora que fácilmente podría haber sido su bisabuela. “Todas las wawas son iguales”, pensé, desechando mi susceptibilidad. Y me obligué a pensar lo mismo once veces más, pues solo así podía controlar la rabia que, después de veinticinco minutos de hacer fila, iba creciendo contra la “noble” medida que favorecía a las señoras con neonatos cargados.
Mi paciencia se vio rebasada cuando, al escuchar una risita familiar, me di la vuelta y miré al señor que estaba después de mí sosteniendo al crío del que, media hora antes yo me había despedido con un cariñoso pellizco. Todos mis esfuerzos por contenerme se fueron al diablo cuando el oficial gritó: “El señor con la wawita, que pase adelanteeee”. “Este no es su hijo”, grité con indignación. “Yaaaaa, qué te pasa, che, estás ofendiendo a mi mujer”, me respondió el muy cínico, y antes de que yo pudiera contra argumentar, el oficial se acercó para decirme, con tono intimidador: “Joven, mejor tranquilícese, si no, voy a sacarlo de la fila”. Colorado de rabia, tuve que quedarme callado mientras el crío pasaba por mi lado sonriendo burlonamente, y apenas pude evitar la tentación de reventarle su horrible y descomunal lunar con un pellizcón de madrastra.
Luego de contar hasta cien para calmarme, me puse a observar bien cuál era la movida. Entonces, tras observar cuidadosamente durante veinte minutos, calculé que en ese recinto solo había tres bebés, los cuales eran utilizados por distintas personas para poder acceder al beneficio de la nueva norma. Acúsenme de malpensado, pero sospecho que el oficial y el cajero estaban en combinación con las tres madres que cedían a sus infantes por un módico precio, lo cual implicaba que ningún reclamo sería escuchado.
Comprenderán que después de estar una hora en esa fila, ya veía a todos con cara de tucumana, razón por la cual decidí no perder más tiempo y me conseguí un “hijo”. Como ya éramos amigos, entablé el negocio con la madre del lunarejo:
–¿Cuánto está la wawa?
–Siete pesitos, joven; diez con aguayo.
Así, con el crío en brazos, el oficial me hizo saltar la fila y pude, finalmente, cancelar los 17 pesos para renovar mi cédula.
Cuando devolví al bebé, el muy marica estaba chillando como sirena de ambulancia. “¿Qué ha pasado, qué le ha hecho a mi wawa?”, me preguntó su madre. “Nada, doñita, se ha asustado porque aquel caballero le ha hecho gestos”, respondí y me alejé rápidamente, antes de que ella se diera cuenta de la hinchazón en el cachete de su hijo.
Al día siguiente, a las 08:30 fui a recoger mi nuevo carnet de identidad. Y nuevamente, me sometí a una prolongada fila. Obviamente, las wawas de alquiler seguían beneficiando a los coladores. Era un negocio impresionante.
A salir de Identificación, llamé a mi novia:
–Tenemos que tener un hijo, pero ¡ya! Estamos perdiendo plata…
Terminamos a los dos días, no compartíamos las mismas aspiraciones. De todas formas, poco después apareció el SEGIP, el negocio se fue al diablo; alquilar wawas dejó de ser rentable. Y vender órganos no es lo mío, tengo principios.