El Alba, en el Socavón, es un caos sonoro, demográfico. La gente sigue bailando y farreando aunque la muerte enlute a otros. Y también está eso del mal olor.
I
“No sé qué fiesta sería, pero iban lujosamente trajeados los indígenas, los blancos, los negros, los extranjeros y los mestizos, cuando tuve la desgracia de mirarlos de frente”.
Arturo Borda, El Loco, “De la Miseria”
“Mi madre me contó que mi nacimiento estuvo presagiado por un sueño. Ella cuenta que, unos días antes de ir al médico, soñó que fue con su abuela hacia el Socavón. Mi madre recuerda que se vio como una niña de no más de siete años; llevaba un vestido blanco igual que el de su primera comunión y recordaba que su abuela, una mujer cariñosa y muy habladora, no dijo nada durante todo el sueño. Ambas entraron al templo de la mano, se persignaron, prendieron unas velas y, al acercase al cuadro de la Virgen –que se encontraba cubierto por vestidos, joyas y una pared de plata–, su abuela le entregó un clavel que era parte de las ofrendas florales. Juntas salieron del templo, sin embargo, de pronto, su abuela se esfumó. Mi madre recuerda que paseó largamente por el Calvario, quiso jugar algunos juegos, pero no lo hizo y entonces se despertó tranquilamente. Claro, yo conocía la historia de memoria, pero esta mañana mi madre me dijo: ‘El final es distinto, escúchame, la verdad no sé qué significa’. Mi madre me contó que al final de su sueño vio cómo el Calvario se incendiaba, vio cómo todo ardía. Mi madre me dijo que tenga cuidado, me dijo que no saliera; pero si es el Carnaval –le dije–, no me pidas cosas imposibles, tengo que bailar, y me reí. Pero ahora sé qué significa: son estos muertos”.
Nadie sabía muy bien qué había sucedido; solo se escuchaban algunos rumores que, de boca en boca, se pasaban como un secreto demasiado vergonzoso. Lo poco que pude entender, después de preguntar al señor con el cual compartía algo así como un asiento –ambos nos encontramos sentados en las frías gradas que suben a un gran tobogán muy cerca al Socavón– era que una explosión en el centro de Oruro había dejado varios muertos y muchos heridos. Inmediatamente, revisé mi celular. Había poca información, mas esta confirmaba lo contado por mi vecino. Entonces recibí una llamada breve de mi madre preguntándome cómo estaba. Respiré profundamente, como si estuviese aliviado, y luego, detenidamente, miré hacia abajo y pude observar que allí, en las calles del Carnaval, la fiesta seguía como si nada extraordinario hubiera pasado.
Nadie sabía muy bien qué había sucedido; solo se escuchaban algunos rumores que, de boca en boca, se pasaban como un secreto demasiado vergonzoso. Lo poco que pude entender, era que una explosión, había dejado varios muertos y muchos heridos.
Un momento después, Luisa, una mujer muy amable que hace algunos minutos me había invitado un durazno, me dijo: “No puede ser, esto es como una maldición, hace cuatro años ya hubieron muertos por lo de la pasarela. Es como si Dios nos quisiera decir algo”. Y entonces Luisa suspiró largamente y su mirada se entristeció como quien recuerda a sus propios muertos. Y cruzando sus brazos pronunció una frase terrible: “Pero en realidad es al Diablo al que no le gusta la música”. Estas explicaciones místicas –que en ese momento me eran algo extrañas– abreviaban muy bien la fabulación y el desconcierto que habrían de gobernar Oruro.
