Por los recovecos del Covid
Varios síntomas de eso que parece ser lo que sabemos. ¿Será?, pregunta él una y otra vez. ¿Para qué sirve tener pulmones crecidos en el ambiente gélido y ventoso de Villa Fátima, la más grande y venturosa villa de La Paz?
Día 0 (sábado)
Por la mañana, me duele la cabeza; supongo que es la falta de café, a veces me pasa. Me sirvo mis tres tazas de rigor y un poco raro lo siento, además de que el dolor persiste. Tomo nomás mis dos calmantes. El dolor se pasa en algún momento luego del mediodía. Por la noche, por supuesto, voy a tomar helados. En la heladería de la ciudadcita de Burlington en Vermont, un lugar pequeño (heladería y ciudad), hay mucha gente, casi nadie con barbijo. ‘Estos hippies’, pienso molesto, ‘no respetan nada.’ “¿Te sigue doliendo la cabeza?”, me pregunta una de mis wawas ya no tan wawas: “No”, respondo saboreando mi cono simple de doble chocolate, “ha debido nomás ser el café.”
Día 1 (domingo)
La cabeza es un adoquín, no la puedo mover por el dolor. “¿Y esto?”, me digo extrañado y me esfuerzo para levantarme, porque igual tengo que llevar a caminar al perro. El dolor empieza en un punto de la nuca y se va esparciendo en malla por toda la superficie. Algo parecido he sentido sólo en las peores resacas de mi juventud ya lejana y, como todos los conocedores saben bien, la peor resaca es la de la cerveza Taquiña, la remanga cráneos. Los calmantes en cantidad son lo que más ingiero durante la jornada. El dolor de cabeza le da la bienvenida a los escalofríos que se juegan por mi cuerpo de diestra a siniestra. Hace tiempo que no sentía escalofríos. T’istapi le dicen al escalofrío cuando viene por el consumo de alcohol, tan diferente, pero tan igual. Atisbos de fiebre, ¿o estoy imaginando? La moquera empieza a aparecer y la caja de pañuelos desechables está a mi lado. “¿Será?”, me digo empezando a pensar en la posibilidad.
Día 2 (lunes)
Feriado. Los calmantes están en un platito; los agarro e ingiero como tostado. Lo que ayer pensé que era fiebre ha vuelto de tal manera que ya dudo de mis sentidos. Contraataco con toda mi sapiencia: litros de té con limón y miel y sopa de pollo bien cargada de orégano (harta cebolla y ajo vas a poner, me ha recomendado mi mamá; la cebolla todo lo va sacar, vas a ver, es secreto). Por la tarde, voy a hacerme la prueba de Covid en la farmacia. Me atienden por la ventana mientras espero en mi auto. Una gordita me hace mostrarle mi carnet; tiene que reprogramar, me dice; por qué, le digo. En la reserva ha puesto un apellido y en su carnet aparecen dos, tiene que coincidir porque los resultados los mandamos al Departamento de Salud del Estado. Pero, soy yo, son apellido paterno y materno, le explico, buscando contenerme, ¿quién más va a ser? Disculpe, me pide, tiene que coincidir. Al hablarme me sonríe la muy desgraciada; me da ganas de bajarme del auto y lamerle la ventanilla. ¿Quién va a querer hacer fraude con esto, señorita?, busco razonar con lo que sé que es imposible razonar. Si algo he aprendido es que los gringos no van a razonar contigo: es o no es. Tiene que coincidir, me repite la muy, sabiéndose protegida por las circunstancias y el vidrio triple. Injuriando, arranco el auto. “Al cuerno con el examen”, me digo, “es sólo un resfriado”. Pero llego a mi casa y el t’istapi me sacude. “Mierda”, me digo, y manejo a otro punto de examen, esta vez organizado por el Estado (Vermont, en este caso). Llego, ¡ni me piden carnet ni cada!; ¿pueden creer?, sólo mi nombre y me hacen la prueba. Es decir, me hago la prueba, hisopo a una fosa, tres círculos grandes tocando las paredes, y lo mismo en la otra. Tarda de dos a tres días, me explica el encargado. “¿Y si es?”, me digo durante toda la vuelta al hogar. Comunico a mi trabajo que no voy a poder ir mañana porque estoy resfriado.
Día 3 (martes)
En el sillón de la casa, todo el día. El dolor de cabeza retumba acompañado de su comparsa de amistades. Lo único que me hace dudar es la falta de fiebre. ¿Y si no es? Pero, para qué habré hablado. Por la noche, justo antes de dormir, siento cómo la temperatura va subiendo hasta bullir en mi rostro: parece borracha la fiebre, llega pateando puertas. Es tanta, que me da miedo, no puedo tomar más pastillas. Recurro al método extremo: me meto a la bañera y por supuesto que el contraste de agua fría con cuerpo ardiendo me estremece al extremo. El detalle me hace recuerdo a algún capítulo de La familia Ingalls. Me quedo ahí un buen rato, y funciona, la fiebre baja hasta casi desaparecer. Pero sé que va a volver. Así que preparo mis paños (unas toallas chiquitas que encuentro por ahí) remojados en un bañadorcito con agua y hielo. Serán mis compañeras de la noche.
