En 2004 nuestro espíritu ‘nacional’ afloró ante un partido con Chile, por si no fuera suficiente –en un verdadero afán patriótico– se organizó un festival folclórico y, para rematar, fue el día escogido por un minero para inmolarse frente al Palacio de Gobierno. Comedia y drama para traer de vuelta al fútbol boliviano y a la selección, que volvió a las canchas hace unos días, aunque, nuevamente, con malos resultados.
La comedia
Nadie, o casi nadie, dudaba de la victoria. La fe se expresaba hasta en las milenarias hojas de coca que un yatiri, entrevistado por un canal local, con mágica habilidad leyó sobre un aguayo ancestral; su lectura confirmaba la sentencia: derrota chilena. Al día siguiente, seguro el yatiri habrá cambiado de nombre para poder seguir ejerciendo su oficio; aunque lo más probable es que nadie haya reparado en su mal pronóstico, pues quienes lo escuchamos coincidimos con él sin haber necesitado ser heridos por un rayo para adquirir el don de la videncia. “Y por qué este pajpaku no nos dice algo que no sepamos”, comentó un amigo que ya tenía entrada comprada para el partido. Qué optimismo bullía en ese hueco: minibuses y micros lucían en sus espaldas vidriosas distintos resultados que, en promedio, se podrían resumir en un dos a cero a favor de la verde.
Y el día previsto para la gloria, la bolivianidad se respiraba en el ambiente. No había sentido humano que no pudiese captar el rojoamarilloyverde. En el estadio, miles de globos –cortesía de una empresa de telecomunicaciones–, que formaban un arco iris tricolor-patrio en las tribunas, brotaban entre los paraguas y nylons que protegían los cuarenta mil seiscientos noventa y siete cuerpos –dato oficial– que esperaban, bajo una intensa lluvia, el comienzo del partido. Y no era un partido cualquiera, pues no solo estaban en juego tres puntos, sino también el honor patrio, el mar, el gas, y quién sabe qué otros complejos más, confiados a tan solo once guerreros que, en ese momento, seguramente hacían calistenia en el subsuelo del Siles.
En la pista atlética, mientras tanto, una banda militar lucía uniformes e instrumentos, debidamente erguidos, con un estoicismo colindante con la estupidez, esperando la orden para ingresar al gramado. La orden llegó faltando quince minutos para el comienzo del partido; la banda pisó el césped encabezada por un guaripolero morocho, quien probablemente en esos instantes anhelaba las cálidas tierras yungueñas, en las que de seguro, cuando niño, pateó balones con la ilusión de jugar en el Siles, con la camiseta del Tigre, emulando a los Castillo, Iriondo o Angola, en un soleado domingo de clásico, y no con el ajustado y mojado uniforme militar en un martes lluvioso. Pero eso es pura especulación; lo cierto es que el guaripolero marcó el paso marcial de la banda con solemnidad y energía, sin demostrar ni un asomo de incomodidad, pese al uniforme empapado.
La lluvia impulsó la venta de ranga-rangas, mientras los heladeros maldecían su mala suerte. La indolencia de las nubes comenzaba a enfriar los ánimos, de tal forma que algunos espectadores, a pesar de tener la cara tricolor, empezaron a pronunciar comentarios agoreros que luego del partido han debido ser coronados con un “ya ve, qué les he dicho”. No obstante, los más jóvenes hacían gala de su fortaleza enfrentándose a la naturaleza solo con poleras, forma elocuente, para ellos, de demostrar su sobrada confianza en el equipo de todos. Si ganábamos, seguro que el alcohol les habría protegido contra cualquier virus, pero como la historia fue otra, una epidemia de resfríos se produjo en pleno verano.
El trío arbitral ingresó a la cancha ataviado de un negro riguroso, cosa rara en estos tiempos y que además provocó ciertos malos presentimientos en varios espectadores, entre ellos yo. Si hubiesen ingresado de rojo, de amarillo o con la bandera nacional, no importa, pues igual habrían sido insultados como la tradición futbolera del buen hincha sudaca manda. Poco deben querer a sus madres los que se dedican a árbitros. En fin, nada tuvieron que ver ellos con el resultado, la verde jugó mal y punto.
El primer gol llegó en el primer tiempo: estadio enmudecido. La barra no tardó mucho en alentar nuevamente al equipo, aunque, con el transcurrir de los minutos, en medio del bo-bo-bo-etcétera, se podían escuchar atronadoras voces gritando “pateá al arco, cabrón” y otras sandeces más que son típicas en momentos de tensión. Al iniciarse el segundo tiempo, los ánimos se calmaron, merced a un brioso comienzo de los seleccionados, pero a los 15 minutos llegó el segundo balde de agua fría, como para compensar la que el cielo había dejado de proporcionar. Nuevamente, el estadio enmudeció. “¡Fuera Acosta!”, comenzaron a gritar los hinchas, expresando su enfado con el DT, hasta que alguno gritó “Fuera Mesa” y el griterío se trasladó a las arenas políticas: “Goni asesino”, “Mesa traidor”, “El Alto de pie, nunca de rodillas”.