Las palabras de Luisa, sin embargo, tenían mucho que ver con el abandono en que ella vivía. Me contó que sus hijos –nunca mencionó cuántos ni sus edades– vivían lejos, y que cada mes le enviaban algo de dinero, pero que desde hacía dos Navidades ya no los veía. Que si ella estaba pagando algo eran los pecados de su marido, aquel hombre que alguna vez la había golpeado violentamente a ella y a sus hijos. Recuerdo que Luisa tenía el cabello corto y blanquecino, llevaba una manta negra que le tapaba la espalda y llevaba consigo una bolsa de mercado llena de frutas. Doña Luisa, entonces, se volvió hacia mí y me dijo: “Bueno, ahora parece que todo se ha parado, pero no sé qué va a pasar. Yo me acuerdo que la primera vez que hubo estos muertos, entraron unas figuras vestidas de negro en la Diablada, daban mucho miedo y todos sabíamos que algo malo ocurriría”. Varias personas, posteriormente, me volvieron a contar este detalle. Pero ya entonces todo parecía tener su precisa correspondencia mágica.
En efecto, el Carnaval se encontraba detenido desde hacía varios minutos. Aproveché este paréntesis para comprarme una bolsa de linaza caliente y, para no olvidar las conversaciones que tuve, me puse a escribir algunas notas en mi cuaderno. Mientras escribía recordé dónde había escuchado esta idea del Diablo. En el Siglo XII, Santa Hidelgarda de Bingen escribió Ordo Virtutum, donde es posible escuchar 82 cantos diferentes. Sin embargo, en ningún momento el Diablo –personaje principal– canta en la obra. Esto se debe a que, según Santa Hidelgarda, el Diablo no soporta la música porque es la belleza y la dulzura paradisiaca que todavía conservamos: dulzura que glorifica propiamente a Dios. Cuando terminé de escribir, Luisa se despidió y me recomendó abrigarme. Me sentía cansado, aunque sabía que debía aproximarme a las calles donde habían sucedido las explosiones: Bakovick y avenida Del Ejército.
(A más de un año de lo ocurrido –escribo esta crónica a principios de 2019– todavía no se sabe muy bien lo que pasó. Sabemos que no fue –como en un principio se creyó– un accidente ocasionado por una garrafa de gas. Sino que la explosión fue provocada por el estallido de cartuchos de dinamita potenciados por algún otro elemento químico. En la primera explosión falleció una familia entera. Días más tarde, una segunda explosión, que tuvo lugar muy cerca del lugar donde ocurrió la primera, abrió la sospecha de que todo fue, en realidad, un atentado. La policía manejó la hipótesis de que el crimen tenía que ver con alguna trama minera sobre los derechos de explotación en Toloma. Por esto mismo, el hombre que había perdido a toda su familia –la extrañeza de la situación solo podría haber sido bien señalada por Sebald o Kafka– fue sindicado como el único sospechoso. Los muertos, sin embargo, han sido olvidados, y sus nombres solo pueden buscarse, como quien busca un hilo de plata en medio de la selva, en hemerotecas frías o en los archivos de la fiscalía. Luego de un año el caso de las explosiones se cerró y todas las pesquisas fueron totalmente suspendidas. Asimismo, en una especie de tímido mea culpa –porque, aunque no lo parezca, gran parte de la población de Oruro culpa a los excesos del Carnaval por estas desgracias– se decretó una ridícula Ley Seca que rigió solo hasta las siete de la noche. Este año (2019), por ejemplo, se pudo ver a muchos jóvenes esperando –como si fuese Año Nuevo– la hora legal para beber y emborracharse. Ni bien el reloj marcó las siete en punto, se escuchó despertar de entre las calles de Oruro un júbilo verdadero).
En febrero, las noches de Oruro son algo tibias –en comparación, claro, con los demás días del año– pero aquella noche, al menos esa fue mi impresión, hizo muchísimo frío. Después de despedirme de Luisa, decidí volver a pasar por el Socavón. Cuando entré al templo, solo pude caminar un poco y guardar silencio. Entonces pude contemplar detenidamente la mirada lejana de la Virgen. He leído algunos textos que explican de un modo poco convincente que el rostro de la Virgen emula –deliberadamente– los retratos de las ñustas incaicas. Pero lo único que pude reconocer esa noche fue la composición clásica que identificaba a la Virgen como la mujer vestida de Sol en el Apocalipsis. La mirada de la Virgen ahora me parecía, como la de Luisa, algo más triste: como si desde arriba hubiese visto directamente todo lo ocurrido. Mientras paseaba por el templo, vi una señora que se encontraba arrodillada frente al cuadro y la escuché rezar, una y otra vez, el “Salve Regina”.
