“Renuncio”, dijo Evo. Y el pueblo estalló. Bocinazos, cacerolazos, abrazos. En la noche: dinamitazos, saqueos, miedo. “Renuncio”. Orfandad. Dejar un país quemado.
Todo se acaba. Nada permanece. Nada. El amor, el dinero, la pasión, la edad, la vida. Todo. Todo termina por perderse, por correr de nuestras manos, por alejarse de nuestros cuerpos. De nuestros ideales. Los lienzos se ensucian, las torres se quiebran, las guerras acaban con la sangre de los vencidos en las calles. Así, todo se hace un trozo de madera evaporado por las termitas.
Es lo que me dijo Papá, con la cara frente al televisor, con los ojos como gotas: “Renuncio”. Una palabra. La voz del rey que se aprisionaba, que condenaba sus años a un terreno olvidado, sucio. Un legado pisoteado.
En casa vivimos Papá, mi hermano y yo. Tenemos un gato y un perro. Ambos machos. Es decir, en casa no habita una mujer. Mamá no existe. Mamá es una historia. Un relato. Una voz que escucho cuando hace mucho frío, cuando me tapo con todas las frazadas en días de lluvia. Cuando los rayos rompen montañas. Mamá es eso, un salvoconducto. Una exiliada. Una mujer que no existe más que en mi sangre.
Así que Mamá es aquel pedazo de espejo que se borra de nuestro álbum familiar. Lo comprendí en mi niñez. Ella se iría. No permanecería con nosotros. No, ella pertenecía a ese lugar inhabitable, ese espacio de mundo que mutaba a diario, como un Aleph. El Universo. Mamá no nos necesitaba. Precisaba de sus piernas, de su melena de fuego, de su caminar veloz.
Así entendí que el amor no es sagrado. No es contundente. Se equipara a los ciervos, que se detienen frente a ti en la noche, delante de la carretera. Los observas, los sueñas, los calcas en algún recodo de tu mente, y luego ya no están ahí. Han escapado. Así imagino ese calor del alma. Como algo que se extingue. Porque nada se consolida.
Uno renuncia a las palabras que canta, a los juramentos que deja en el papel. A las promesas, a las emociones. Uno renuncia a la paz y escapa con el cuerpo nuevo, con los brazos que sostienen las caderas y te dicen: “Vámonos, nuestras vidas pueden cambiar”. Uno renuncia a los hijos, renuncia al dinero, renuncia a la vida.
“Renuncio”, dijo Evo. Y el pueblo estalló. Bocinazos, cacerolazos, abrazos. En la noche: dinamitazos, saqueos, miedo. “Renuncio”.
Papá, con breves mares a punto de migrar de sus pupilas: “¿Por qué renuncias ahora? Deberías haberlo hecho antes. Cuando te queríamos. Cuando eras la esperanza. Nos diste tanto. Y ahora te vas sin nada”.
Orfandad. Dejar un país quemado. Dejar los cuerpos de tus hijos en una casa que desconoces. Dejar tu ficción en las paredes de los que aún te adoran.