La migración en carne y hueso y en la propia escritura de un migrante que trabajó en talleres de costura entre la city porteña y la cidade paulista. “No hay ni un poquitito de pobrismo” en esta crónica, sino incluso un humor sutil, dijo el Jurado de este Premio.
Ingresé a la Argentina el 23 de marzo del año 2009. Recuerdo la fecha por razones obvias y no porque el viaje representara un hecho extraordinario. Mi hermana decía que ir a Buenos Aires era como ir a la Ceja. Y tenía mucha razón en ello. Porque se trata de una ecuación sencilla; compras tu pasaje, abordas el bus, te recuestas sobre el asiento hasta el grado de permitirte el sueño, y cuando despiertas estás en Villazón, La Quiaca –y todo pasa tan rápido: la pampa, las montañas (que ya solo se vislumbran en el horizonte), un río atravesado por un puente, el calor del verano sobre la pampa–, hasta aparecer al siguiente día en la terminal de buses de Liniers.
Cuando llegamos a Buenos Aires nos trasladaron a Villa Lugano (¡República de Lugano!), a un taller ubicado en la calle Carhué, entre las avenidas Argentina y Piedrabuena. Esto queda dentro de Capital Federal, pero bien al sur, cerca del límite de General Paz. Todos saben que los barrios más exclusivos están al norte (Palermo, Recoleta, Puerto Madero) mientras que al sur (al sur de Rivadavia, sobre todo) están los barrios donde se hacen más notorios la inseguridad y la delincuencia.
Mi hermana decía que ir a Buenos Aires era como ir a la Ceja. Y tenía mucha razón en ello. Porque se trata de una ecuación sencilla; compras tu pasaje, abordas el bus, te recuestas sobre el asiento hasta el grado de permitirte el sueño, y cuando despiertas estás en Villazón, La Quiaca…
La persona recién llegada por lo general trabaja como ayudante. Si tiene suerte asciende inmediatamente al manejo de máquinas. Entre ellas están la básica, la overlock, que corta y surfila el borde de una prenda. Se utiliza sobre todo en las remeras y los vestidos. Luego está la recta, la máquina por excelencia, la de un solo hilo, que da puntada tras puntada y que se adapta fácilmente para los diseños (está su gemela, de dos hilos, la doble, utilizada mayormente en los jeans). Pocos utilizan la collareta (que en Brasil se llama galonera), usada sobre todo en tela liviana (remeras, musculosas, vestidos). Por último, está la cortadora, de la que diré algo más adelante. Entre otras, para los accesorios, se utilizan la botonera, la tachadora, la ojaldrera y demás. Todas estas conforman un taller de costura, pequeño, jerarquizado. La persona que dirige un taller generalmente es el propietario de las máquinas; él se ocupa de los alquileres, del pago de las facturas, de la logística general. Ahora, muchos talleres solo se dedican a la confección, es decir, el corte les viene del fabricante. Éste es el más alto grado al que se puede aspirar. Es aquel que distribuye a los talleristas. Las prendas acabadas se venden en La Salada (el mayor mercado informal argentino, más grande aún que la 16 de Julio, acá) o en Avellaneda, a la pompa de tiendas lujosas y brillantes.
El fabricante trabaja con un modista, quien es el que diseña la prenda. Si no fuera por él no habría nada.
Muchas veces me he preguntado cómo es que allá existe mucha demanda de ropa producida en el interior. La explicación es sencilla, todo está en la norma, en la ley de cada país. En Bolivia los productos nacionales no pueden competir con la calidad y el precio de los extranjeros. En Argentina la prenda importada tiene muchas restricciones e impuestos. La ropa producida en el país posee una calidad relativa; se ve bien y tiene un precio aceptable, pero se degrada rápidamente. Y ese defecto resulta al mismo tiempo una cualidad que estimula la producción.
