Ilustración de Marco Tóxico
Era mediados del 2001 y me había luxado la muñeca izquierda. Siempre fui un inútil para los deportes. Mi dramático sobrepeso me impedía ser un jugador pasable y la única opción era ser arquero. Al ir creciendo, empezamos a jugar en canchas reglamentarias con arcos enormes; mis días de guardameta estaban contados. Un blancazo en la cara me hizo perder el conocimiento. Mi enorme humanidad aplastó mi mano izquierda. Adiós sueños futboleros, adiós muñeca zurda, todo en el mismo día.
Pasaba clases de piano por las tardes. Presionar las teclas con el yeso era difícil, pero no iba a aplazarme en música. “Ese yeso no tiene firmas. ¿No tienes amigos o qué?”. Rana era la chica más alta del curso. Por precaución nadie se metía con ella. Una patada con esas piernas largas y seguro acababas con la nariz en la nuca. Me desahogué y le conté todo. Medio mundo estaba enojado conmigo y al recobrar el sentido escuché un brutal: “Perdimos por goleada pero el marrano está vivo, algo es algo ¿no?”. Su risa hizo temblar el curso. Me enfadé, ¡estaba sufriendo! “Ya, ya, los chicos del curso son unos inútiles pero de seguro te estiman, esperaron a que despiertes, yo me hubiera ido, jaja. Mentira, no te enojes. ¡Te lo firmo tu yeso!”. Se acercó, tomó mi mano herida. Sentí el calor de sus dedos morenos y sus ojos… creía que sólo los felinos podían tener ojos así. “¡¿Qué pasa?! ¿No te gusta?”. Abandoné mi estupor, mire sus trazos en marcador verde oscuro: “Habrán caídas más fuertes. Puedes superarlo, muchachote”. No entendía qué clase de nombre era Rana. Según ella era árabe y significaba “la bella”. Pensé en múltiples combinaciones posibles de nombres árabes: Abraham Lasnalg Asyá, Rana Amelah, Nalguib Basadar. También pensé en sus ojos, era imperativo no olvidar esos ojos.
Nos saludábamos durante el recreo o en la entrada del colegio. Charlábamos después de las clases de música. Éramos cuatro alumnos, y a veces sólo asistíamos los dos. Me contó que heredó un piano de su abuelo iraní y sus padres le obligaban a tocarlo. Yo había recibido un órgano como regalo de navidad. Mi madre insistió en que aprendiera y, como en el colegio el piano era el instrumento más parecido, no tenía otra opción.
En unas semanas me quitaron el yeso. Caminábamos juntos por El Prado de La Paz, inquietándonos por los exámenes y odiando las clases de piano. Un día me contó que toda su familia iba a mudarse, que su padre había conseguido un nuevo trabajo en Stuttgart, Alemania. El 2002 se pintaba como un año terriblemente solitario. “Nos vamos a escribir” fue lo último que me dijo antes de bajar por la avenida 6 de Agosto. No volví a verla. Me mandó un SMS la mañana de su viaje: “Te vas a cuidar y deja de amargarte por lo del fútbol, sino uno de estos días te van a enyesar la jeta de tanto recibir pelotazos”.
Mantuvimos contacto por mail. Varios correos al mes, pocas fotos intercambiadas; las mías en poses tratando de meter panza, las suyas junto a algún atractivo turístico de la ciudad. Me contó que todo en Alemania era limpio y moderno, que los ancianos se sonrojaban de vergüenza cuando hablaba de Hitler y que estaba inundada de musulmanes. Gente de Marruecos, Turquía, Irán, Siria y Afganistán estaba en las calles, en los restaurantes de comida rápida, sentada en las aceras, por todo lado. “Si me pongo velo puedo pasar por inmigrante”. Su padre trabajaba como loco y su madre estudiaba alemán con pobres resultados. Sus mails eran cada vez más largos. “Aquí hay supermercados exclusivamente para vender cerveza y la mostaza sabe a todo menos a mostaza. Me dijeron que aquí la fabrican con su sabor original”. Estaba triste, cada vez más melancólica. Yo la extrañaba.
Empezó a caérsele el cabello. “Tengo que peinarme diferente para tapar un hueco en mi cabeza. Es el estrés. Aprendí rápido el idioma pero no tengo amigos y temo aplazarme en todo. Mis padres están trabajando o durmiendo exhaustos para levantarse al día siguiente y seguir trabajando”. Traté de consolarla. Le conté que aquí bloqueos y manifestaciones nos mantenían alerta. Imaginábamos que El Mallku sitiaría La Paz por meses hasta matarnos de hambre. “Ah, una cosa más. A los alemanes no les importa Bolivia. Podríamos desaparecer del mapa y seguirían como si nada. Por otro lado, puedo beber cerveza. Niños, ancianos, todos beben cerveza a toda hora y en todo lugar. En algunos años saldrá cerveza de las fuentes y la gente nadará en piscinas espumosas”. Supuse que tal vez no estaba pasándola tan mal. Quizá su calvicie prematura era una reacción alérgica a siete mil tipos distintos de cerveza.
A veces no me escribía por semanas. Estaba estudiando horas extra para ponerse al día en el colegio. “Gracias por estar a mi lado, te quiero”. Pasó medio año, decenas de mails. Su habitual sentido del humor fue desapareciendo poco a poco. “Odio vivir aquí, todo es tan hermoso y la gente tan indiferente. Podría estar agonizando en la calle y pasarían por encima de mi cuerpo”. Entonces dejó de escribir. Uno, dos, tres meses. Ignoraba mis mensajes. Yo revisaba a diario mi correo. Releí toda nuestra correspondencia tratando de averiguar si había escrito algo que la hubiera ofendido. A finales del 2003, cuando me había resignado a no volver a saber de ella, me encontré con su padre por pura casualidad en plena 6 de Agosto. “¿Vlady? Es tu nombre ¿verdad? Mi hija hablaba todo el tiempo de ti, nos mostraba las fotos que le mandabas”. La habían encontrado en el piso de su cuarto, su espalda apoyada contra la pared y abrazando sus rodillas. Un frasco vacío de antidepresivos sobre el velador. “Gracias por escribirle, nunca pudimos entender cuán triste estaba, no sabemos de dónde sacó esa cosa. Volvimos hace unos meses, ya nada importa”. En su rostro, prematuramente envejecido, sus ojos abrumados por la pena brillaban. Eran hermosos, como los de Rana.
Pasé meses leyendo y releyendo nuestras conversaciones, ¿Por qué no me había dado cuenta? Le había fallado. “Habrán caídas más fuertes…”. Tan fuertes que resuenan en el tiempo.