Texto y foto de Cecilia Lanza
Muchos años después, con los ojos mirando el cielo, don Pedro Cruz Limachi había de recordar aquella tarde remota en que conoció el raspadillo.
“Ahhh, como coladera, ya están”, dice don Pedro, mirando sus manos rodeadas de gordas abejas que revolotean alrededor de su universo de raspadillos, esencias y helados de canela. Es más, por gentileza de don Pedro y su hijo Miguel, las abejas de la plaza España tienen siempre sobre el césped un plato lleno de almíbar para mantenerse en forma.
Don Pedro llega a su quiosco a medio día, a reemplazar a su hijo. Luego de 59 años de trabajo en esa misma esquina de Sopocachi, se regala ese lujo. Pronto cumplirá 80 años, calculo yo, porque él no se acuerda cuántos años tiene.
1938, dice, y ¡chin! su memoria se dispara. Dice que vivió varios presidentes y recuerda el golpe de Banzer en 1971 cuando los aviones ¡buuuu! –alza la cabeza, mira el cielo azul como ninguno- volaban por encima de la plaza.
Nació en Copacabana y a sus 13 años se vino a La Paz a buscarse la vida. A palos lo hicieron aprender el oficio, la señora Fulanita, dice, dueña de la heladería Frigo. Lo bueno fue que aprendió a usar overol blanco, guantes y supo cortarse las uñas. Así que ahora mismo se pone un mandil y hace gala de su higiene.
Se fue a hacer su servicio militar en Villamontes. “Un año y cinco meses”, cuenta con orgullo de soldado de la patria. Terminado su deber, pasó por Tarija y allí, cual Aureliano Buendía, el coronel, con los ojos echando chispitas, don Pedro vió los “cepillos” raspadores de hielo con los que se hacía el raspadillo. La idea le fascinó y sin pensar dos veces se compró uno con el que comenzó el negocio. Pero antes volvió a La Paz, a su antiguo trabajo y, como todo boliviano que se precie, “disimuló dos meses” y luego se independizó para siempre. Años más tarde, se compró la máquina que tiene ahora, japonesa, que se la trajeron junto con las antiguas vagonetas Toyota. Fue el primero en tener un aparato así que funciona sin descanso, llueve, truene o salga el sol en esa esquina donde Macondo es un quioso colmado de amarillas abejas gordas.