Cuando llegué al primer taller, había como veinte personas trabajando. El primer mes no hice nada o casi nada. Me la pasaba todo el día en la cama, viendo tv por cable y comiendo gratis (el desayuno, el almuerzo, el té de la tarde y la cena). Lo único que me desagradaba eran los mosquitos y alguna que otra cucaracha. Las camas eran esas que llaman marineras, una sobre otra. Hombres y mujeres dormían en habitaciones separadas.
–Seguro debes pensar, ¿esto es Argentina?, me dijo un señor, creyéndome decepcionado.
Yo no había pensado en nada. Me daba igual lo que encontraría. Había realizado el viaje porque en el fondo quería conocer otro país. Solo escuchar el nombre de una ciudad extranjera me daba una curiosidad enorme. Claro que la determinante era generar un ingreso económico. Por lo demás yo estaba cansado de trabajos eventuales y sin sentido. Había ingresado a la universidad, pero no tenía mucha confianza en terminar la carrera. Esos años estaba viviendo con lo mínimo; apenas conseguía para el pasaje y muchas veces tuve que caminar por horas para regresar a casa.
El primer mes no hice nada o casi nada. Me la pasaba todo el día en la cama, viendo tv por cable y comiendo gratis (el desayuno, el almuerzo, el té de la tarde y la cena)
–¿Qué tal el trabajo? ¿Difícil?, me increpó otra vez.
–No. La verdad no. Es fácil. Solo se trata de ordenar, separar, cortar hilos. Parece trabajo de señorita.
Dije eso y se quedó callado. No sabía que yo había trabajado de albañil, de picapedrero o transportando botellas de gaseosa.
Desde que llegué, los mismos talleristas me alentaron a realizar el trámite para el documento. Tienen miedo porque, si se da el caso de que intervinieran su taller y encontraran personas sin documento argentino, podrían sufrir procesos penales por el cargo de Trata y tráfico de personas. A un mes de estar ahí fui al consulado, a plaza Miserere (en Once). Es ahí donde se inician los trámites para la obtención del DNI (Documento Nacional de Identidad). Primero se hace la legalización de las fotocopias del carnet y del certificado de nacimiento, luego los Antecedentes, por internet, y finalmente sacar turno en Migraciones para una fecha precisa. Unos días antes de esa fecha, se debe recurrir a la Comisaría (según el barrio) para el Registro de residencia.
Para volver tuve que caminar algunas cuadras, buscando la parada de la línea 5 o la 50, la que me llevaría de regreso. De un puesto de periódico compré el primer libro: Ficciones de Borges, a 10 pesos (20 bolivianos al cambio de ese tiempo).
Como en el taller había gente de sobra, me enviaron a otro lado. Lo último que recuerdo de ese lugar es que una tarde, mientras regresaba con mi hermana por Eva Perón (desde la Escalada), estando a tres cuadras de donde vivíamos, nos asaltaron los villeros. Habíamos olvidado el consejo que nos dieron: “Si estás caminando por la calle, debes al menos voltear la mirada cada tanto, porque pueden estar siguiéndote”. Nos confiamos, nos dimos cuenta muy tarde. Quisimos escapar. Uno de ellos me tumbó al piso de una patada, el otro me apuntó con un arma. De inmediato vaciaron todos mis bolsillos. Mi hermana les suplicaba que no me hicieran nada. Recogieron todo del suelo y huyeron. Cuando avanzamos una cuadra, vimos una patrulla de policía. Pasamos a su lado procurando no llamar la atención.
El segundo taller quedaba en Parque Avellaneda. Vivíamos sobre la calle Derqui y el lugar de trabajo estaba a tres cuadras, en Medina. Cada mañana, diez minutos antes de las ocho, salíamos en pequeños grupos. Ya no sería ayudante, sino aprendiz de cortador.
