CRÓNICAS EN CUARENTENA
Mariel Vernaza vive en la frontera franco suiza y a principios de la pandemia tuvo el COVID19. “Qué bien que este bicho me agarró aquí” dijo entonces, al pensar en Bolivia. Respira y agradece poder hacerlo.
(19 de abril, 2020)
Mi madre vio la luz en 1965 en la localidad de San Joaquín, capital de la provincia Mamoré. Fue una gota de esperanza en el corazón de su familia después de que la parca tocara en varias ocasiones la puerta de casa de cada habitante en ese remoto poblado. La voz de mi bisabuela se quebraba al relatar cómo la mitad de un pueblo se cubrió de sangre y muerte.
No había existido nada comparable a la fiebre hemorrágica. Y esta no llegó sola, sino que se presentó previamente con una gran inundación en las sabanas benianas debido a la actividad agrícola-ganadera y el crecimiento sin control de la mancha urbana.
A mediados de 1963 había llegado a San Joaquín mi abuelo Saúl, médico epidemiólogo especialista en enfermedades tropicales, atraído por aquel virus que sería catalogado como uno de los 10 más letales del mundo. Estuvo en primera línea ante muchas batallas; de frente a la nueva pandemia de los años 80 y simultáneamente haciendo contención e investigación entre brotes de epidemias desconocidas, protozoos, bacterias y parásitos.
Hoy son casi 20 días de cuarentena forzada aquí en Francia, donde vivo. Un nuevo virus ha llegado para quedarse, minúsculo e imperceptible, ha derrumbado las economías aparentemente mejor blindadas del mundo y ha pospuesto de manera incierta el cronograma anual tan bien planificado de muchos ciudadanos fronterizos francos-suizos.
Soy paciente sospechosa de coronavirus en un país donde digamos que la gente prefiere guardar mucha distancia, donde no existen esos abrazos infinitos, y los ataques de risa descontrolada, tan nuestros, quedan fuera de toda normalidad; donde se evita el contacto físico e, hipotéticamente, a causa de esto existe menos riesgo de contagio.
Empecé con dificultades respiratorias. Pensaba cómo era cada arribo a La Paz, cuando todas esas cosas se curaban con matecito de coca y un día de reposo, pero aquello no podía ser posible a sólo 419 metros sobre el nivel del mar, en Saint Genis Pouilly
Me encontraba ante una situación incierta porque pensaba que el COVID19 era una gripe común, pero ciertamente no lo es. Mi corazón latía fuerte, quizá por el miedo y la sugestión de las cifras de fallecidos que aumentaban sin clemencia. Pensaba en mis cuatro hijos, en mi juventud; había decidido postular a la universidad para estudiar lo que había soñado toda mi vida. Después de una serie de exámenes y una radiografía pulmonar, decidieron mandarme a casa. Debía entrar en cuarentena.
¿Y la prueba?
La decisión tomada por el médico tratante de no hacerme el test podría considerarse como negligencia, pero como dijo en su último discurso el presidente Emmanuel Macron “Nous sommes en guerre” (estamos en guerra). Y la batalla se libra en los centros de salud donde no hay suficientes suministros para contener la avalancha de pacientes infectados; los reactivos son preciados, su uso es exclusivo para los casos graves y el personal de salud. Así que yo debía acatar, no estaba en primera línea, aunque también vivía mi propia batalla interna.
El cansancio es indescriptible, 5 pasos y me detengo. Tengo algo pendiente: contactarme con mis compañeras de francés para comunicarles que soy paciente sospechoso. Poco después leo en las noticias sobre la paciente “0” en Bolivia, su peregrinar sin éxito, y tengo una leve impresión de viajar al medievo. Con tristeza pienso “qué bien que este bicho me agarró aquí”.
Después
En América Latina desarrollamos ciertos anticuerpos que nos alertan de posibles conflictos sociales y políticos. Allí siempre puede ser el último día de tu vida.
En 1989 viví la invasión de los Estados Unidos a Panamá, y mi memoria retiene esos trágicos recuerdos. Bolivia me enseñó a desarrollar un sexto sentido ante las convulsiones sociales. Antes de que las cifras por el COVID19 ascendieran, ya tenía mis provisiones y un menú preparado para tiempos de crisis; estaba atrincherada para el confinamiento, sabía que restringirían la movilidad. Medidas históricas, quizá las más temerarias después de la Segunda Guerra Mundial, pues esto empezó a salirse de control.
Pero la vida es demasiado buena. Últimamente respirar ya no me es tan difícil, ¡que afortunada soy al oxigenar! Ahora me dedico a contemplar la efervescencia de la primavera, el cielo libre de aviones me permite disfrutar sin límites la explosión de colores. Hoy sobra tiempo para contarles a mis hijos la historia de mis abuelos sobrevivientes a épocas de epidemias, hoy volví a reencontrarme con ellos, viajé por la memoria del pasado para continuar con esta danza y volver a nacer una vez más. Hoy es Hoy.