CRÓNICAS EN CUARENTENA
Los encarcelados políticos sufren un doble encierro, el que se vive y el que se lleva dentro. Pero hay algo que nunca nadie podrá apresar. Ahora que todos vivimos en el encierro, valdrá la pena saber cómo acaba esta historia.
La oscuridad no permite el socorro de un rayo de luz. Lo hicieron dar unas vueltas para desorientarlo más, caminaron un trecho largo, los pasos se repetían en el eco de un pasillo clínico, se sentía abrir y cerrar. Contó en su oscuridad 16 portones.
No había socorro ni siquiera de un poco luz que penetrase por el tejido tupido de la bolsa con la que cubrieron su cabeza. Caminaba a tientas conducido por alguien que lo llevaba como a un animal al matadero. Bajaron varios pisos por unas gradas angostas porque chocaba con una pared y con el pasamanos.
Lo obligaron a pararse. Uno de ellos le sacó la capucha y la luz fuerte lo obligó a cerrar los ojos, el otro lo empujó a la celda y lo cerraron. No bien sintió que los pasos de las dos personas desaparecieron, se apagó la luz. Alcanzó a divisar una cama de cemento, un hueco para sus necesidades y un lavamanos de donde salía agua una vez al día.
No le salió ninguna palabra porque corría el riesgo de desangrarse en esta nueva soledad.
Los pantalones negros, la camiseta roja que disimulaba la sangre seca y sus lentes trizados que todavía le servían para mirar el presente, eran sus pertenencias, pero no las únicas. Recitaba versos, fragmentos de viejas lecturas, paseaba suponiendo que viajaba de París a Buenos Aires o de Cochabamba a Parotani.
El recuerdo de poemas y prosa se interrumpían con preguntas sangrantes como sus heridas.
¿Hasta cuándo? ¿Cuándo volveré a amar con pasión a mi amada? ¿Cuándo podré jugar con mis hijos? ¿Y … si me matan…?
Recordó que lo sacaron a medio día cuando almorzaba con los suyos en esa casita chica con un árbol donde colgaban estrellas de esperanza. Residencia hecha con vientos de amor e ideas para un mundo menos cruel.
Por las noches sentía el oleaje de los suspiros de ella, y cuando despertaba al amanecer, por el tremendo ruido que hacían al abrir los portones y contarlos para asegurarse de que seguían con vida, volvía al silencio de la celda.
Una mañana decidió recitar a gritos porque su cuerpo le pedía hacer uso de su voz acallada por las circunstancias y el encierro. Luego de la lista de cada mañana se quedó plantado frente a la reja de su celda y gritó:
“No te des por vencido, ni aun vencido,
No te sientas esclavo, ni aun esclavo”.
Cuando iba a gritar: “Trémulo de pavor, piénsate bravo”, sintió el primer chorro de agua fría que lo hizo caer. Desde el suelo, mojado y aterido, volvió a gritar: “Arremete feroz, ya mal herido”.
Sintió otro chorro de agua fría, pero también las voces de las otras celdas que gritaban en un coro disonante: ¡Déjenlo que recite!
Agua fría que moja y empequeñece, que humilla y degrada, pero seguía saliendo de su boca la llama de ira:
“Ten el tesón del clavo enmohecido
que ya viejo y ruin, vuelve a ser clavo;
no la cobarde intrepidez del pavo
que amaina su plumaje al menor ruido”
Entraron en la celda llena de agua cuatro humanoides y lo arrastraron a un encierro más cruel. Una semana solo a pan y agua en la profundidad de un cuarto llamado “escarmiento”.
En esas profundidades no hay brisa, ni vientos, solo huracanes que siguieron llevando al pasillo de celdas los últimos versos del poema:
“Procede como Dios que nunca llora;
o como Lucifer, que nunca reza;
o como el robledal, cuya grandeza
necesita del agua y no la implora”.
Hoy en sus años octogenarios recuerda aquel encierro y sigue cocinando unas pastas con jugo de tomate para el almuerzo de dos. Están en cuarentena, pero tienen mensajes, videos de sus nietos y llamadas de sus hijos y cartas de amigos. Esta vez la poesía que le sale de la garganta es otra, tal vez esa que termina con:
“…. Vida nada me debes, vida estamos en paz”.