El taller no era muy grande. Los tizados se hacían manualmente. Yo me la pasaba toda la mañana ordenando las piezas, acomodándolas para no desperdiciar tela. Luego de tizar procedía al encimado y finalmente al corte. La cortadora es la más peligrosa de las máquinas. Una vez que te acostumbras es fácil; la mueves con armonía, con suavidad. Avanza veloz para adelante, retrocede con cautela y es terca para los costados. Produce un ruido ensordecedor justo al lado de tu oreja, como si ese fuera el precio de dominarla. Corta todo tipo de tela (paño, gabardina, frisa, lino, polar, seda, modal, guata, nailon, jeans…) siempre y cuando uno sepa tratarla; porque no es lo mismo cortar paño o frisa o cuerina; la tela siempre es engañosa. El secreto está en la presión que se aplica al cortar. Y si por un segundo te descuidas, dicen que cortaría tu mano como si fuera mantequilla.
Cuando terminaba de cortar, ataba las piezas según su talle y las reunía en bolsas de consorcio. Entonces llegaba el coche, lo cargábamos (a las rápidas, procurando que no se fijen en nosotros) y éste llevaba a los talleres. Algunos bolitas son tan descuidados que muchas veces no cierran bien la puerta del coche y entonces, más allá, en medio camino, en media avenida, el corte cae, estalla y se esparce por el pavimento. Cuántas veces no habré visto una bolsa de corte sobre la Dellepiane o la General Paz.
Cada vez que llega gente nueva, primeriza, los antiguos se frotan las manos. Si son chicas, murmuran entre ellos “Carne fresca” y exponen su argumento estrella “En Bolivia estás casado. Acá, solterito sin compromiso”. Tratan de aprovecharse en todo. Si llega como ayudante lo aleccionan paternalmente, y cuando se equivocan (cuando los antiguos se equivocan, porque confundieron los talles o el tono de la prenda) toda la culpa recae sobre el ayudante. Éste no se acuerda, dice haber hecho todo bien, sin mezclarlo, pero nadie le hace caso. Tiene que desatar las costuras.
Se trabaja encerrado todo el día. El sábado por la noche salen a bailar y tomar. El domingo van de paseo. El primer parque al que me llevaron fue el Indoamericano. Ahí la gente se sentaba sobre el pasto, disfrutaba del clima y veía a los bolivianos jugar pelota con los argentinos, con los peruanos, con los paraguayos; todo esto hasta antes del intento de algunos bolivianos de asentarse y formar villas. Nunca más volví. Creo que enrejaron el lugar (esos días de confrontación la situación era muy delicada. Una vez, cuando volvíamos de la línea 47, al pasar por las vías aledañas al parque, había personas que observaban acechantes hacia las ventanas del colectivo, buscando bolivianos. Tenían ganas de desquitar toda su ira. El colectivero hacía lo posible por no detenerse. Por la radio escuché que cuando recogieron a un herido en una ambulancia, lo sacaron de ella y lo mataron a balazos).
El primer parque al que me llevaron fue el Indoamericano. Ahí la gente se sentaba sobre el pasto, disfrutaba del clima y veía a los bolivianos jugar pelota con los argentinos, con los peruanos, con los paraguayos; todo esto hasta antes del intento de algunos bolivianos de asentarse y formar villas.
A fin de año, gran parte de los bolivianos retorna al país. Yo tenía la intención de quedarme un año más, así que no regresé. En ese tiempo el trabajo disminuyó. Como era mensualista, es decir, me pagaban por mes y no por prenda acabada, para suplir la falta de trabajo tuvimos que ir por las noches a La Salada. A un lado del Riachuelo había un sector donde estacionaban los coches. Cruzábamos el puente metálico, cargando las bolsas o sacándolas del depósito alquilado, e íbamos al sector de la Urkupiña, donde el dueño tenía su puesto y nos dejaba hasta el amanecer.
–Los bolivianos tienen la virtud de ser muy trabajadores, decían los argentinos. Lástima que también tomen.