He leído algunos textos que explican de un modo poco convincente que el rostro de la Virgen emula –deliberadamente– los retratos de las ñustas incaicas.
Cuando visité el templo por la tarde, unas horas antes de que sucedieran las explosiones, las imágenes que tuve fueron, comprensiblemente, diferentes. Una Diablada había terminado de bailar y los danzarines pasaban arrodillados frente al cuadro de la Virgen. Era realmente muy conmovedor, no solo por las lágrimas o la mirada serena que guardaban los ojos de los peregrinos, sino, sobre todo, por la música –tocada por la banda– que se amplificaba y llegaba a cada rincón del templo acompañando los metros finales de un largo recorrido. Este yaraví –reconocí la melodía prontamente pues era una canción de los Jairas: “A vuestros pies Madre”– era una especie de arrullo triste y solemne que invitaba al recogimiento y al silencio interior. Así, entre las personas que avanzaban, pude ver a una familia entera pasar ante la Virgen: era el abuelo, sus hijos y algunos nietos que –con el corazón incendiado– pasaban lentamente tomados de las manos. Y en ese momento percibí la fragilidad y la belleza de esta fiesta. La historia se hacía carne en cada una de estas personas y, como quien recuerda un viejo cuento –o como quien desea conservar un fuego entre sus manos–, vi a la vida misma compartirse y multiplicarse.
Recuerdo que al salir del templo –dado que los bailarines tienen la extraña costumbre de no darle la espalda a la Virgen– hubo muchos pequeños accidentes en la estrecha puerta de salida. Los pañuelos de los diablos se enredaban entre sí y, en los peores casos, algunas caretas chocaron contra las paredes. El sacerdote que oficiaba la bendición no se veía cansado, sin embargo, muchos voluntarios, vestidos con un sobrio chaleco azul, se veían exhaustos. Y es que el umbral del templo daba paso a una ciudad despierta que parecía, poco a poco, disolverse en la música.
Cuando salí finalmente del templo, me encontré con una feria muy parecida a la Alasita que –en una especie de broma macabra– se llamaba Calvario, pues allí uno podía conseguir algún premio “echando suertes” (pienso en Mateo 27: 35). En las calles aledañas al templo se extendían diferentes puestos de comida y bebida que, desde hacía varias horas, funcionaban plenamente. El ambiente religioso –ese recogimiento de espíritu que vi dentro del templo– parecía haberse perdido casi por completo. En ese momento, me acordé de un texto de Christopher Isherwood. En El Cóndor y las Vacas, Isherwood escribió: “Una de las cosas más agradables de la fiesta fue comprobar que no había absolutamente ninguna barrera que separara lo sagrado de lo profano (…) Los bailarines, sudando todavía por el esfuerzo, entraban cada tanto en la Iglesia, se arrodillaban unos instantes ante la estatua de la Virgen y salían de nuevo a seguir bailando y bebiendo”. No obstante, lo que en un principio me pareció gozoso y alegre terminó por mostrarme un rostro diferente.
En las calles aledañas al templo se extendían diferentes puestos de comida y bebida que, desde hacía varias horas, funcionaban plenamente. El ambiente religioso –ese recogimiento de espíritu que vi dentro del templo– parecía haberse perdido casi por completo.
