Entre novias y novios, amantes, visitas fugaces, temores, cuidados, encuentros y desencuentros, aparecieron también hallazgos insospechados. ¿Cómo fue el amor en tantos meses de encierro por la pandemia? ¿Qué tiene que ver un señor de apellido Asperger?
Ilustración de Manuel Apaza
Cuando lo vi lo supe, él no era para mí: muy serio, muy blanco y muy arrogante.
Claro que, más tarde, lo escuché haciendo un par de comentarios inteligentes, de ese humor negro bien refinado —cultivado, me animaría a pensar—, y mientras lo escuchaba me pareció que en su comentario no había pretensión, las palabras caían lentas, suaves… y sí, eso me gustó.
Nos volvimos a cruzar, y aunque me reconoció, no mostró ninguna señal de interés; al mirarme fruncía el ceño y su forma de hablar era un poco áspera —sin ser descortés—; su tono rebosaba una indiferencia trágica.
Cuando lo vi lo supe, él no era para mí: muy serio, muy blanco y muy arrogante.
La cosa es que, sin siquiera darse cuenta, le funcionó: ese aire un poco condescendiente, esa honestidad medio infantil, medio cruel, me cautivaron y me propuse conquistarlo.
Empezamos a salir, aunque salir es solo un decir, porque justamente nos tocó el período post-votación de ese octubre y noviembre en el que no hablábamos de otra cosa que no fuera cómo nuestro mundo se partía en dos; nos tocó presenciar cómo las personas se fueron ubicando en veredas opuestas. Fue, sin embargo, una etapa sorprendente para descubrir sus profundas convicciones sobre la justicia, el derecho y el deber.
Llegaron las fiestas y me contó que no estaba en sus ganas e inquietudes el bailar, menos en un lugar atestado de gente, así que las celebraciones me encontraron bailando como poseída en un círculo absoluto de mujeres.
Llegó enero, con apis y miniaturas, febrero con él de viaje; para inicios de marzo, la estaba de viaje era yo, y a mi retorno: ¡cuarentena!
Los fines de semana se volvieron expediciones a su departamento; yo cargaba una mochila para llegar, desinfectarme y cambiarme de ropa. Tengo el recuerdo de esos días como si hubieran ocurrido en cámara lenta, pausados, casi insonoros, de mucha paz, con besos dulces y cálidos.
Pero la pandemia empezó a contagiar a más y más personas, y vernos se volvió una ruleta rusa que podría haber afectado a mis padres, así que decidí que no haría más excursiones para verlo.
Llegó enero, con apis y miniaturas, febrero con él de viaje; para inicios de marzo, la estaba de viaje era yo, y a mi retorno: ¡cuarentena!
La distancia física se convirtió en una distancia emocional suya y en una frontera mental mía. Le incomodaba la cámara del Zoom, me llamaba una sola vez al día, a la misma hora, en una rutina que más parecía obligación. Ni un solo mensaje durante el día y, pese a que yo sí traté de sorprenderlo con mensajes inesperados, no hubo más que indiferencia de su parte.
Abrumada y triste, con un julio que nos arrebató vidas y esperanza, decidí terminar. Él aceptó.
Agosto consistió en cómo balancear mi fuerza de voluntad frente a mis agudas imperfecciones.
Así, un día en el que veía una de esas series que nos permiten olvidarnos horas e incluso días de nuestra propia existencia, descubrí a un personaje mayor, ya con familia, pero con la misma sensación de ausencia que él, y una honestidad implacable, idéntica también a la de él. El episodio mostraba a una esposa completamente fuera del radar de las emociones, intereses y pensamientos de él. Pero ella, psicóloga de niños, de pronto tiene una epifanía y le pregunta si puede hacerle un test. Él, sin mucho interés, acepta y empieza a responder. Cuando termina el cuestionario, ella le dice: sacaste 39 y ese rango corresponde a personas con Síndrome de Asperger.
Hans Asperger fue un médico europeo que dedicó su vida al estudio de niños que demostraban una habilidad excepcional para aprender algo que les apasionaba, pero, a la vez, carecían de habilidades de empatía y comunicación. Hoy esa condición lleva su nombre y es considerada la etapa más leve del Autismo.
El episodio mostraba a una esposa completamente fuera del radar de las emociones, intereses y pensamientos de él. Pero ella, psicóloga de niños, de pronto tiene una epifanía y le pregunta si puede hacerle un test.
Me recorrió un viento frío por la espalda. Empecé a leer más, y mientras lo hacía mi mente empezó a aventurarse en un juego de coincidencias —como en los naipes—, donde buscas la carta par para asociarla e ir cerrando cada historia. Todo encajaba.
Le escribí y le conté de mi hallazgo, le mandé el test, videos, referencias de películas, y decidimos vernos para conversarlo.
Me contó que hizo el test y que coincidentemente él también obtuvo un 39.
—¿Lo hiciste? —me preguntó.
—Sí —respondí—, saqué 6.
—¿6? Cómo sacaste un puntaje tan bajo…
Le conté de las asociaciones teórico-prácticas que reconocí en su comportamiento, él también las identificó y añadió otras… hasta que llegó el silencio, la ausencia, la crónica fuga emocional.
—¿Qué harás? —pregunté para romper el silencio.
—Re-conocerme, aunque no creo que vaya a cambiar —contestó.
—Yo estoy aquí para lo que necesites —le dije.
Esta vez, él tomó la decisión de no vernos más.
—Es mejor no hacernos daño —dijo.
Pensé en cómo Asperger viajó en el tiempo, en pandemia, desde Europa hasta Bolivia para cerrar una historia, para explicarnos sobre la inmensidad de la mente; viajó para aclararme que no puedo ni podré entender todo, no podré amar todo y, sin embargo, habrá magia.
Me quedé orbitando —ahora yo— en mi propio silencio. No había nada más que esperar de él. De mi parte, una sensación de alivio mezclada con pena, pena por mí, seguramente igual que él.
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