Porque emborracharse es una religión. Así como la Argentina es un país que respira fútbol, los bolivianos que viven allá, todos los fines de semana (pero todos, sí o sí) toman cerveza, vino, van a los antros de la Rivadavia (Mágico, Eclíptico, Imperio, etc.) cerca de Liniers o asisten a una festividad boliviana, donde bailan como si fuera carnaval. Porque el boliviano acentúa su bolivianidad en el extranjero. Llega el 6 de agosto, organizan una festividad en 9 de julio y 25 de mayo. Llega el carnaval, la vuelven a organizar. Llega Semana Santa, además de la peregrinación a Lujan, la vuelven a organizar. Es como si quisieran que el argentino se aficionara a sus gustos. Y se nota que el Gobierno de la Ciudad acoge con agrado toda representación folclórica y cultural. También las personas. Una vez, mientras caminaba por la avenida Corrientes siguiendo a los bailarines, escuché a una mujer “Sí. Eso es. Siento el folklore en la sangre”. Y se ponía a bailar la muy linda.
Porque emborracharse es una religión. Así como la Argentina es un país que respira fútbol, los bolivianos toman cerveza, vino, van a los antros de la Rivadavia o asisten a una festividad boliviana donde bailan como si fuera carnaval.
Al otro año, teniendo ya alguna noción de cómo se manejaba toda la movida, me salí del taller. Me pasé a uno sobre la calle Santander, a dos cuadras de la Escalada. Debí de durar mes y medio para luego pasarme a otro, sobre la calle Larraya, al lado de una pequeña feria (estos en “Soldati city”). Estaba en un edificio de tres pisos, muy desgastado. El horario era desde las 6 de la mañana a las 11 de la noche o incluso hasta más. No había espacio ni tiempo para descansar. Cada rincón estaba atestado de cortes. El tallerista trabajaba con coreanos. Las prendas eran fáciles de hacer; musculosas, remeras, camisas, alguna que otra vez un vestido. Todos en tela liviana. El rectista hacia un atraque y ya, un despunte y ya. Por prenda pagaba 15 o 20 centavos. Y todo salía tan rápido.
Por ahí, en un internet cercano, fue la cuarta o quinta vez que me asaltaron (en Eva Perón cuando regresaba de Coto, unos pibitos se llevaron las bolsas, en La Salle me rodearon con los rottweilers y me quitaron el dinero): un chico, quizá menor de edad, me amenazó con una navaja en el cuello. Cerré los ojos y cedí el celular. Sin embargo, mirándolo más detenidamente, he tenido fortuna. Hay muchos que las llevan peores. Cuántas veces no pasó en Bonorino; los vagos acorralan a un muchacho y si no tiene dinero lo golpean, y si tiene dinero, se lo roban y lo golpean igual. Por esa razón no tenía muchas ganas de caminar por esas zonas. Me iba al centro, a las librerías de Corrientes, del pasaje Florida. Tomaba el subte a Palermo, deambulaba entre los libreros cerca de plaza Italia. Fui alguna vez a la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, en la Rural (donde conocería a Coetzee unos años después). Iba por Diagonal Norte a plaza de Mayo, a la Feria de las Luces. Luego a plaza San Martín, donde alguna vez estuvo la Torre de Babel de Libros. Pasaba por Parque Centenario, por su sector norte o por Parque Rivadavia, siempre solo y siempre buscando libros. Programé por tres veces el DNI en Migraciones sin obtenerlo (solo tenía la Precaria), y esta razón, que para otros habría significado un contratiempo, para mí era un motivo de alegría, porque podía pasear por la ciudad. De propósito me quedaba en la Corrientes y caminaba hasta la terminal de Retiro, para luego bajar a la avenida Antártida Argentina, donde queda Migraciones.