Ya era de noche y salí nuevamente del Socavón por la puerta de los bailarines. Decidí, antes de ir al lugar del accidente, comer algo en alguno de esos puestos callejeros. Resolví comer un plato paceño. El puesto tenía unas bancas de color celeste y la señora que atendía parecía estar cansada. El plato estaba envuelto curiosamente en una bolsa plástica. Saqué mi cuaderno y comencé a escribir. Entonces, un hombre robusto, que tenía una delicada mantilla de vicuña en sus hombros y llevaba un sombrero negro, se sentó junto a mí. Inmediatamente me di cuenta de que se encontraba algo borracho y que me miraba con desconfianza; luego, ya cuando hablamos, me dijo que le parecía muy extraño que alguien estuviese escribiendo en medio del Carnaval. Le dije que ya era tarde –aunque no lo era– y en tono jocoso respondí que la noche estaba hecha para dormir. Él, sin embargo, sentenció: “¿Qué tiene que ver la noche con el sueño? Si esta noche es para recibir al amanecer”.
Nunca supe el nombre de este hombre macizo y moreno. Pero aprendí mucho de lo que hablamos. Entre las principales cosas que desconocía, una era que el Carnaval –como tal– no había comenzado; en realidad, el sábado era el día de “La Peregrinación” y, por lo tanto, era un día centrado en la Virgen; por esto mismo, los bailarines tenían prohibido –al menos idealmente– beber alcohol durante el recorrido. Al día siguiente comenzaba propiamente el Carnaval, de modo que el domingo el Socavón cerraba sus puertas y la única razón para bailar, si es que se decidía volver a hacerlo, era el baile mismo. Sin embargo, justo cuando comenzamos a hablar inevitablemente sobre las explosiones, este hombre, que se mostró de buen humor durante toda la comida, de repente cambió de tono y se sentó erguido; entonces me miró a los ojos y, con la voz quebrada de quien se le exige revelar un secreto, me dijo: “Mi madre me contó que mi nacimiento estuvo presagiado por un sueño…”.
II
“Ven conmigo
al menos en estas palabras
que de un peregrino son errante,
y cumple tu deseo”.
Eduardo Mitre, El Peregrino y la Ausencia, I.
El Carnaval comenzó, hace más de cien años, como una fiesta que recorría las afueras de Oruro. En ese entonces, los indios no podían entrar al centro de la ciudad. Uno puede señalar que esto ha cambiado, y, no sin ironía, se puede afirmar que lo que antes estaba al margen de la ciudad ahora se desarrolla en su mismo centro. Pero esta observación, creo yo, es muy apresurada o, quizá, demasiado benevolente. La mayoría de los textos, reportajes y publicaciones sobre el Carnaval de Oruro, de un modo u otro, ignoran a la ciudad misma y a muchos de sus habitantes. Muchas personas con las que pude hablar, personas que se encontraban alejadas de las graderías y de las calles céntricas, me dijeron que el Carnaval no era su fiesta, sino, y en el mejor de los casos, una buena oportunidad económica.
Cuando salí de comer, las calles por las que caminé olían a cerveza y pis –y recordé las palabras de Jacha Flores, que vi en un antiguo video en YouTube, donde decía que cuando él se recogía al amanecer del Socavón los olores de la chicha, la cerveza y “la resabia de la fiesta que pasó” le parecían lindos y lo alegraban. Me reí porque, a mí, esos olores simplemente me resultaban asquerosos. Me acordé también del caso de una presentadora cruceña que, no sin algo de desprecio, dijo que en el Carnaval la ciudad parecía no tener alcantarillado: era fétida. La afirmación de la presentadora, muchos años después, era todavía cierta: en Carnaval los servicios públicos colapsan y la ciudad de Oruro no tiene condiciones para abastecer a tantas personas juntas. Al menos, y me volví a reír, había existido un orureño que se alegraba incluso con estos olores.
Muchas personas con las que pude hablar, personas que se encontraban alejadas de las graderías y de las calles céntricas, me dijeron que el Carnaval no era su fiesta, sino, y en el mejor de los casos, una buena oportunidad económica.
Y es que en Bolivia el chauvinismo es una virtud evangélica. La sincera declaración de la presentadora cruceña le costó una especie de excomunión del Carnaval orureño. Pero este celo rabioso parece no tener ningún límite racional; por ejemplo, muchas de las personas con las que hablé me insistían seriamente que su Carnaval era el mejor del mundo. Pero también, en una muestra de orgullo telurista, decían que en La Paz, en el Gran Poder, no se bailaba “bien” la Diablada o la Morenada. No pregunté nada sobre la situación en Chile o Perú: presiento que solo hubiera escuchado desaforados insultos.
