LA MUERTE DEL D10S
La parisina Buenos Aires, de monumentos greco-romanos y un soplo que resume a la Europa occidental, está llena de baches en su interior. Barro, miseria, inmundicia. De allí surgió el argentino más glorioso que conoció el mundo, los próceres no cuentan. Se llamaba Diego Armando. El apellido ya lo conoces.

Hacia el sur de la capital argentina y a la par del crecimiento de su radio metropolitano, a principios del siglo pasado se fueron aglomerando un sinfín de industrias que aprovechaban su proximidad al Río de la Plata para la partida de sus productos. Se trata de una zona que poco y nada tiene que ver con la floreciente Recoleta u otros barrios privilegiados de Buenos Aires. La letra de Avellaneda Blues, del grupo setentero Manal, lo resume muy bien: “Vía muerta, calle con asfalto siempre destrozado / Tren de carga, el humo y el hollín están por todos lados / Hoy llovió y todavía está nublado / Sur y aceite, barriles en el barro, galpón abandonado”. Eso es el sur bonaerense, donde el jugador más pirotécnico de la historia, Diego Armando Maradona, curtió el semblante que lo marcaría para siempre.
Diego nació un 30 de octubre en un hospital de ese sur despintado, en el seno de una familia originaria de Corrientes, noreste argentino, a quienes los porteños suelen denominar “negros del Norte”. Sus primeros gateos se dieron en una humilde vivienda de Villa Fiorito, donde él era el quinto entre ocho hermanos. Demás está decir que lo suyo fue precariedad absoluta desde sus primeros andares; en su libro Yo soy el Diego, relata cómo su madre prefería dejar de comer para repartir el puchero entre sus hijos. “Decía que no tenía hambre, pero yo me daba cuenta”.

Diego nació un 30 de octubre en un hospital de ese sur despintado, en el seno de una familia originaria de Corrientes, noreste argentino, a quienes los porteños suelen denominar “negros del Norte”.
Vivir en una villa argenta acarrea unos duros bemoles. Construidas sobre terrenos fiscales, se trata de viviendas sin servicios refrendados; la luz se la engancha de un poste del alumbrado público, el agua de algún caño madre cercano, y el baño es un profundo pozo ciego que, de cuando en cuando, debe ser evacuado por los malos olores. El aire acondicionado o la calefacción son maravillas que solo se ven en películas. Esa era la realidad de un Diego niño.
Así, enfrentar al mundo habrá sido todo un suceso para ese muchacho petiso de rulos negros. Salir de madrugada, cuando aún está oscuro, a tomar el primer colectivo hasta la estación del tren; abordar alguno de sus vagones con la esperanza de encontrar un asiento vacío; bajar y volver a tomar otro micro hacia el destino final y de allí seguramente caminar algunas cuadras. Esa era la rutina de él y miles de villeros, no solo argentinos; las villas de Buenos Aires cuentan entre su población con migrantes del interior, paraguayos, bolivianos y, en los últimos años, africanos. Todo un combo de nacionalidades que nada tienen que ver con el eslogan de “crisol de razas” enarbolado por algunos impulsivos descendientes de europeos adelante y detrás de su cortina de hierro. Los villeros son gente despreciada. Y así creció el Diego.
En las villas puede faltar todo, todo menos una cancha donde patear la pelota. Y desde los 60, se estimulan en Buenos Aires campeonatos de fútbol entre todos los barrios de la ciudad, incluidas las “villas miseria”, como se las suele llamar. Es allí donde surge el momento de la revancha entre pobres y ricos, en un partido de fútbol disputado como locales y visitantes. Y fue así como se dio a conocer el pequeño Diego, burlándose de los “chicos bien” con sus magistrales jugadas. Un “negrito” desnutrido haciéndoles ver la pelota cuadrada a esos chicos consentidos del “centro”. Épico por donde se vea.
Las villas de Buenos Aires cuentan entre su población con migrantes del interior, paraguayos, bolivianos y, en los últimos años, africanos. Todo un combo de nacionalidades que nada tienen que ver con el eslogan de “crisol de razas” enarbolado por algunos impulsivos descendientes de europeos

Cebollitas, Argentinos Juniors, Boca Juniors, fueron los equipos del pueblo donde Maradona empezó a conquistar a la sociedad argenta y a concretar sus sueños; una vivienda digna para sus padres, lo primero. Y luego la consagración mundial en el inflado Barcelona, donde duró poco, pues algo no iba con él. El equipo culé no hablaba su mismo idioma y, apenas pudo, se fue al discriminado Napoli, el club de una ciudad italiana que para el resto de “tanos” continúa siendo parte de África. Y Diego calzó como una media.
De allí en más, todo fue caerse rendido ante la magia del jugador, que hacía cosas extraordinarias con la pelota que tanto amaba. Pero Diego persona también empezaba a mostrarse como un sedicioso contra todo lo establecido, como un poeta maldito, como un rockero de los insufribles. Eso, más su afición a la coca, fueron motivo suficiente para defenestrarlo entre aquellos que no soportaban su carácter furibundo. Pero a Diego eso le resbalaba.
Y continuó corriendo, era lo que mejor sabía hacer, como un Forrest que contradecía su destino. El mejor gol de la historia (lo recuerdo muy bien, en blanco y negro… fue en mi villa, la 31, junto a otros tantos “cabezas negras; el Diego era de los nuestros), sus peleas con el poder, su suspensión cuando podía volver a ser el mejor de todos, sus recaídas con la droga, sus imborrables mujeres, sus suspirados hijos. Era mucho para caber en ese pequeño cuerpo.
Pero Diego persona también empezaba a mostrarse como un sedicioso contra todo lo establecido, como un poeta maldito, como un rockero de los insufribles. Eso, más su afición a la coca, fueron motivo suficiente para defenestrarlo entre aquellos que no soportaban su carácter furibundo.
Y así, sus últimos meses fueron la crónica de la muerte anunciada. Es más, desde su llorada despedida en la Bombonera, ya nada fue lo mismo. No le cabía el papel de técnico sentado mirando lo que él hacía con delicia. Supongo que así lo pensó y no podía aguantar ese día a día de parsimonia, cuando en su vida todo fue pasión. Y siento que se fue apagando.
(…) sus últimos meses fueron la crónica de la muerte anunciada. Es más, desde su llorada despedida en la Bombonera, ya nada fue lo mismo. No le cabía el papel de técnico sentado mirando lo que él hacía con delicia.
Por estas horas, los medios que lo sublimaron y también lo defenestraron, están girando por la casa de Diego en Villa Fiorito. El barrio está igual, el sur bonaerense mucho no ha cambiado. La pobreza está más vigente que nunca y por ahora no hay niños jugando en esas calles, debe ser por la pandemia. La gente de capa caída no se explica cómo descuidaron al hijo de una Argentina postergada. Donde ya nada parece ser lo mismo.