Al presidente no le habrían caído muy bien tales (in)directas si hubiese estado en el Siles, pero su asiento en el palco se hallaba vacío porque, justo cuando se aprestaba a salir del palacio para ocuparlo, una explosión hizo que sus guardaespaldas lo evacuaran para preservar su excelentísima seguridad.
El drama
La derrota de la selección le permitió a Picachuri ocupar las primeras planas de los periódicos. Y no se me acuse de indolente, sino de realista. Una victoria habría relegado al suicida a un tímido recuadro de páginas interiores, pues la prensa no se habría cansado de elogiar el maravilloso despliegue del once nacional, y lo único que hubiese conseguido don Eustaquio es la molestia del presidente por haberle impedido compartir la algarabía de los cuarenta mil seiscientos noventa y siete hinchas presentes en el escenario miraflorino.
Lo cierto es que a don Eustaquio Picachuri poco le importaba el partido, pues su estómago no sabía de las ranga-rangas, ni de los helados de canela, ni de los anticuchos. No, su estómago solo sabía de hambre. Pero no fue solo el hambre lo que lo llevó a engalanarse de dinamitas y penetrar en el recinto parlamentario, sino también un afán de restituir una dignidad ultrajada por el aparato burocrático que nos somete a todos.
Miles de fanáticos futboleros, quizá inconscientemente, agradecimos la determinación del ex-minero, pues nos ahorró el suplicio de asumir la humillante derrota: ¿cómo nos podíamos preocupar por un partido, cuando el país vivía su primera crisis después del descalabro de octubre? Gran pretexto. Un drama personal, pero metonímico, postergó el sentimiento derrotista y lo transformó en duelo solidario. Esta vez ya no cabía el típico consuelo “nos faltó el centavo para el peso”, pues a la selección no se le exigió un peso, sino los miles de millones de dólares que la venta de gas reportaría al país. Es decir, sin la posibilidad de recurrir a la mediocre excusa que siempre nos endulza la amargura de la derrota, como caído del cielo, apareció don Eustaquio.
Sin embargo, la inmolación de don Eustaquio no pudo consolar a las poncheras de El Prado, quienes ya habían armado una gran cantina al aire libre, dispuestas a garantizar el festejo de la masa con alcohol metílico; tampoco consoló a las damas de compañía de la Bolívar, seguras de recibir a varios clientes urgidos de meter goles y otras cositas; tampoco consoló a la pareja de invidentes que, con charango y quena, entonaban el “Viva mi patria Bolivia”, en las afueras del Siles, esperando, vana e ingenuamente, la caridad de algún encabronado aficionado; ni qué decir de los que invirtieron en souvenirs de la selección: llaveros, fotos, poleras, banderas, stickers, peluches, discos, etc., condenados al almacenamiento en espera de una tarde de gloria.
Lo cierto es que a don Eustaquio Picachuri poco le importaba el partido, pues su estómago no sabía de las ranga-rangas, ni de los helados de canela, ni de los anticuchos. No, su estómago solo sabía de hambre.
La farsa
¿Quiénes van a bailar?, le pregunté a mi casera de los chicharrones. “Varios grupos, hasta de Oruro dice que están llegando”, respondió. Un vendedor de videos piratas que escuchaba nuestra charla acotó detalles: “Dice que van a venir los del Record Guinness”. Estaba en la Plaza de los Héroes, a pocas horas del inicio del partido, llenando el buche sin saber que la grasa de ese momento y la bronca posterior serían una mala combinación en mi hígado.
Así se informaban los comerciantes que atiborraban las aceras de esa plaza colindante con la Iglesia de San Francisco, sorprendidos por el escenario, las luces, el sonido y toda la parafernalia que se armaba al lado de las cabezas de piedra que ocasionalmente fungían de urinarios.
–¿Para qué pues? –me preguntó la de los mocochinchis (que no era mi case).
–Es que como hoy es el partido, les vamos a mostrar a los chilenos que nosotros tenemos más folklore.
–Tanto lío por el partido ¿qué siempre’ps es?
–Es como una guerra pues, doñita, solo que de alasitas.
–Yaaaaaaa, cómo vamos a hacer guerras nosotros.
–Por eso es de alasitas, si fuera de verdad nos waykean grave, mejor es uno a uno.
