Hay palabras como saudade, en portugués, o komorebi, en japonés, que no pueden traducirse sino vivirse. Gezellig es una de esas. Y si están en Holanda y se fuman un porro, verán de lo que son capaces. Buen provecho.
Ilustración de Mayra Paredes
Cuando nos conocimos, él no hablaba nada de español y me contó, en inglés, sus aventuras y desventuras de los primeros días de estadía en Bolivia. Teniendo en cuenta que era su primera vez en Sudamérica, decidí cancelar la explicación de los verbos ser y estar y practicamos de manera urgente los bolivianismos y las frases clave para sobrevivir al caos y la belleza de la ciudad de La Paz, que sería su nuevo hogar por quién sabe cuánto tiempo.
Listo; ahorita; ¡seco!; soy gringo, pero no estúpido; no necesito factura; estoy de chaki; la cuenta, por favor; chau, chau; me gustas mucho; bajo en la esquina; mi cambio por favor; y muchas gracias, caserita, fue lo que repasamos en nuestra primera clase de español.
Niels, holandés, amsterdammer, economista de profesión, alto, choco, ojos azules, con lentes de oficinista, unos cuarenta y pico, vestido con mucha clase, estaba sentado en una de las mesas de un restaurante para turistas en pleno centro paceño, cuyo dueño y administrador era su mejor amigo de infancia —también holandés—. Él escuchaba atentamente cada palabra que yo decía y tomaba notas en un cuaderno nuevo, que más parecían garabatos (siempre tuve la impresión de que los zurdos aman los garabatos).
Cuando estábamos a punto de acabar la clase, le pregunté si tenía dudas sobre lo avanzado; se quedó pensativo por unos segundos y, con una mirada bastante seria, Niels me preguntó si podía usar la palabra listo (dados sus múltiples usos: entendido, terminé, de acuerdo, avancemos, etc.) cuando terminase el acto sexual. Yo traté de contener las carcajadas, le recomendé usarla en su próximo encuentro y le pedí que me avisara cómo le iba. Nos despedimos y me fui riendo, pensando en que, en mis ocho años como profesora de español, a ninguno de mis estudiantes se le había ocurrido hacerme esa pregunta. Me pareció una idea innovadora.
Después de tres años entre besos, viajes, mudanzas, peleas, cumpleaños y resignificando la palabra listo, Niels y yo volamos desde el aeropuerto más alto del mundo —a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar— en la ciudad de El Alto, al aeropuerto más bajo del mundo, que está cinco metros por debajo del nivel del mar, Schiphol, en Ámsterdam.
Niels me preguntó si podía usar la palabra listo (dados sus múltiples usos: entendido, terminé, de acuerdo, avancemos, etc.) cuando terminase el acto sexual. Yo traté de contener las carcajadas, le recomendé usarla en su próximo encuentro y le pedí que me avisara cómo le iba.
Desde que abordamos el vuelo de la famosa aerolínea holandesa KLM Royal Dutch Airlines, entendí al tiro esa atención al detalle que Niels tenía hasta para hacer un sándwich de huevo, en que la marraqueta parecía mostrar su mejor lado siempre. Yo, en cambio, cuando trataba de hacer jugos saludables para ambos (ya saben, esas fases post chaki), dejaba la cocina con la apariencia de haber cocinado para 50 personas. Niels, en silencio, entraba en crisis; yo lo sabía y él también; por eso decidimos que la cocina sería su espacio y el mío sería lo que sea que pueda usarse con un abridor.
En fin, en KLM me sorprendió gratamente que las y los azafatos bordearan los cincuenta. Ellas, en especial, tenían una sonrisa espectacular, eran tan sueltas haciendo su trabajo que te hacían sentir que estabas a punto de tener el mejor vuelo de tu vida. Cuando pasó el catering de bebidas, yo pedí agua y me la sirvieron en los típicos vasitos de plástico, esos comunes que venden en las tiendas de barrio, pero ¿saben qué le hizo KLM a esos vasitos? Les puso una bicicleta sublimada transparente en el centro. Sí, así es el toque holandés: todo puede ser especial.
Desde que abordamos el vuelo de la famosa aerolínea holandesa KLM Royal Dutch Airlines, entendí al tiro esa atención al detalle que Niels tenía hasta para hacer un sándwich de huevo, en que la marraqueta parecía mostrar su mejor lado siempre.
En mi primer día de bicicleta para conocer la capital holandesa, mirando a mi izquierda y derecha como si fuera acechada por fantasmas, lo primero que pedí al universo (desde lo más profundo de mis traumas bolivianos y pese a saber que Holanda fue el primer país, en 2016, en no tener animales callejeros ), fue que ningún perro me destrozara el pantalón porque las casas, todas con hermosos jardines y sin muros, sí tenían pinta de tener perros. No vi ni un solo perro callejero, ni siquiera los escuché, como los escucho diariamente en Sopocachi.
