CRÓNICAS EN CUARENTENA
Desde el corazón político de la Norteamérica mutante, cercada por el coronavirus.
(19 de abril, 2020)
A Joe le conocí en la gasolinera de mi barrio cuando apenas llegué a EEUU en 2010 y tarareaba la versión de With a Little Help from My Friends de su tocayo Cocker, aunque mi última charla data de cuando Trump ganó la presidencia, hace más de tres años. Aquella fue noche de fiesta para él, pues sintió que un líder de su aspecto físico le representaría nuevamente en un sistema político al que ya no percibía como relevante.
Tres años después, Joe sigue apoyando al magnate neoyorquino en la presidencia, aun cuando el seguro universal de salud que le daba amparo en 2015 hoy está desmantelado para enfrentar la mayor crisis sanitaria de Estados Unidos que recuerde mi generación, el coronavirus. Este fenómeno tan inusual como inesperado, ha disparado las cifras de desempleo a cotas todavía desconocidas, que se incrementan con una progresión que trata de imitar el ritmo del virus.
En este tiempo, Joe ha subido un par de kilos, ha perdido un diente lateral que se adivina cuando sonríe a medias, se ha dejado crecer la barba cana y ya no trabaja en distribuidoras de combustible. De hecho, ya no trabaja.
Hasta la semana pasada estaba empleado para una empresa cortando el pasto en una escuela secundaria en Arlington, Virginia, condado vecino a Washington donde habitan unos 10 mil bolivianos. Como subcontratista, no tenía derecho a seguro de desempleo, ni cesantías ni quinquenios, ya que en EE.UU. la mayor parte de los contratos profesionales son “a voluntad” (contract at will), simpático término jurídico que exime al empleador de otorgar beneficios por despido o eventualidad sobrevenida a sus trabajadores.
La otra novedad de Joe, al menos para mí, fue que ya no vivía en Arlington, pues la futura llegada de la sede del gigante de logística Amazon a la zona ha encarecido los precios y va desplazando lentamente a las comunidades más vulnerables, entre las que él se encuentra aunque se niegue a admitirlo.
Ahora Joe vive en Manassas, a 55 minutos, y echa ya de menos esos ya lejanos días de febrero en los que manejaba su pickup Ford asoleando el codo mientras tarareaba el bluegrass más sureño, para ir a la escuela secundaria de Wakefield y dejar el césped a ras.
Su infortunio no para de aumentar, pues la sensación de que con un 4% de desempleo en el país puede encontrar otro puesto con facilidad es ya un recuerdo, pues el gobernador del Estado de Virginia ha anunciado que el 31 de marzo anunciaban parón total a las actividades, bajo pena de multa de $2.500 hasta inclusive cárcel a aquellos inquietos.
Estos días frenéticos han disparado las ventas de alcohol un 55% en EEUU y las de armamento un 300% con respecto a meses previos, al menos en la tienda de munición online Ammo.
Estos cambios fueron invisibles para la mayoría, aun cuando EEUU llevaba cuatro semanas de retraso con respecto de Italia, más cercana al neorrealismo de los años 70, que a la predictibilidad que se anunció con la llegada del internet y el big data.
Habiéndose comido ese mes de margen, el presidente Trump, que se centró más en sus presentimientos –”la pandemia pasará”– y en una retórica simplista, se ha dado de bruces con la realidad: una enfermedad que habrá causado la misma cantidad de muertes en su primer mes que el ataque terrorista del 11 de septiembre, y que no tiene visos de solución.
El horizonte que se avizora desde la ventana de la Casa Blanca es literalmente desolador, pues la ciudad que vive de las interacciones políticas, cócteles en embajadas y del lobby permanente, se encuentra inhóspita hasta nuevo aviso. Ahora bien, las vistas hacia dentro de la burocracia del palacete washingtoniano tampoco son halagüeñas, pues Trump se encargó desmantelar en 2018 la oficina encargada de lidiar con epidemias e infecciones, enmarañando a la nueva estructura resultante en la burocracia que él prometió a votantes como Joe solucionar.
Así, Washington, barrido del juego del networking y los intercambios de contactos, parece haber perdido su utilidad, sobre todo por la ineficacia del liderazgo presidencial para combatir la pandemia, que ha cedido sin darse cuenta a líderes locales, alcaldes y congresistas, e inclusive el ya célebre epidemiologista Dr. Fauci, toda una celebridad que no se toma el coronavirus a broma.
A falta de una política de Estado y de tomarse el problema en su justa dimensión en un país con la información y recursos que tiene EEUU, ha sido la principal queja del alcalde de Nueva York, Bill Di Blasio, le atribuye al presidente. Esa actuación centralizada para coordinar acciones locales de contención es justamente lo que aconseja una de las escasisimas figuras públicas capaces de prever el alcance y la peligrosidad de una pandemia mundial: Bill Gates. No sólo Trump ha desoído las alarmas, sino que todavía hoy la rica norteamérica busca los focos de infección a ciegas, pues no está entre los 25 países del mundo por número de controles de covid-19 per cápita.
La letárgica y titubeante respuesta de la presidencia contrasta con la veloz activación de la sociedad civil, creativos, filántropos y vecinos, tan comunes como el mismo Joe. Las escuelas se han convertido en bancos de alimentos y en unidades comunitarias de bienestar, aunque eso no será suficiente para actuar como red de seguridad.
Todo ha pasado demasiado rápido en el último mes. A meses de las elecciones, el presidente ya no está cómodo en su candidatura a la reelección y los años maravillosos parecen lejanos.
A Joe le queda la esperanza de que el plan keynesiano de distribución de cheques desde la administración central sea un alivio hasta que todo esto pase, aún cuando nadie se atreve a dar una fecha. No le gusta la incertidumbre, pero ha aprendido a aceptarla, sobre todo aquellos tiempos cuando convivía con sus colegas bolivianos jardineros en la escuela de Wakefield, en el ya pasado y remoto mes de febrero.