Unas cuadras más abajo, me detuve a escuchar una prédica religiosa. Un hombre, no muy mayor y abrigado con una chamarra azul, se encontraba hablando por un megáfono y con la Biblia en una mano anunciaba, como un profeta del Antiguo Testamento, la destrucción por el pecado. Nadie le prestaba atención y algunos bailarines que pasaban lo miraban más con pena que con desprecio. Este hombre, sin embargo, no paraba de anunciar –en una confusa y ferviente formulación escatológica– el juicio a toda la ciudad por los pecados cometidos –a nombre de Dios– en el Carnaval. Su extraña prédica mezclaba imágenes de toda la Biblia. Hablaba de Sodoma y Gomorra, de la visión profética de Daniel, del anuncio del Fin en los Evangelios –y aunque parece haber desconocido el significado preciso de la Parusía paulina– hablaba sobre las señales de la segunda venida de Cristo.
La soledad de este hombre era cómica. Pero había un extraño fuego en sus ojos, que lo salvaban de todo el silencio y de todo el rechazo que lo rodeaba. Me impresionó, no obstante, la gran diferencia de este hombre en relación a muchos sacerdotes católicos. Este hombre solitario creía fervorosamente en la Biblia y, por esto mismo –aunque desconocía evidentemente algunos asuntos básicos de teología, filología bíblica, hermenéutica, etc.–, se encontraba en las calles, con todo el valor del mundo, para hablar sobre lo que más le importaba. No es momento para discutir el lugar propio de la fiesta en el Magisterio de la Iglesia, pero en la prédica de este hombre, y más allá de su alarma, su cólera y su profunda tristeza, se encontraba un elemento de verdad.
Y es que muchas imágenes que observé esa noche no se correspondían –no podían corresponderse– con una fiesta propiamente católica. La violencia que vi anunciaba que algo se encontraba raído y podrido –en un caso, un danzarín colérico y borracho le pegó una bofetada a su esposa mientras le gritaba; en otro, un grupo de jóvenes vomitaba para, un momento después, volver a beber; aún más triste, un niño de no más de siete años guiaba a sus padres ebrios hasta la puerta de su casa–. Y, sin embargo, cualquiera que haya visto llegar a los peregrinos a los pies de la Virgen no habría dudado nunca de la fe que movía esta fiesta.
Y es que muchas imágenes que observé esa noche no se correspondían –no podían corresponderse– con una fiesta propiamente católica. La violencia que vi anunciaba que algo se encontraba raído y podrido.
En ese momento, quise hablar con este hombre; pero supuse que no era tiempo para entrar en una larga polémica. Pensé, lo recuerdo muy bien, querer hablarle sobre Chesterton y su magnífica visión sobre la fiesta cristiana como el “único marco de la libertad pagana”. Y luego sonreí para mí mismo por tal desfachatez. Este hombre leyó un pasaje de Oseas, en su versión de la Reina Valera, que me dejó pensativo y muy triste: “Porque misericordia quiero, y no sacrificios, y conocimiento de Dios más que holocaustos”. Entonces, nuevamente, me puse a caminar.
Para llegar al lugar del accidente, sin embargo, decidí tomar un taxi. En el taxi se escuchaba “Cunumisita” de Gilberto Rojas. Intenté revisar mi celular, no obstante, fue inevitable conversar con el taxista. Hablamos –esto también fue inevitable– sobre las explosiones. Don Juan, el taxista, me dijo: “Y pensar que anteayer pasé por ahí a comer con mi familia”. La serena alegría de don Juan me hizo recuerdo a una de las conversaciones más interesantes que había tenido ese día. Más o menos a la hora del almuerzo, conocí a David, un hombre menudo y hablador que constantemente se reía –el buen humor siempre me pareció una señal de santidad–. En el taxi reparé cómo don Juan y David tenían mucho en común. A ambos les gustaba mucho la música boliviana; ambos tenían un padre que renegaba del Carnaval; y ambos, claro, tenían una especie de don para contar historias.
