“Morir antes que esclavos vivir”, tarareaba la niña de cuatro años. Si pudiéramos tener un ápice de esa fe que tienen los niños, el mundo sería diferente.
Los días y las noches son intensos. Los colores de la wiphala se desvanecen cuando llega el ocaso. Las polleras se muestran grises ante la llegada de la penumbra. Las principales avenidas de las ciudades son testigos silenciosos de una lucha que amarga los días de los más pobres.
Es lunes y todavía hay hambre, es lunes y las plazas están vacías. Es lunes y la situación está peor. Los hornos dejaron de producir pan y lo poco que se encuentra subió de precio. Es lunes y la gente aún no puede trabajar, camina indiferente, malhumorada. El sol lastima la piel. Es lunes y hay muertos y heridos. No los conocía, pero me hiere el corazón. Nadie se pregunta ¿quiénes eran?
Sigue siendo lunes, nada parece ser igual. Las calles están vacías, percibo el miedo rondando por donde quiera que camino. Las personas andan desconfiadas, todos se miran unos a otros preguntándose quizá ¿será el enemigo?
Mi niña, sólo ella me anima. Admiro en ella su fe, esa fe en las personas, que yo ya estoy perdiendo. “Morir antes que esclavos vivir”, tarareaba, de cuatro años, mientras jugaba inocente, dulce y despreocupada. Ella sueña con ser presidenta, pero no porque yo se lo hubiese sugerido sino por el afán de ayudar. Vivimos en un barrio alejado de la ciudad y es ahí donde las dos, cada día, caminando aprendemos y vemos la pobreza de cerca.
Si pudiéramos tener un ápice de esa fe que tienen los niños, el mundo sería diferente. El amor y la paz es lo que debemos cuidar. Parece que ya perdimos ambas cosas y sólo nos quedan los niños. No quiero que sus ojitos vean la matanza de una sociedad. Necesitamos un lugar donde puedan salir a estudiar, sin temor, corriendo libres por los parques sin que nadie se atreva a hacerles daño. No nos matemos, no dejemos que el odio llegue a nuestros hijos, porque ese mismo sentimiento matará su inocencia y sus ganas de luchar por su libertad.
Hoy, en especial hoy, me siento defraudada. Me duele mi ciudad y la gente que la juzga parece que ya olvidó cuánto bien le hicimos al país. Porque a nombre de unos cuantos nos dicen vándalos, criminales. Como si no pudieran ver que los alteños luchamos cada día para poder sobrevivir. Aquí se trabaja de sol a sombra, sacrificando días festivos y feriados, a veces incluso viendo la muerte de cerca cuando niños, hombres y mujeres venden lo que pueden en las carreteras sin pensar en su vida.
Me dueles El Alto, porque nadie se preguntó siquiera quiénes eran los heridos, quiénes eran los muertos, si es que realmente merecían morir.