La muerte del D10S
Para quien creció durante la época dorada de Maradona, la vida está salpicada de recuerdos futboleros relacionados con el Diez. Inútil explicarlo, como dice un cartel de La Gloriosa: “Si no lo sientes, no lo entiendes”.
La Paz, agosto de 1982
–¡Carta de tu tío!
Mi tío Hugo había partido a Francia años atrás, “beneficiado” con una beca Bánzer. Allá se había dedicado a la fotografía de moda y deportiva. De vez en cuando mandaba regalitos curiosos (aún guardo una foto suya con el mítico portero soviético Rinat Dassaev). Pero esta vez, me había mandado un auténtico tesoro: un especial de la revista Onze, la equivalente francesa de El Gráfico, dedicado al Mundial de España 82. Cada fotografía era una obra de arte. Cada publicidad igual. La revista dedicaba sendos fotoreportajes a los partidos de la fase final del campeonato, pero las imágenes más llamativas eran las del “grupo de la muerte”: Brasil, Italia y Argentina.
Y ahí estaba el Diego. Volando a doble página en pose acrobática, resguardado por Claudio Gentile, su cancerbero de la tarde del 29 de junio en el Estadio de Sarriá. La leyenda diría, años después, que no había foto del 10 argentino esa tarde en la que no apareciera el central italiano que se encargó de anularlo y evitar que luzca su magia.
Muchos años me acompañó esa imagen convertida en póster en la pared de mi cuarto. De alguna manera, todos los días me tocaba verlo al Diego y al tipo que lo anuló. Con el tiempo, mi preferencia por los puestos de defensa me haría apreciar tanto el trabajo de resguardo de Gentile, como la avalancha narrativa llamada Maradona.
Y ahí estaba el Diego. Volando a doble página en pose acrobática, resguardado por Claudio Gentile, su cancerbero de la tarde del 29 de junio en el Estadio de Sarriá.
Pescara, enero de 2003
Llegué a los Abruzzos en pleno invierno. Naomi me había recogido de Fiumicino y después de esperar mi maleta, recorrimos charlando en boliviano las dos horas que nos separaban de su ciudad de residencia. El frío de la calle, que llegaba de la playa cercana, se metía en medio de la ropa como agujas en un costurero. Mi amiga había llegado a Italia años atrás a formar su familia y, aprovechando mi viaje por las Europas, me había invitado a conocer su hogar. Allí me presentó a su hija, a su esposo y a la nona, su suegra, que era napolitana. Por eso, me dijo, hace la mejor pasta del mundo (“vas a salir de aquí rodando”, me advirtió). La casa era de tres pisos, de esas que las familias latinas mandan a hacer para tener a toda la familia junta. En el fondo de un pasillo, había un pequeño altar donde se alzaba la figura de San Genaro, santo patrono de Nápoles. Pero a su lado había una estatuilla más. “Fijate quién es”, me dijo. Era un Diego de yeso de unos 12 centímetros, apoyado en un pedestal de madera con la camiseta del Napoli, en actitud de carrera atlética.
–Cuando mi suegra tiene algún problema realmente serio, no le reza a San Genaro, le prende una vela a Maradona, se persigna y dice ‘Diego, risolvelo te’ (Diego, resuélvelo tú)”.
–Cuando mi suegra tiene algún problema realmente serio, no le reza a San Genaro, le prende una vela a Maradona, se persigna y dice ‘Diego, risolvelo te’ (Diego, resuélvelo tú)”.
Santa Cruz de la Sierra, La Paz, París y Londres, junio de 2010
Paty iba a ser la primera de los cuatro hermanos en ampliar la familia. Sí, estábamos esperando la llegada del primer sobrino o sobrina, y repartidos como andábamos por cuatro ciudades distintas, quedamos una tarde de sábado en coincidir por el Skype. Aparecimos puntuales.
–¡Qué lindo escucharlos!
–¡Qué lindo verlas!
–Mirá tu panza, hermana, ¡está bella!
Para sorpresa de todos, no había un nombre elegido para el o la bebé. De hecho, ni siquiera se sabía el sexo, un detalle que mi hermana y mi cuñado se habían encargado de mantener en estricto secreto. Barry, un inglés de sonrisa franca, flemático, pero bonachón, y directo a la hora de hablar, sonreía ante todas las posibilidades que proponíamos.
–Manuel.
–María René.
–Rodrigo.
–Carlos Xavier.
–Ruth.
En ese momento, la menor de mis hermanas gritó con entusiasmo:
–¡Diego!
Un breve silencio se hizo en nuestro ciberespacio. Miramos a mi cuñado quien sentenció, sonriente pero muy serio:
–Nunca jamás, ningún inglés, bajo ninguna circunstancia, se va a llamar Diego.
—– 0 —–
Éramos niños y Diego significaba la ilusión, el disfrute del juego, la gambeta, la travesura. Todos queríamos ser ese carasucia que sembraba defensores a su paso y cobraba revancha para su país metiendo un gol con la mano. Lo que después hizo con su nariz o con sus amigotes nos resulta indiferente: el 25 de noviembre de 2020 perdimos a la leyenda, al más humano de los dioses, como lo llamó Galeano. El fútbol está triste, y bien triste, porque como todo ímpetu, se desborda en sus fueros. Si no te gusta ver a 22 loquitos corriendo detrás de un cuero, no lo trates de entender. ¿Cometió pecados, cometió delitos? Tal vez. Pero la razón es esclava de las pasiones, y hoy la última está de luto. Déjanos estar tristes, no tenemos por qué explicártelo y ya se nos pasará.