Las calles de Bolivia se llenaron de gente festejando la renuncia de Evo Morales. La marea tricolor cantaba y bailaba festejando la victoria. Habían logrado algo que no creían posible. ¿Realmente habíamos ganado?
Una tensa calma rodeaba la ciudad, se temía una represalia por parte de las llamadas “ordas masistas” (sí, así sin H). La noche del domingo 10 de noviembre la vigilia en la plaza Murillo sangraba de gente. Un policía me preguntó: ¿Dónde está ahora esa gente que llenaba las calles? ¿Por qué somos 15 personas cuidando la plaza?
Las siguientes noches estuvieron marcadas por el temor, no solo al vandalismo que sufrió la ciudad sino temor al otro. Las vigilias estaban marcadas por la paranoia: vecinos sospechando de vecinos, ciudadanos temerosos de que su prójimo tenga armas ocultas en la mochila.
En las barricadas construidas por los vecinos se pedía el carnet para comprobar que uno era de la zona. ¿Dónde quedó el derecho a transitar libremente? Sepultado, gracias al discurso del odio, de que el otro es el enemigo.
Las siguientes jornadas estuvieron marcadas no solo por el miedo sino por la indiferencia hacia el otro. Las Fuerzas Armadas se unieron con la Policía para “resguardar la paz”. ¿De qué paz estamos hablando cuando en otros lugares los bolivianos se enfrentan entre ellos? Movimientos armados por varios intereses azuzan la lucha entre hermanos.
Durante la dictadura militar era “sencillo” reconocer al enemigo: el uniformado que si te pillaba, mejor era rezar para volver a casa o para que hallaran tus restos. Ahora Bolivia vive en un espejo roto, donde uno mira al otro y ve el reflejo destruido de la identidad. Un lugar donde discernir al “enemigo” es mucho más complicado.
¿Victoria? Sólo se logró sacar a un hombre hambriento de poder que dejó un último legado de odio en su discurso: el otro es tu enemigo. ¿Quién es el otro? ¿Quiénes somos nosotros? ¿Por qué en la concentración por la paz nuevamente son pocos los rostros que se unen?
No encontraremos una paz real hasta que el espejo con el que nos miramos en el otro vuelva a unirse. Quizá la respuesta esté en nuestras manos, ya no solamente en las calles sino en nuestro diario vivir, denunciando el racismo, el machismo y el odio.
No será hasta que nuestros hijos le tengan tanto respeto a la tricolor como a la wiphala. No será hasta que veamos en ese espejo nuestra piel multicolor y nuestra cultura de mosaico, de cientos de retazos que se unen para formar algo único, algo que realmente sea una cultura de paz.