Ilustración de Manuel Apaza
Mientras la albina Alemania miraba hacia el detalle del sol aterrizando por debajo del horizonte, la Bolivia morena se dirigía a ella con una infértil forma de admirarla, inútil y nómada, tratando de entenderla.
— Tengo miedo –decía, pensativa como siempre.
— ¿De qué?
— “Ya”, cuando le hablo a la gente aquí, se quedan impresionados. Como si fuera diferente a ellos. Todos me miran al caminar por la calle. Siento que si les digo que el agua es vino, me creerían. Tengo miedo que de mi boca salga alguna mentira.
— ¿Por qué te creerían? –pregunté indiferente.
— Porque soy blanca…
—Yo te creería cualquier mentira –le dije sin mirarla, después de un suspiro casi furtivo –no porque eres blanca, sino porque eres tú.
Conocí a Ramona cuando apenas brotaban las flores en los pastos marchitos de El Alto, septiembre de 2016. Ella me llamó para convocarme a una conferencia medioambiental. Yo era participante eventual de una fundación ecológica en la que ella era voluntaria. En el evento no la vi, pero ella decía que sí me vio. Una semana después me invitó a comer algo en el Montículo. Dijo que no conocía a mucha gente en el país, salimos y en ese instante el mundo salió de mí.
¿Precisaba tanto a Ramona? Aquella joven de 18 años, de Hamburgo, dedujo en mí un error incomprendido. Lo cierto es que ese año no pude separarme de ella. La llevaba a conocer los páramos más ocultos de la Ceja, y ella me introducía en los rincones más extravagantes de un país al que ella anhelaba volver: Alemania. Nuestras pláticas se hacían constantes sobre un futuro donde nos reencontrábamos; donde ella sería una ingeniera ambiental y yo una gran actriz de teatro.
Le gustaba bailar sicuris. Una vez fuimos a la ch’alla de un centro cultural. La música resonaba en un coro de instrumentos de viento y bombo. El aullido hondo y casi desafinado de las tarkas le encantaba. Ramona tomaba las manos de los desconocidos y formaba una ronda. Su cabello era un remolino que bailaba en el viento.
“Shaisce”–pronunciaba– significa ¡mierda! Acá el “saice” parece mierda –le decía. Reíamos con las curiosidades léxicas de dos idiomas que forzábamos a que se parezcan sólo para entendernos. “Ya” significa “sí” en Alemania y creo que aquí también. ¿Vamos a comer?: “Ya”, le decía, cada vez que me ofrecía hacer algo juntas. Sólo podía pensar en ella cuando de compartir el tiempo se trataba. Aún escucho su risa torpe y estridente; cuando sorbía intensamente la sopa de maní, su favorita, o su frase más común al conversar: “¡Ay!, no puedo, me faltan palabras para explicar”, aunque siempre explicaba todo sin necesidad de ellas.
Los meses pasaban y Ramona debía irse el siguiente invierno. Las salidas, las caminatas, los viajes… cada oportunidad de tenerla a mi lado sólo advertía la medida de un cambio en mí que rechazaba, pero que se hacía más fuerte cada vez que pensaba en ella alejarse.
“Quédate conmigo, sólo esta noche. Es peligroso”, me dijo con una sonrisa tierna aquella noche de Año Nuevo. Me invitó a su departamento. No era la primera vez que había ido. Cocinamos kassler, un tipo de filete de cerdo, y preparamos una ensalada con puré de papas. Galletas, uvas, vino y música. Estábamos Ramona, sus compañeras de cuarto (también alemanas) y varias amistades que hizo en el país, entre ellas yo. La medianoche llegó acompañada de abrazos, besos y algunas felicitaciones bilingües: “¡Feliz año nuevo!”, “Frrosnosya!”, gritaban las alemanas; “Frrosnosya!”, gritábamos los bolivianos sin entender. Ramona me dio un abrazo; el error se omitió cuando pude sentirla tan inherente a lo que sentía
Su cuarto era amplio, fragante. Ella se cambiaba la ropa, yo empecé a mirar algunas fotos que había colgado en la pared: su familia, hermanos, amigos… y me detuve en una imagen: dos siluetas frente al mar, el fulgor del atardecer
los adornaba con un ocaso intenso y…
un beso. “¡Qué linda foto!”, le dije sin voltear. “Se llama Thomas, es mi novio”. Qué sensación tan intensa, como una presión en el pecho, como ese ácido previo al vómito acumulado en la garganta. Casi sin darme cuenta, ella enlazó suavemente mi cuello con sus brazos, mientras se apoyaba en mí. Señaló otra foto: él es Airton, mi hermanito y aquí está él –señaló a Thomas–, es un día antes de Pascua. En casa quemamos el árbol de Navidad del año anterior ¿lo ves? Thomas y Airton saltan sobre el fuego. La ignoré. Cuando me di la vuelta, me enfoqué disimuladamente en sus senos, expuestos a la vista por esa casi transparente camisa blanca. Llevaba una pequeña tanga de encaje que contrastaba muy bien con su piel blanca. Tomó mi mano y me condujo a su cama. Me senté y al sacarme los zapatos, ella se recostó silenciosamente. Cuando por fin pude echarme, sus brazos envolvieron mi cuerpo y se impulsó levemente hacia mí, uniendo su mentón en mi espalda. Gute natcht! Ella durmió, yo apenas había “despertado”.
Ramona decía que hacían aquellas fogatas para echar a los malos espíritus del invierno y darle la bienvenida a la primavera. Se despidió con un beso y la congoja, disfrazada de una sonrisa incómoda, se dibujó en mi rostro. Colgó su mochila en la espalda, se dio vuelta y no dejó de caminar hasta perderse. Supongo que así debe verse el humo en el aire, supongo que así debe verse el fuego ahogarse.