Chasquipampa ardía. Incendiaban los Pumas, bajaban con palos, piedras, dinamitas. Días más tarde los baleaban. La sangre como el fuego. Una fogata de cuerpos.
Chasquipampa. Calle 44.
Lunes 11 de noviembre. 11:14. Nublado.
Primero fue la alarma (el chillar de una trompeta de plástico). Luego los gritos: ¡Salgan, vecinos! ¡Salgan! Se abrieron las cortinas de las ventanas. Rendijas. Ojos que se asomaban apenas. Después se abrió una puerta. Luego otra. Y así, salimos de a uno. Con palos. Otros con escudos (trozos de calaminas) y cascos. Vimos los grupos. Eran pocos. Hombres y mujeres. Pasaron los minutos y nos fuimos haciendo más. Un tumulto cada tres cuadras. Los vecinos.
Una hora antes la imagen era la siguiente:
“Afuera se escuchan los dinamitazos. Vidrios que se rompen. Gritos. ‘Policías de mierda los vamos a matar, maricones. Vendidos. ¿Así que se amotinaron, no?’. Rompen todo. Son como 200 personas. Y se rumorea que están bajando más de Ovejuyo. Luego gritan: ‘Ahora sí, guerra civil’. Las alarmas de los autos suenan, así como los petardos. O como el llanto de los perros. Los aullidos. Esta mierda no se detiene. Se escuchan, por fin, sirenas policiales. Pero no sé si serán suficientes”.
Al menos eso es lo que pude registrar en mi Facebook. Una escritura nacida del miedo. Un temor imprevisible.
La noche que precede a este día incendiaron los PumaKatari. Después bajaron. Llegaron a Chasquipampa. Venían de Ovejuyo, de Apaña. Eran muchos. Estaban armados. Y no había seguridad. La Policía estaba replegada. Bajaron hasta Cota Cota. Saquearon locales. Quemaron casas. Hacía menos de 24 horas que Evo Morales había renunciado y La Paz empezaba a pagar los estragos por haber “derrotado” al fraude. ¿Qué sentíamos todos? Miedo.
Aquella madrugada muy pocos durmieron. Los niños. Los adultos no. Debíamos estar alerta. Defender a nuestras familias. Apagar las luces. Rezar para que no ingresen a nuestras casas. Para que pasen de largo. Amanecimos en un mismo cuarto. Colchones en el piso. Ventanas tapiadas con cartones.
Chasquipampa. Calles 44 – 46.
Lunes 11 de noviembre. 16:15. Sol.
Los vecinos nos organizamos. Sacamos palos, calaminas, cascos. Nos ponemos cintas blancas en los brazos para que la Policía nos reconozca como aliados en caso de enfrentamiento. Movemos contenedores, encendemos fogatas. Conversamos. Nos conocemos. Con la mayoría no tuve contacto nunca. Ahora nos une un solo objetivo: defendernos. La policía ha ayudado bastante a la calma. Pero se prevé que en la noche el horror retorne. Esta vez estamos “preparados”.
Me conecto al Internet. Veo un video que me pasaron al WhatsApp: desde El Alto cientos de personas bajan enfurecidas hacia La Paz. Llevan wiphalas. Y el grito: “¡Ahora sí, guerra civil!”. Lo repiten con furia. Como hace unas horas acá, en Chasqui. O como en Pedregal. En Rosales. En la zona norte. En casi toda la ciudad. Se oye un dinamitazo.
Chasquipampa. Martes 12 de noviembre.
12:18. Nublado.
Es muy extraño ver esta bandera por acá. La wiphala. Que yo recuerde nunca la vi flamear. Desde ayer está en cada esquina. Colgada en postes. En árboles. En fachadas. Para que los “saqueadores” no nos dañen, dicen por acá. Como arma de defensa. Nada más. “Están diciendo que las casas de los jailones van a atacar”, dijo ayer una señora en una reunión de vecinos del barrio.
También se ve algo en el cielo que se mueve muy rápido. Como moscas. Como águilas. Se escuchan los motores de los aviones militares.
La noche pasada desmontamos las barricadas que construimos en horas. Barreras hechas de calaminas, alambres, maderas, parrilleros, tubos, cajones… Un vecino tocó la puerta de mi casa. “Acabamos de hablar con la Policía y nos dijeron que saquemos estas cosas. Que los saqueadores lo pueden ver como afrentas. Provocaciones. Así que hay que desarmar nomás todo”.
Mi papá, irritado, se negó a salir. También mi hermano. Yo ayudé muy poco. “Es que el jefe de la Junta Vecinal está pues temblando. ¿No ve que ha trabajado como Casa de Campaña para Carlos Mesa? Teme que los masistas se acuerden y lo reconozcan. Que tengan como objetivo su casa”, nos advirtió el mismo vecino.
Chasquipampa. Calle 51.
Martes 12 de noviembre. 12:22. Sol.
Símbolos. Así nos movemos. Por pequeñas cosas que significan algo. Wiphalas, biblias, fuego, balas. Símbolos como este carro de la policía que fue incendiado hace dos noches. Permanecen, hoy las cenizas, los restos. Las casi lágrimas de la Policía cuando pedía la ayuda del Ejército.
Todo el que pasa por acá le saca al menos una fotografía. Bueno, no todos. Los que salimos con celular. Y carnet. Por si acaso.
Chasquipampa. Calle 53.
Martes 12 de noviembre. 11:54. Nublado.
