Sí, se puede leer las arrugas de los ancianos, y también se puede leer las fachadas de las casas patrimoniales. En ambas, el paso del tiempo no es una herida, sino el testimonio de una historia viviente. Si cuidamos a los abuelos, ¿no deberíamos hacer lo mismo con nuestro patrimonio?
¡Cuidemos a los abuelos! Esta es una de las tantas frases usadas con frecuencia a lo largo de la pandemia para advertir que los adultos mayores están en una situación de riesgo y que nos necesitan para sobrevivir. Cuidemos a nuestros ancestros, dicen todos.
Pero si analizamos esta situación con la cabeza fría, convendría hacer lo opuesto: cuidar a la población infantil, porque son el futuro. Deberíamos despedirnos de los adultos mayores, agradecerles lo que hicieron en su tiempo, dejarlos salir a la calle y que el virus haga lo suyo. Menos mal no tenemos la cabeza fría, por suerte existe el calor del corazón que entibia nuestras decisiones.
Entonces, me cuestiono: ¿por qué resulta terrible e inmoral dejar morir a un ancestro librado a su suerte, pero resulta normal y hasta aconsejable derrumbar el patrimonio?
En nuestro contexto, la figura de los abuelos juega un rol protagónico en los núcleos familiares, y a su vez, los bienes históricos y culturales son los abuelos en el núcleo de nuestra identidad social. ¿Tú matarías a tus abuelos a combazos? Yo no.
Por ejemplo, las construcciones patrimoniales, que se mantienen hasta nuestros días, son testigos de nuestro desarrollo como sociedad, nos han visto crecer, nos han cobijado entre sus muros y su cuerpo resiste día a día para quedarse con nosotros el mayor tiempo posible, como lo harían las abuelas.
De estos inmuebles históricos podemos aprender sobre los antiguos métodos de construcción, podemos conocer sobre estilos arquitectónicos; gracias a ellos podemos saber sobre hechos que no se cuentan en los libros, tal cual como se aprende de un abuelo.
También es necesario mencionar que muchas de estas construcciones, como las casas que están en el centro histórico de Potosí y Sucre, han traído mucho honor y gloria a la gran familia boliviana, pues han sido declaradas patrimonio de la humanidad. Son tan valiosas que no solo importan para nosotros, sino para el mundo entero.
Resulta natural que cuando alguno de nuestros abuelos se enferma se deba acudir con un médico para cuidar su salud. Pues igual comportamiento debería ocurrir con estos bienes culturales, pero, tristemente, la unidad de Patrimonio del Ministerio de Culturas y Turismo estuvo fuera de funcionamiento debido al cierre de esta institución en 2020. Sin esta unidad, todas las denuncias de daño patrimonial a nivel nacional no tienen dónde ser atendidas, los proyectos de conservación se cancelaron, y todos los fondos de cooperación internacional para preservar nuestro patrimonio están congelados.
Esta unidad es como el hospital del patrimonio, en ella trabajan los doctores que cuidan y curan nuestros bienes culturales, restauradores y arquitectos en su mayoría. ¿Te imaginas una pandemia sin hospitales? Bueno, algo así está pasando en la atención del patrimonio.
Resulta natural que cuando alguno de nuestros abuelos se enferma se deba acudir con un médico para cuidar su salud. Pues igual comportamiento debería ocurrir con estos bienes culturales
En este punto, tú me dirás; ¡No compares la vida de la gente con casas y monumentos! A lo que yo, aplicando la lógica, responderé que no estoy haciendo tan absurda comparación porque por ahí no van los tiros. Yo aquí estoy cuestionando la noción de “cuidado” en nuestra sociedad ¿Sabemos cuidar? ¿Sabemos amar?
La palabra “cuidado” viene del latín cogitatus, que se traduce como pensar, poner atención e interés reflexivo sobre algo o una acción. Podríamos decir que cuidar es una forma de pensar, por eso no es casual que usemos frases como “cuida tus palabras” para pedir reflexión antes de hablar.
