Esta abuela era de temer. Abofeteó a Juan Lechín Oquendo cuando fungía como dirigente sindical de Correos. Fue excomulgada por un obispo, dejó de ir a misa, pero nunca dejó de rezar a San Antonio. Queda la piedra del batán que agarró ella, agarró su madre y ahora la nieta.
Mi abuela materna nació en 1917 y murió en 2002. Ella era la última hija de 12 hermanos, nació el día de Navidad por eso la llamaron Natividad. Se crió en Totora. En la escuela aprendió a leer, escribir y matemáticas básicas. Pero fue su padre, abogado de profesión, quien le enseñó la pasión por la historia y los derechos de las personas. Tenía una letra hermosa que parecía dibujada con la cual escribía largas cartas a los hijos ausentes. Tuvo 4 hijos y crió a 2 sobrinos más; mantuvo a sus padres y cuidó de su madre hasta su último día. Hablaba español y quechua con la misma fluidez. Claro que cuando la escuchaba hablando quechua parecía que reñía a todos los que se le atravesaban.
Era una persona reservada, de pocos amigos, y pese a que vivía humildemente tenía un aire de superioridad. No aguantaba a la gente banal o ignorante. Todos los días leía el periódico de punta a canto; le encantaba discutir las noticias y tenía opiniones absolutas sobre la política. Leía todos los libros que caían en sus manos, amaba las novelas de amor y de heroínas. Nos contaba historias fantásticas sobre su ciudad, Totora, que tenía pianos de cola, que llegaban encajes y vestidos desde París. Yo no conseguía imaginar esas épocas que más parecían historias sacadas del realismo mágico.
Detestaba a Víctor Paz Estenssoro, el causante de que le quitaran todas las tierras a sus padres con la Reforma Agraria, hechos que la llevaron a trabajar desde joven. Hizo de todo para llevar el sustento a su familia; costuraba, fue asistente en una farmacia, entre otras cosas, hasta que consiguió trabajo en la Empresa Nacional de Correos. Empezando desde abajo terminó como jefa de sección en esa entidad cerrada hoy en día. Por suerte ella no está para verlo.
Mi abuela era de temer. Abofeteó a Juan Lechín Oquendo y se enorgullecía de haberlo hecho. Sucedió mientras ella fungía como dirigente sindical de Correos en una de las reuniones de los sindicatos, estando en desacuerdo con la opinión del líder de la COB. Fue excomulgada por un obispo, ella y todos los padres que tenían hijos en colegios no católicos. No cambió a sus hijos de colegio, dejó de ir a misa porque le prohibían la entrada, pero continuó con su fe rezando a San Antonio en silencio desde la privacidad de su casa.
Al morir, me quedé con su álbum de fotos y su niño Dios; una imagen de cera con cabellos naturales que asustaba a todos los nietos y a la que sin embargo nos hacía adorar, cantar y bailar cada Noche Buena. Otra de sus posesiones más preciadas, que recibí años después de su fallecimiento, fue su batán de piedra, aquel que usó tantas veces para cocinar. La piedra pequeña y redonda tiene las hendiduras de una mano, de su mano, de la mano de su madre. Esa piedra es ella, la que transmitía su cariño con su comida, la que cantaba boleros mientras cocinaba, la que siempre ofrecía un plato de comida al recién llegado, la que siempre hacía alcanzar un plato más.