Filas. Algunas tiendas abren de a poco. No todas. Muy pocas. Las puertas no se abren del todo. Atienden detrás de las rejas. Así que esperas para aprovisionarte: carne, arroz, fideo, verduras, leche. Por si acaso.
Una fila para comprar huevos. Un minubús lleno de ellos. Unas diez personas en la fila. Mi papá se pone a conversar con un hombre de unos treinta años. Rostro moreno, chaleco de lana, chompa verde. Cabellos despeinados. Le dice: “Tan bien que estábamos. Ahora seguro todo va a subir. No sé qué quería la gente para cambiar el país”. Otro hombre, delante nuestro, lo secunda y dice: “Tanto querían que no seamos Venezuela ahora en Venezuela nos vamos a convertir”.
Chasquipampa. Martes 12 de noviembre. 21:22. Noche.
Llueve. El agua cae como si las nubes se desangraran. Se ven los rayos desde la ventana de mi cuarto. Como pocas veces agradezco por este fenómeno. No habrá saqueos. No habrá fuego. Ni dinamita. No.
“El sol se va a caer y la luna se va a esconder”. ¿Era algo así? Pero hoy el sol salió un rato en la mañana, luego en la tarde. Y la luna está ahí, apenas visible pero se la reconoce.
Tenemos nueva presidente. Es mujer. Es increíble cómo hace una semana esta situación era inimaginable. Pero ahí está, en Palacio. Sostuvo la tricolor y la wiphala. Y luego la Biblia.
Lo vi en la televisión. No hubiera podido hacerlo más temprano. Se cortó la luz unas dos horas. Salí con mi hermano a comprar velas y nos vendieron cada una a Bs 3,50. Las compramos. Pensábamos que habían dinamitado una planta eléctrica o algo así. Lo decían en uno de los diez grupos de WhatsApp al que me había/n añadido en apenas dos días. Esta noche dormiremos. Por fin.
Chasquipampa. Viernes 15 de noviembre. 22:17. Noche.
Arrestaron a mi amigo. Un vecino de acá, de Chasquipampa. Él vive en Santa Fe, una zona aledaña. Tampoco durmió en las noches pasadas. Participó de las vigilias, de las fogatas. Tiene tres hijos. Es padre. Y escritor.
Rodrigo Urquiola. Lo aprehendieron en la tarde. ¿Por qué? Por llevar una wiphala. Y un palo en su mochila. Y por no tener la piel blanca. Estuve a su lado junto a otros dos amigos, novelistas premiados, al igual que Urquiola. No pudimos hacer mucho más que abogar por él. Los uniformados fueron muy agresivos. Intimidantes. Nos revisaron las mochilas. En la de Urquiola encontraron los objetos mencionados. Le dijeron “sedicioso”. Y se lo llevaron. Hubo violencia.
Lo liberaron a las horas. No más de dos. Todo por Facebook. Su captura fue difundida por Gabriel Mamani, reciente Premio Nacional de Novela. La publicación se compartió inmediatamente. Se convocó a autoridades, se utilizaron influencias. Salió pronto.
A los pocos días arrestaron a un estudiante de la Carrera de Cine. ¿Por qué? Por grabar la marcha de los alteños que llegaron a La Paz desde Senkata. Y también desde otros espacios del área rural. ¿Quiénes lo denunciaron y provocaron su detención? Periodistas. Dijeron que no tenía credenciales que lo acrediten. La Policía se lo llevó.
A él lo liberaron en algunos días. Tres o cuatro. ¿Cuál era una de las causas por la cual lo imputaban? Sedición y terrorismo. Absurdo.
En los siguientes días supe de mucha gente que fue arrestada. Los policías, nerviosos por las posibles armas de los manifestantes, aprehendieron a muchas personas por error. Con violencia en muchos casos. Sé de algunos que siguen allí, privados de su libertad. Esperan audiencias.
Caminar por el Centro significaba enfrentarte a los gases. Y al miedo. A ese fuego que quemaba el pecho. Temer un arresto injustificado, las balas, el aterrizaje de esos pedazos de metal en un cuerpo. El tuyo.
Porque los muertos empezaron a aparecer. A formar parte de las estadísticas. De ese número útil para unos e inservible para otros. La cifra es estremecedora: al menos treinta personas.
Acá, a unos pocos kilómetros, murieron varios hombres. En Rosales, en Pedregal. Zonas desconocidas para la mayoría. Los familiares los enterraron apenas. Los velaron con terror: presentían los uniformes, las balas. Porque fueron asesinatos. Las fotografías circularon por Facebook. Por WhatsApp.
Regresé a Chasquipampa en la noche. Desde la ventana del último de tres minubuses que tomé vi la catástrofe de Cota Cota: decenas de ventanas quebradas. Mi celular se había apagado. Cuando abrí la puerta de mi casa vi a mi hermano con los ojos muy abiertos, las manos apretadas. “Te llamamos mucho”, me dijo. “Vimos lo que le pasó a Urquiola. Solo debías decirnos que estabas bien”. Me disculpé.
Ya en cama, pensé en el significado nuevo de aquella frase. “Estoy bien”. Nada más que eso. Estar bien.
Chasquipampa. Domingo 1 de diciembre. 23.42. Lluvia.
Acabó noviembre. No hay barricadas. Evo está en México. No hay dinamitas. Hay pollo en los mercados. Los precios se van normalizando. El país retoma la calma. Papá trabaja con normalidad. Las wiphalas permanecen en algunas casas. En la mayoría ya las han retirado. Ya no hay fogatas. El fuego se ha evaporado.
Pero el fuego sigue allí, vigente pero invisible: nadie nos devuelve a los muertos.