David, por ejemplo, mientras comíamos, me contó que vivía en Oruro y que estaba almorzando porque debía verse posteriormente con los amigos de la oficina. Entonces David arqueó un poco sus cejas y con una expresión de alegría me dijo: “Cuando el Carnaval era más pequeño, hace más de 20 años, quizá más, existía una especie de ceremonia al final de la entrada. En aquel tiempo, como todo terminaba temprano, los músicos se reunían a las afueras del templo a tocar libremente en honor a la Virgen. Entonces escuchabas por un lado morenada, por otro, diablada, y así, poco a poco, la música se confundía como en una gran plegaria”. David, todo emocionado, me invitó un trago de cerveza que acepté por cortesía, y prosiguió: “Mi tío, que era trompetista, solía decirme que en esa noche su instrumento se bendecía, era templado a la luz de la Aurora, era el Alba. Para mi tío, era el momento más importante de todo el Carnaval. Mi padre, un hombre muy trabajador y que era evangélico, no comprendía la emoción de mi tío; es más, lo detestaba, y solo mantenía el contacto porque mi tío estaba al cuidado de mi abuela que vivía en Cochabamba. Aun así, antes del Carnaval, mi tío siempre nos visitaba. Recuerdo que él solía beber demasiado, y una vez que estaba muy borracho –en ese momento David se rió un poco y pude ver, muy claramente, su vistoso empaste de oro– se entró a la casa de la vecina, pensando que era la nuestra, y comenzó a cantar morenadas. Pero que yo recuerde, mi tío nunca se quedó a dormir en mi casa. Mi padre no lo habría permitido; no solo porque decía que era una mala influencia, sino porque mi padre creía que él era un verdadero pecador. Eso sí, aunque mi tío era un borracho, nunca perdió su trompeta en todos los años que tocó: la guardaba debajo de su brazo y hasta de dormido –una vez lo vi tirado en la calle– solía abrazarla con mucho cariño. Yo soy abogado, como quería mi padre, aunque la verdad, nunca me gustó mucho esta profesión. Pero a mí, a diferencia de mi padre, sí me gusta el Carnaval, me emociona mucho, aunque nunca baile ni participe de nada; ¿sabes? –y entonces David me miro aún abrumado por la intensidad de sus recuerdos–, yo sé que me habría gustado tocar la trompeta como mi tío”.
Todo eso recordé mientras don Juan, en un recorrido que parecía no tener fin, en medio del tráfico petrificado, me hablaba con entrañable cariño sobre su abuelo.
Eso sí, aunque mi tío era un borracho, nunca perdió su trompeta en todos los años que tocó: la guardaba debajo de su brazo y hasta de dormido –una vez lo vi tirado en la calle– solía abrazarla con mucho cariño..
El abuelo de don Juan era un excombatiente de la guerra del Chaco que posteriormente trabajó como amanuense en la Renta (Impuestos Nacionales), el abuelo, un poco olvidándose de la rutina de la oficina, solía tocar el charango en las tardes de domingo. Don Juan recuerda que su abuelo se ponía bajo el sol y solía tocar hasta quedarse dormido. Cuando su abuelo murió, don Juan quiso quedarse con el charango, pero su padre, en un acto de odio contenido, lo vendió a precio gallina muerta y prohibió a don Juan tener un instrumento. Cuando salí del taxi, me despedí con afecto de don Juan y, en ese momento, cuando cerraba la puerta del taxi, me di cuenta de que ambos hombres –David y don Juan– vivían como verdaderos peregrinos: cada uno cargando una ausencia.
Salí del taxi y me encontré con una imagen confusa. Gente amontonada, algunos policías y unas cintas de nailon amarillas que impedían el paso. Vi también algunas cámaras y algunos perros que caminaban entre las personas. Me encontraba muy cerca del lugar de las explosiones y, no obstante, tenía poco miedo. Mi madre me volvió a llamar. Y entonces, después de hablar con ella –en un ataque de sentido común–, abandoné el lugar.