Día 4 (miércoles)
Suena mi teléfono y es un número desconocido. Por lo general, no contesto, pero el delirio de los síntomas de malestar en combinación con los calmantes y brebajes que ingiero cada hora hacen que responda. Es del Departamento de Salud de Vermont. Señor, tiene Covid, me dice, su prueba ha sido positiva. Y yo me digo: “¿Y ahora?”, bueno, en realidad digo “¿yaura?”. Diez días aislado, me ordena el señor, contando desde el primer día con síntomas, siempre y cuando al décimo los síntomas se hayan ido. Es bien amable el señor, me hace preguntas, seguimiento de contactos y esas cosas. Me indica que estos casos hay que tratarlos en la casa; si la cosa empeora, entonces se debe acudir a urgencias. Me aíslo en el cuarto de mi hijo que está en la universidad. Debo avisar a todos a los que incumba, entre ellos a los de mi trabajo (doy clases en un colegio).
Día 5 (jueves)
El dolor de cabeza es constante, la fiebre ya no ha vuelto, al menos no como hace dos días. Lo nuevo, recién me doy cuenta, es que no huelo absolutamente nada. Las cosas ya me sabían mal antes, pero no me había extrañado porque es así cuando uno está resfriado, ¿no ve?; pero el olfato cero nunca antes lo había experimentado. Es muy raro no oler nada. Por supuesto, el detalle me hace recuerdo a El perfume: historia de un asesino de Patrick Süskind. Lo que me alegra el día es la victoria de Bolivia en las eliminatorias contra Paraguay, 4 a 0. Grito cada gol como si estuviera ahí. El delirio del Covid me ayuda en la emoción: ¡qué me importa que esté enfermo!, ¡qué me importa que perdamos más de lo que ganamos!, ¡qué me importa lo que digan los comentaristas de ATB Radio desubicados de la realidad nacional! ¡Gracias Marcelo Moreno Martins!
Día 6 (viernes)
El dolor de cabeza se ha hecho esporádico y los calmantes menos frecuentes. Las recomendaciones familiares se han hecho constantes y bienvenidas por WhatsApp. Mi tía Carmen me repite, “Te vas a cuidar los pulmones, papi, a mí, cuando me ha dado, éso me quería atacar, no le he dejado”. “No te preocupes, Carmen, acordate de que tengo pulmones de Villa Fátima”. Esto último es verdad, pulmones crecidos en un ambiente gélido y ventoso de Villa Fátima, la más grande y venturosa villa de La Paz. Mi hermano me da una receta con ingredientes que hay que ir a buscar hasta Nepal; difícil (¿alguien sabe lo que es cúrcuma?); sigo nomás con mis trimates (anís, coca y manzanilla, para los no conocedores) con limón y miel. La sopa de pollo me ha cansado al extremo de ya no querer verla más. Mi pobre papá cree que estoy siguiendo un tratamiento médico rigurosamente. Con mi papá todo es riguroso, especialmente el cariño a través de la distancia.
“No te preocupes, Carmen, acordate de que tengo pulmones de Villa Fátima”. Esto último es verdad, pulmones crecidos en un ambiente gélido y ventoso de Villa Fátima, la más grande y venturosa villa de La Paz.

Día 7 (sábado)
La lengua la siento de cartón. No sé si es porque no huelo nada y saboreo un poco más, o porque me he estado quemando las papilas con los mates hirvientes. Vaya uno a saber. Hoy es el primer día en que me siento mejorado. Ya no he necesitado calmantes para dormir. Me falta la energía, eso sí. Así que me ofrezco para llevar a caminar al perro. “¡Pero, no salgas del cuarto!”, me recriminan, “¡Necesito caminar!”, respondo. ”Puedes contagiar, ¿acaso no entiendes? ¡Volvé a tu cuarto!”. “¡Estoy aburrido!”, digo al mundo, “¡aburrido!”.
Día 8 (domingo)
Un atisbo de recaída. Me duele la cabeza, igual que el primer día. ¡Me estoy volviendo a enfermar!, me asusto. Tomo mis calmantes, pero sin querer hacerlo, estoy tan cerca del fin; pero el dolor es mucho. ¿Por qué otra vez?, ¡por qué otra vez! ¡Tan cerca del fin! La recaída la confirma la derrota del Manchester United contra Leicester por 4 a 2, ¡ni con Cristiano Ronaldo!
Día 9 (lunes)
En estos días de aislamiento he debido acabar con todas las series de televisión y películas de toda la historia. Nunca he visto tantas, queriendo sin querer. Mi favorita es Teresa, que ahora está en Netflix. Me sé de memoria la letra de la canción principal: Esa hembra es mala, esa hembra hace daño, esa hembra no quiere, esa hembra te miente…
Día 10 (martes)
No voy a negar que tengo miedo de volver a enfermar y eso que estoy doblemente vacunado. Pero también siento que este Covid me ha dado una fortaleza que no tenía, algo así como un superpoder y también siento que ya no voy a enfermar: toda una contradicción. El último día lo paso como se debe, con mates, limonadas y Champions League por la tarde. Elijo el partido del Atlético de Madrid contra el Liverpool; no me gusta particularmente ninguno de los equipos, pero me gustan los entrenadores: uno que como jugador era un piscinero mayúsculo y otro que, cuando se enoja, parece asesino en serie. Por ATB Radio escucho The Strongest-Royal Pari, victoria atigrada de visitante 1 a 0, con roja incluida (Chura, siempre Chura). Y entonces miro al perro y le digo: “Mañana temprano te saco”.