En otro sector de la misma plaza, un predicador se desgañitaba gritando loas al Salvador, pregonando su retorno y el fin del mundo. Nadie lo escuchaba. Sin embargo, no por predicador dejaba de ser un pícaro urbandino, por lo que, dándose cuenta de por dónde iba la cosa al notar el verdor del ambiente, comenzó a hacer brillantes analogías entre el demonio y Chile, el cielo y el mar, y para el Salvador, alternaba, de acuerdo a la cara de los ya numerosos curiosos, entre Mesa, Morales, Quispe, Solares y Etcheverry. Cuando ya se daba por satisfecho, se le acercó un gendarme municipal indicando que debía trasladarse a otro lugar porque la unidad móvil de la Televisión Boliviana Nacional debía instalarse ahí para transmitir la “maratón folklórica”, tal como bautizaron al evento. Biblia en mano, trató de defender su territorio, pero pudo más la fuerza de los gendarmes y el predicador tuvo que retirarse sin su séquito duramente ganado, no sin antes augurarles las llamas del infierno a los saboteadores guardias municipales, mejor conocidos como ‘frutillitas’.
La prensa se había encargado de dar realce al evento, indicando que con el baile y canto continuos durante setenta y dos horas “se apuntaba un gol simbólico: la inclusión en el libro Guinness”. Con ese gol, el partido acababa dos a uno, igual perdíamos, pero ni eso se pudo: la maratón folklórica se suspendió apenas seis horas después de comenzar y la ilusión de conseguir el récord se desvaneció en la oscuridad de la noche paceña. Nuevamente, el pretexto fue Picachuri, aunque todos sabemos que los verdaderos culpables fueron los dos goles chilenos. Seguramente, de todos los que iban a participar en este esfuerzo nacional de entrar en el Guiness, pocos quedaban esperando su turno. Y eran muchos y variados, artistas bolivianos, autóctonos hijos del sol, guerreros aymaras que en vez de hondas iban a empuñar charangos, patriotas de corazón tricolor con ganas de ponerle la cereza al pastel; en la cartelera, por citar a algunos, figuraban: Jach’a Mallku, Wacas aymaras de Bolivia, los Kory Huayras, Sangre Aymara, Alaxpacha y el Grupo Folk Dance y Shekinah.
Nuevamente, putearon las poncheras, que ante la derrota se habían trasladado del Prado a San Francisco, con la esperanza de saturar los hígados urbandinos con sus brebajes espirituosos: solo seis horas de folklore, ergo, solo seis horas de venta. Mi case Betty, que siempre me yapaba unas copitas, lamentó su suerte: “Varias latas he comprado, ahora ¿qué voy a hacer con esto?”. “Trataremos de acabar nosotritos”, le dije, sin saber que en un par de horas iba a quedar fuera de combate y que un choro me birlaría los zapatos (tampoco sabía que Betty moriría un año después, antes de ver a su ídolo llegar a la presidencia).
Del intento de récord solo quedó una plaza sucia y un grupo de guitarreros ebrios, únicos respetuosos del espíritu de la maratón, valientes atletas del folklore que seguían exigiendo a sus pulmones y gargantas un último esfuerzo, mientras entonaban repetidamente “Viva mi patriaaa Boliviaaaaa, una graaan nacióoooooon…”.
***
“Es solo un juego”, señalaba la prensa, en un intento de aminorar los ánimos bélicos y triunfalistas, un día antes del partido. Muy ingenuo debe ser el periodista que acuñó esa frase, pues en una nación pobre, que mantiene aún resabios del colonialismo, en una ciudad caótica, acostumbrada a los dinamitazos, no se puede creer que el fútbol sea solo un juego. No, el fútbol, para el boliviano, es una terapia, una forma de escapar de la realidad cotidiana que amenaza con asfixiar los corazones; el estadio es un escenario, un espacio de ficción, un universo paralelo donde la eternidad dura noventa minutos. Y el 30 de marzo de 2004 fue más que eso; ese día el fútbol fue la posibilidad de recuperar una dignidad perdida junto con el mar, la posibilidad de la revancha con la historia, la posibilidad de enfrentarnos en igualdad de condiciones, dizque, con nuestros eternos antagonistas, y, sobre todo, fue la posibilidad de sacar toda la mierda que cargamos con un solo grito –unito, nada más exigíamos–, ”Gooooooooooooool”, con el pecho inflado, la cara deforme y los puños en alto. Por eso anhelábamos la victoria, por eso nuestro espíritu optimista, por eso las jodas, algunas de mal gusto, a los integrantes del equipo rojo. El fútbol es un deporte, es cierto, pero no un juego. El fútbol es comedia, drama y farsa que se repiten en cada partido, y que, de hecho, se volverán a repetir cuando los once guerreros nacionales nuevamente se enfrenten a los trasandinos. Probablemente entonces, ¡ojalá!, la victoria no sea solo un anhelo.