La campeona
Polonia Ana –así es como se llama– carga en una bolsa su cinturón de campeona de la lucha libre allá donde la convoquen. No es para menos porque un trofeo así no se ha vuelto a repetir en las arenas del cachascán local. El suyo tiene un valor político labrado en la polvareda alteña de octubre de 2003, en aquellos tiempos en que las cholitas luchadoras volaban por los aires de la fama del ring, envueltas en el griterío del desahogo alteño. La pollera colorida abierta de flor en flor como trompo girando, sus enaguas para solaz de gringos y chinos boquiabiertos, mudos ante tanto surrealismo de país quintomundista. Risa y risa después, cámaras y flashes salían del Multifuncional de la Ceja de El Alto, sin comprender bien por qué la comedia ante la pobreza.
Era, sin embargo, elemental. Los ojos ajenos gozaban de la pobreza hecha espectáculo mientras que los pobres de siempre vomitaban sus broncas a plan de botellazos y cáscaras de mandarina arrojados a risotadas sobre el rudo de turno. Catarsis proletaria dominical.
Para ellas, en cambio, era otra cosa. Tenía que suceder la revuelta de Octubre para que el mundo dirigiera su mirada hacia ellas, así fuese por el mero espectáculo. Aunque ellas, las Carmen Rosa de siempre, venían revelándose mucho antes, casa y cama adentro. Ring adentro.
Polonia Ana Choque Silvestre vivió desde niña la maldita violencia paterna que mal acompaña a demasiadas mujeres en este país. Fue madre demasiado pronto; abandonó la escuela y sus pies de vendedora ambulante saben de calles y plazas; sus manos dan cuenta de su trabajo artesano y como trabajadora del hogar; sus ojos guardan memorias indecibles; su sonrisa viene atada al corazón que ríe, ríe lindo enseñando los hoyuelos que escoltan su boca de dientes de oro. Ríe por no llorar. Ana Polonia, más conocida como “Carmen Rosa, la campeona”, sostiene el cinturón de la victoria con la fortaleza de una fiera a su presa.
Ella y sus compañeras se plantaron ante el empresario que lucraba con el sudor de sus acrobacias y decidieron conformar su propio emprendimiento como Las diosas del ring. Tal atrevimiento las expulsó del paraíso y ahí estaba Carmen Rosa, lejos del Mulfuncional y los gringos que seguían llegando retrasados al espectáculo de la pobreza, ya con Evo como bandera.
“Ahora no es el público el que va tras Carmen Rosa, es Carmen Rosa la que se acerca a su público”, decía ella, siempre tan habilosa para el discurso mediático. Y entonces se la veía de barrio en barrio, acomodando su ring en cualquier patio trasero de las laderas. El precio de la rebeldía, de la libertad, es siempre alto y vale la pena. La campeona no se rinde.
Carmen Rosa es esa voz que habla desde las entrañas, mira de frente y suelta con el alma: “la mujer boliviana tiene fuerza, tiene corazón, tiene coraje”. Carmen Rosa sonríe.