Cuando acabó la temporada, ya no había trabajo para las prendas de tela liviana. Dejé el lugar y, hablando con algunos conocidos, me acomodé en un pequeño taller que estaba formando un costurero. Quedaba dentro de la villa, en Parque Avellaneda. Se ingresaba por un callejón estrecho, se avanzaba hasta llegar a una bifurcación separada por puertas metálicas, macizas (que solo estaban abiertas durante el día), que conducían cada vez más al fondo. Vivíamos en una sola habitación, separada de un pequeño patio donde apenas llegaba la luz del sol. La puerta del cuarto estaba reforzada, como todas las entradas, por rejas y candados. Dormíamos en camas improvisadas sobre el suelo, en medio de las máquinas de costura. Por las noches, a veces se oían tiros en la calle. Y soñaba que entraban armados, destrozando las rejas, saqueando nuestras pertenencias. O que nos degollaban mientras dormíamos. Como me había hecho amigo de una modista, a veces iba a su casa, a Ciudadela, para ayudarla con algún corte. Ella también quería formar su propio taller, tenía muchas esperanzas conmigo. Su marido era colectivero, sudaba nervioso tratando de manejar la cortadora. Me hablaron de la posibilidad de estudiar Diseño, Corte y confección, Proyección de moldes. Todo era en vano. El siguiente mes (julio de 2011) regresé a Bolivia.
Dormíamos en camas improvisadas sobre el suelo, en medio de las máquinas de costura. Por las noches, a veces se oían tiros en la calle. Y soñaba que entraban armados, destrozando las rejas, saqueando nuestras pertenencias. O que nos degollaban mientras dormíamos.
Viajar a São Paulo comprende casi la misma distancia. El bus parte de la terminal de El Alto, recorre tierras áridas, polvorientas. Gira a la izquierda, a la derecha, parece dar un círculo rodeando alguna ciudad, se mete entre las montañas, siempre en un camino que va descendiendo. Luego de Santa Cruz ya todo es pampa hasta Puerto Suárez, se pasa Corumbá y todo el camino sigue una línea recta, una planicie interrumpida solo por los puentes atravesando los ríos.
La primera vez que pisé la terminal de Barra Funda fue el año 2014, por el mes de marzo. Todo el mundo estaba expectante de lo que iba a suceder, porque era el año del Mundial. Había personas que viajaban de otros países, y lo hacían también por tierra, atravesando un país tras otro. Ésta fue una de las razones, la mayor, para animarme a viajar, a pesar de ignorar el idioma y de no conocer a nadie que pudiera alojarnos. Por medio de algunas personas que ya habían estado en Sâo Paulo conseguí números telefónicos, no tan confiables pero que servían como lugares para llegar.
Ya no recuerdo exactamente a qué zona llegamos esa primera vez, pudo haber sido Tatuapé, Vila Matilde o Penha, zonas un tanto apartadas del centro. Viajamos con pasaje propio, esto para no tener la obligación de quedarnos si no nos gustaba el lugar (el taller). Lo que terminó sucediendo, de todas formas. Esta es una cuestión que siempre termina en altercado. El tallerista, según dicen, gana el mismo sueldo que gana un costurero. O sea, si tiene varios costureros, gana varios sueldos. Por esa razón les duele perder un trabajador. A las dos semanas de llegar le dijimos que iríamos a otro lugar. Entonces se enojó, no quería pagarnos lo pactado. La excusa que manejan es “tendré el dinero cuando entregue a la firma (la marca de ropa para la que se trabaja)”. Pero esto sucede en todo lado, ya nos había pasado en Buenos Aires. Si se ponen duros, solo es cuestión de intimidarlos; decir que llamaremos a la policía, a migraciones, que armaremos un escándalo frente a su puerta. Entonces es cuando pagan. Tuvimos que buscar un nuevo trabajo los fines de semana.
La comunidad boliviana en Sâo Paulo es pequeña, se reúne en dos lugares específicos: en Brás, en la rua Coimbra (que tiene la extensión de una cuadra y donde se pueden encontrar todo tipo de alimentos autóctonos de Bolivia, sobre todo los del altiplano) y en praça Kantuta (a donde íbamos por metro, en la parada Armenia de la línea azul; en esa plaza bautizada en honor a los bolivianos, hay feria los fines de semana, venden artesanías, comida y casi siempre bailan o ensayan bailar).