Decidí que lo más prudente era ir a descansar y escribir todas las cosas que había visto y oído. Mientras escribía, sin embargo, dudé sobre la validez y el significado de lo que había escrito ¿Acaso esto no era la recolección de unos cuantos chismes? ¿O era tal vez, como recuerda Vargas Llosa, citando a Balzac: la historia privada de mi país? Claro, la mayoría de los reportajes sobre el Carnaval tratan de adentrase en la fiesta por la puerta principal. Entrevistan a los bailarines y las autoridades que, como buenos anfitriones, suelen mostrar su mejor cara y ofrecer el mejor alimento y la mejor bebida. Yo quise escabullirme, si acaso esa imagen era pertinente, por la puerta pequeña.
Pero acaso no era suficiente, de un momento a otro todo me pareció interesante. Y quise hablar y escuchar a cualquiera que se cruzara conmigo. Y es que estuve lejos de la dádiva que, tanto los bailarines como muchos de los espectadores, disfrutan en el Carnaval. Las miles de banderitas de colores –que se cuelgan en toda la avenida principal– estuvieron lejanas a mi vista. No llevé ninguna cámara ni procuré adentrarme en los espacios selectos, allí donde las autoridades danzan y comen y beben sin ninguna preocupación.
Muchos orureños no pueden disfrutarlo. Y convierten esta fiesta en una oportunidad para mejorar su economía. El recorrido del Carnaval se parece más a un impenetrable castillo donde eres admitido si puedes comprar una manilla o un ticket de más de 200 bolivianos. El recorrido se encuentra, además, protegido por rejas que, cuadras antes, impiden incluso a algún curioso escabullirse para mirar. Los pobres que son admitidos, claro, recogen entre la basura húmeda las latas de cerveza que los espectadores tiran al suelo –muchos niños y sus padres, en las esquinas, amontonan todo lo recogido por grupos– o venden caramelos o cerveza y, en el mejor de los casos, en la mitad de sus labores, pueden maravillarse, por un momento, con la belleza y la gallardía de una tropa de Diablos.
Muchos orureños no pueden disfrutarlo. Y convierten esta fiesta en una oportunidad para mejorar su economía. El recorrido del Carnaval se parece más a un impenetrable castillo donde eres admitido si puedes comprar una manilla o un ticket de más de 200 bolivianos.
Una señora me dijo que la verdadera fiesta –si en el mundo hay algo así como más “verdadero” u “originario”– es la fiesta de Tentaciones en el Sur de la ciudad, que se realiza el domingo siguiente al Carnaval. Ella me contó que los bordadores y careteros, los que venden comida, los comerciantes y todos aquellos que trabajaron para el Carnaval se reúnen para también bailar y celebrar en su ciudad. No hace mucho leí, en un libro sobre la Diablada, que antes las fraternidades de bailarines visitaban el asilo y la cárcel; me sorprendió saber cómo entonces se llevaba la fiesta incluso hasta a los que estaban encerrados. Ahora, el Carnaval parecía alejarse y defenderse –con murallas, policías y arcos adornados de fina plata– de su misma gente.
III
Tu corazón ¿de qué está hecho?
¿acaso de dura piedra?
¿Me has de seguir rechazando
sabiendo que te idolatro?
Qhishwataki, Coplas Quechuas
Zavaleta Mercado escribió, en su recuento biográfico sobre la revolución del 52, que: “(…) bajo el cielo de metal azul de Oruro” las masas se alzaron en brazos y tomaron la ciudad. A esa hora –no eran ni las tres de la tarde del 10 de febrero de 2018– el sol brillaba robustamente y, tal como Zavaleta Mercado recordaba los días de la revolución, el cielo orureño era límpido y azulado. Entonces, después de almorzar y beber algo de cerveza, decidí caminar algunas calles y dirigirme al inicio del Carnaval.