Cuando cuidamos algo, estamos pensando en ello, le damos cabeza, energía, recursos, como cuando cuidamos de nuestra familia. Ellos ocupan nuestros pensamientos y estas reflexiones se traducen en hechos, como comida sobre la mesa, cobijo, ropa, educación, amor a manos llenas, etc.
Entonces, ¿por qué no cuidamos nuestro patrimonio? ¿Por qué nos cuesta tanto pensar en nuestra identidad? ¿Por qué no nos queremos?
Pudiendo equivocarme fácilmente, me atrevo a decir que la razón por la que no cuidamos nuestra herencia cultural es porque nos causa dolor. Arrastramos un pasado doloroso que se remonta a los días en los que fundaron la república de Bolivia, cuando fuimos divididos en fronteras físicas sin contemplar que las comunidades comparten cultura además de territorio.
Somos seres fragmentados, somos una sociedad en falta, nos falta conocimiento sobre nosotros mismos, no tenemos una comprensión total de ese pasado tan complejo y poco estudiado. Hoy tenemos un patrimonio cultural que no logra ser entendido por todos; no conocer es no tener, y a nadie le gusta que le recuerden su carencia.
(…) me atrevo a decir que la razón por la que no cuidamos nuestra herencia cultural es porque nos causa dolor. Arrastramos un pasado doloroso que se remonta a los días en los que fundaron la República de Bolivia, cuando fuimos divididos en fronteras físicas sin contemplar que las comunidades comparten cultura además de territorio.
Hoy, cada sitio arqueológico, cada museo, cada casa histórica, cada fiesta, cada textil es, en muchos casos, una gran interrogante para la mayor parte de la sociedad. Actualmente, solo un sector reducido de la población tiene conocimiento y comprensión de este tipo de patrimonio, y si no lo conoces, no sabes por qué te representa. Entonces, ¿puedes decir que es tu patrimonio? Y si no lo sientes tuyo, no es tu ancestro, ¿por qué cuidarlo?
Desde el fondo de mi inocencia, estoy convencida de que esta situación de distanciamiento cultural se puede revertir con programas de educación patrimonial. Con esto no estoy haciendo referencia al adoctrinamiento que se vive en las aulas, no me refiero a escribir cientos de veces las letras de los himnos, repasar los colores de las banderas, repetir cual loros las fechas de fundación o gritar “¡viva mi patria Bolivia!” sin comprender lo que Bolivia es.
Debemos divorciar la obediencia del aprendizaje, y remontarnos una vez más a la etimología para entender esta última palabra como “agarrar”, “atrapar”, porque eso es lo que se necesita, que todos atrapen, agarren y hagan suyo su patrimonio.
Imagina que un día alguien toca la puerta de tu casa y te muestra a dos ancianos que nunca viste antes, y dice que son tus abuelos y que los tienes que cuidar, son dos personas equis de quienes no conoces de nada y debes mantenerlas económica, social y emocionalmente solo porque alguien dice que es tu obligación, sin prueba de ADN. Naturalmente, te vas a rehusar ante tal imposición, dirás: “Lo siento mucho, esta no es mi familia, no me banco esto”.
Lo mismo sucede con el patrimonio, nadie va a querer conservar algo que se le impone como una obligación, nadie va a amar y cuidar aquello que no conoce y que no entiende. Es diferente el escenario cuando hay afecto de por medio, cuando de manera amorosa hemos aprendido a querer, proteger y respetar las creencias de nuestros ancestros, es diferente cuando existe una voluntad de cuidar y no una obligación.
(…) nadie va a querer conservar algo que se le impone como una obligación, nadie va a amar y cuidar aquello que no conoce y que no entiende.
Así como las familias, madres, padres y abuelos acompañan la crianza de las wawas, de igual manera el patrimonio debería acompañar también el crecimiento y el desarrollo de la niñez boliviana, para que no existan vacíos de identidad en nuestra sociedad.
Matar a nuestra cultura o aprender a cuidarla. Esa es la cuestión.