Nos acomodamos sobre la rua Marcos Arruda, a tres cuadras de la Coimbra. Los talleres en Brasil no son clandestinos. Al menos los que conocí. Pero esto no varía mucho de lo que son los otros. Allí se trabaja para una firma, la que se encarga de la revisión del personal, mandando un supervisor cada semana. Pero no son tajantes, también hacen la vista gorda. Como la firma está al pendiente, el trabajo tiene un acabado más fino, cuidadoso y a la medida (en Argentina la mayoría de las prendas iban a la Salada y por lo tanto a los talleristas les interesaba la producción antes que la calidad). Comenzamos haciendo polos, donde el rectista hace la cajita del cuello. Luego canguros. Una de las lecciones que nunca deben pasar por alto los costureros es NO recibir trabajo ya comenzado. El tallerista nos dijo que la prenda ya estaba avanzada, que, de cinco talles, de dos faltaban hacer los bolsillos. “Es fácil -nos dijo-. Solo colocar las mangas, unir. No hay que medir nada”. Pero al hacer, los talles están mezclados, el tono de las prendas ya hechas no concuerda. Se pierde mucho tiempo desatando, más cuando tienen atraques. Es lo peor que puede pasar.
No ganamos casi nada de lo hecho, buscamos otro sitio para trabajar. Escuchamos las estaciones de radio bolivianas, donde cada cierta hora se emiten anuncios de lugares que requieren personal. Llamamos por teléfono, nos dan la dirección y vamos a ver. Un taller familiar y clandestino en Vila Matilde, al lado de una gasolinera, otro por la zona norte, cerca de una estación de metro, donde la oficina quedaba en el subsuelo y el ambiente era húmedo. Vamos a una dirección donde me citaron y al llegar y tocar la puerta nadie nos abre (parece que alguien se asoma detrás de las cortinas, pero tiene miedo). Uno de los rectistas del taller (un señor regordete, que se iba a desayunar cada mañana un fricase a la Coimbra) nos habla de una parienta suya en Osasco. Vamos a ver. Queda fuera de la capital, las habitaciones son pequeñas, paupérrimas, improvisadas (no tienen ni siquiera ventanas), y quedan al lado de un río maloliente. Cerca de Brás había un taller donde el dueño era boliviano y trabajaba solamente con paraguayos (todas las paraguayas altas, jóvenes, hermosas (solteras algunas) ¿por qué trabajan en los talleres?). El espacio era muy reducido y parecía que no había privacidad. Sin un lugar a dónde ir, fuimos a una iglesia boliviana. El encargado de recibirnos nos escuchó pacientemente, evaluando nuestras palabras. Le dijimos que no teníamos dónde quedarnos. Respondió:
–Nosotros, la iglesia, estamos para apoyarlos, pero tampoco somos hotel. Los veo y no hay motivo para desconfiar de ustedes. Es decir, muchas veces ha pasado que nosotros hemos recomendado a gente a un taller, y sucedió que estos chicos se escapaban robando alguna cosa. Pero como les digo, ustedes parecen buenas personas.
Completamente desalentados, el último día en que convinimos quedarnos con el tallerista, fuimos a plaza Kantuta con nuestras maletas y acercándonos al primer brasilero que procuraba gente para su taller, convinimos trabajar con él, sin saber a qué nos atendríamos.