Mientras caminaba, observé atentamente la diversidad de puestos y bienes que se ofrecían: alguien vendiendo lentes de sol, alguien vendiendo hamburguesas o pizzas, un gran puesto donde se ofrecían gorras a solo cinco bolivianos, niños que cargaban entre sus brazos una caja de cartón que decía “Paceña” prometiendo cervezas frías, y así, un sinfín de pequeños comercios y personas que agobiaban las calles y las llenaban de vida. Pero, justamente mientras caminaba por las calles de Oruro, intentaba asociar inútilmente algunas cifras y datos sobre esta fiesta y las cosas que veía. Oruro es en realidad una ciudad de comerciantes y no de mineros; y en el Carnaval, el centro de Oruro se convierte en algo así como un gran mercado que, muchas veces, se confunde con un ruidoso y sinuoso laberinto.
Después de caminar unos quince minutos, me encontré en una calle enrejada y llena de danzarines –no sabía exactamente dónde estaba– pero sí sabía que había llegado al principio del Carnaval. Vi unas chinas morenas maquillarse, vi a unos músicos reírse mientras brindaban con cerveza, vi a una pareja de caporales tomarse de la mano mientras caminaban lentamente. Era como si un cuadro de Raúl Lara –con sus mujeres voluptuosas, con su paleta azulina y su matiz fantástico– se pintase frente a mis ojos. Me sorprendió el número de servicios de belleza que existían en esas cuadras. Habían puestos de pintado de uñas, puestos de maquillaje profesional, puestos donde se hacían peinados; era un pequeño mundo –cosmética viene del griego antiguo y significa “pequeño orden”– que prodigaba la promesa de la belleza. También había personas que vendían ganchos, pañuelos de colores, plumas, guantes blancos y otros más elaborados. Por encima del bullicio de toda esa gente se escuchaba una voz en megáfono que anunciaba –como el director usualmente lo hace en los parlantes de las escuelas– al próximo grupo de bailarines.
Caminé dando una inmensa vuelta y, frente a una espantosa estatua dorada, decidí comprar algunos dulces a una joven mujer norpotosina que me hizo recuerdo a Luzmila Carpio, el amor de Jacha Flores –el hombre inmortalizado en esa dorada y fea estatua–. Dicen que Jacha Flores silbaba con una prodigiosa destreza y que componía sus morenadas silbando. Y es que solo un hombre melancólico y enamorado pudo escribir la triste poesía de un “Hombre solitario” o “Mamá Panchita”. Mientras esperaba bajo el sol junto a la estatua dorada, me preguntaba cuántas historias de amor, cuántos desencuentros dolorosos habrían de ocurrir durante el día. Me preguntaba sobre el amor roto entre Luzmila Carpio y Jacha Flores. Y pensé que todavía quedaba un largo y luminoso día.
Dicen que Jacha Flores silbaba con una prodigiosa destreza y que componía sus morenadas silbando. Y es que solo un hombre melancólico y enamorado pudo escribir la triste poesía de un “Hombre solitario” o “Mamá Panchita”.
Epílogo
En un libro sobre la Diablada, en un ensayo dedicado a la danza misma, leí que un viejo paso era “La firma del Diablo”. En este paso se dibuja una estrella de cinco puntas. Es curioso saber que tanto la Virgen como el Diablo comparten cierta simbología: ambos son la estrella más brillante; sin embargo, el Diablo es la estrella más brillante antes de la caída; la Virgen es la Aurora por la cual el Sol –es decir, Dios mismo– entra en comunión con el mundo: Ella es la estrella en el tiempo pleno. Ya al amanecer del domingo –esa hora donde se celebraba el Alba– vi un tropel de trabajadores municipales, pobremente ataviados, limpiar con mangueras, escobas y con sus manos enguantadas, todo el recorrido del Carnaval.
Bajo la estrella de la mañana, estas personas recorrían las calles de Oruro borrando el rastro de una fiesta inmensa.