Niels me aseguró que no sería atacada por ningún peludo; le creí. Luego, me explicó algunas reglas para no sacarme la mugre en plena capital, por ejemplo, que mis guiñadores para girar a la izquierda o derecha serían mis propios brazos. Me tomé tan a pecho esa instrucción, que estiraba el brazo como si fuera una bailarina, me sentía una de esas aves estirando las alas, adueñándome de las montañas. Obviamente, me dejé llevar, y así terminé en medio de mareas de bicicletas, con gente de toda edad y pinta, con sus mascotas en las canastas bicicleteras; mareas que te llevan en una sola dirección, como cuando tomas la mala decisión de salir de un clásico futbolero al mismo tiempo que el noventa y nueve por ciento del público. Me daba lo mismo, me la pasaba embriagada de felicidad cuando estaba sobre pedales.
Me atreveré a decir que Ámsterdam se describe con una sola palabra: gezellig, esa palabra holandesa que no tiene traducción en otros idiomas (como saudade, en portugués; komorebi, en japonés, que describe la luz solar que atraviesa por las hojas de las plantas y árboles; resfeber, en sueco, que se refiere al palpitar intenso del corazón antes de un viaje; o sobremesa, en español).
Gezellig (se pronuncia /jaséleij/) es la sensación de bienestar en toda su plenitud como resultado de la combinación de ciertos elementos (personas, lugar, comida, clima, etc.) en ese preciso momento.
Gezellig es, por ejemplo, escuchar tantos acentos en la capital holandesa; ver los menús de los coffee shops que te explican de las formas más originales cómo será el efecto del cannabis que decidas probar; pasear por sus hermosos canales de noche y de día; admirar la arquitectura de las casas sobre agua (con jardín y todo); tratar de descifrar la imponente tecnología de los ascensores de agua —que nivelan el agua de los canales que atraviesan Holanda para que ésta no desaparezca—; subir a la playa (en lugar de bajar); que niñas y niños estén jugando libremente en parques, que los pierdas de vista y que no tengas que preocuparte; y que charles con holandesas que no sepan responder al acoso callejero porque jamás lo experimentaron.
Me atreveré a decir que Ámsterdam se describe con una sola palabra: gezellig, esa palabra holandesa que no tiene traducción en otros idiomas. Gezellig es la sensación de bienestar en toda su plenitud como resultado de la combinación de ciertos elementos (personas, lugar, comida, clima, etc.) en ese preciso momento.
Niels y yo ya no estamos juntos, pero el otro día, con una copa de vino por Zoom, morimos de risa recordando un episodio de ese increíble viaje. Un día fuimos a un bar de Ámsterdam para que él pudiese encontrarse con amigas y amigos de la infancia. La dueña, una holandesa, era su ex, Danielle, una tipaza. Durante la noche nos divertimos un montón, conocí mucha gente, compartí varios shots de ‘lo mismo que tú estás tomando’, la música no daba para bailar, pero bailé, convencí a Danielle de ser su DJ por 10 minutos y, cuando me di cuenta de que estaba buscando una chacarera en el playlist, me senté y decidí beber agua.
Cuando Niels y yo decidimos retornar a casa, ya de madrugada, estaba convencida de que habían arrollado mi bicicleta porque, pese a mis esfuerzos, solo podía manejar haciendo zetas. “El manubrio está destrozado”, no paraba de decirle en el tono más dramático. Él, con su paciencia característica, me dijo que fuéramos a comer antes de seguir pedaleando; es lo último que recuerdo.
En fin, al día siguiente desperté con un fuerte sabor a cigarro (yo no fumo) y, al mirarme en el espejo, no entendía por qué mis dientes no estaban blancos, sino marrones. Niels me contó que la noche anterior, cuando él retornó del baño a nuestra mesa en la pizzería, me vio toda emocionada esparciendo con un cuchillo el contenido de los ceniceros sobre mi pizza para luego comérmela con el mayor placer; cuando él quiso detenerme, pasó el mesero a quien yo le había extendido un cenicero y le había dicho gentilmente “más llajuita, por favor”, pidiéndole disculpas por hablar con la boca llena mientras elogiaba su pizza.
Niels dice que la llajua será uno de sus amores para siempre; yo le dije lo mismo sobre Ámsterdam, y terminé la llamada con: “Ojalá todos tengan la oportunidad de traducir por sí mismos ¡Gezellig!”.