Cuando un metalero escucha reguetón, lo que siente es un tremendo dolor de cabeza. Allá, los bolivianos, casi en su totalidad, solo escuchan música folclórica. Y no es música boliviana sino colombiana, peruana, paraguaya. O de ritmo chicha, sobre todo. Todo el santo día y a todo volumen. Lo más preciado que tuve por esos días fueron unos audífonos. Escuchaba radios alternativas, los programas Bien levantado (en PopRadio) y Su atención por favor (Metro) en Buenos Aires; y Band, Nativa, Metropolitana (o programa do Chupim) en Sâo Paulo. Incluso, cuando se trataba de ver la televisión preferían ver los programas de Crónica TV (Pasión de sábado) o cualquiera que emitiera videos musicales (con mujeres bailando). Yo prefería ver canal Encuentro o TV Pública, aunque también veía programas como Bendita, Pânico na Band (ainda me lembro de você, Mendigata) o esos de persecuciones: Policías en acción y Polícia 24/7.
Muchos viajan solo con el ánimo de ganar dinero (llegan de provincia y tienen afán de regresar a sus pueblos con coches último modelo y hacerse casas de piso). No quieren hacer el documento porque dicen que cuesta mucho. No les interesa conocer la ciudad (había bolivianos nacidos en Buenos Aires que nunca viajaron en subte y que solo conocían Liniers). No quieren escuchar más que sus propias radios que, es cierto, en gran medida los ayuda con las informaciones sobre la colectividad; asesoramiento para la obtención de papeles, cursos para la especialización en el rubro textil, clases gratuitas para el aprendizaje del idioma (en Brasil, generalmente apoyada por una iglesia). Pocos de los bolivianos inmigrantes se dedican a otra profesión (en Jujuy, cosechando; o dentro de un supermercado chino, la sección de verdulería es propiedad de un boliviano). Pareciera ser que la nacionalidad determinara la profesión del inmigrante; los coreanos también se dedican al rubro textil; los chinos tienen mini supermercados en los barrios bajos (o tiendas de chucherías y artículos para el hogar), los árabes poseen tiendas de artefactos electrónicos, los judíos son los dueños de las tiendas que venden tela por mayor, los descendientes de africanos son vendedores ambulantes (manteros) y los venezolanos trabajan como albañiles.
Pareciera ser que la nacionalidad determinara la profesión del inmigrante; los coreanos también se dedican al rubro textil; los chinos tienen mini supermercados; los árabes, tiendas de artefactos electrónicos, los judíos, tiendas que venden tela por mayor, los descendientes de africanos son vendedores ambulantes (manteros) y los venezolanos trabajan como albañiles.
En Brasil hay tantas iglesias como hay moteles.
Se puede hablar mucho de cada cosa; del tipo de comida (medialunas, facturas, pan francés, el flan, la milanesa, las pizzas; do feijoão, das coxinhas, do churrasco), de las personas que hablan por la calle (“Te querés matar, loco”, “Andá, sos un chamuyero. ¿Cuál dedo querés que me chupe?”), de las prioridades (“el plan del gobierno es que cada familia tenga un plasma en su casa” o “Mi sueño siempre fue tener una casa con piscina”, dice el raperito (Mc) que se hizo millonario con canciones funk), de las villas (“¡Tienen más satélites (antenas de cable) que la Nasa!”), de la problemática de las tías (“…es que ellos nos roban el trabajo” quejándose de los transexuales, porque tal parece que los hombres prefieren a los trabas), del bolita ebrio que aparece en Crónica TV (¡Eh!, che. Decíme una cosa. ¿Vos sabés quién fue el primer presidente argentino? ¡Un boliviano, papá!”), de las marcas de condones (Tulipán, Prime texturizado o con tachas sabor a frutilla, da camisinha Olla ¡Viva a pegação!), del hacinamiento, de la promiscuidad sexual en los talleres, etc.
A pesar de lo agradable que resultó el brasilero, pronto extrañé mi casa y se me afianzó la idea de terminar la carrera. Volví a Bolivia ese fin de año. Luego, viendo las dificultades que tenía para realizar los trámites, para desahogarme y “ahorrar en serio” volví a Buenos Aires el 2017. Después, cansado del trabajo, aburrido, decepcionado, volví a São Paulo el año siguiente. Entonces fue cuando comenzó a tomar forma la imagen de aquello que no tiene un final.