“¿Qué estarías dispuesto a hacer para conseguir aquello que deseas con toda tu vida?”, pregunta el abogado que tenía en su oficina un afiche de El Padrino y una pirámide invertida tatuada en su piel. Todos sabían de sus métodos de trabajo poco comunes y nadie antes lo denunció. Desde la cárcel imagina un juicio cual show inolvidable.
Las imágenes muestran a un hombre sentado en medio de varios otros. Uno lo insulta, le exige que pague lo que debe, le propina bofetadas. Asustado, el agredido trata de pedir una prórroga al prestamista. “¿Por qué lo miras a él? Mírame a mí. Ahora la cosa es conmigo. ¡Yo soy Jhasmani Torrico!”, grita el agresor.
Pocos lo conocían entonces, pero después de dos videos que se viralizaron en redes donde se evidencian actos de tortura, el abogánster es ahora famoso. Jhasmani Ramiro Torrico Leclere guarda detención preventiva en el Penal de Máxima Seguridad de Chonchocoro, acusado de dirigir una red de corrupción y extorsión en la que participaban jueces, fiscales, abogados y policías. Juntos arreglaban procesos, revertían fallos y “recuperaban” pagos atrasados por medio de la tortura, la amenaza y el amedrentamiento.
Al mejor estilo de la mafia, los seguidores de Torrico tomaban la justicia por mano propia. Unidos por un pacto de lealtad, identificados por tatuajes, hacían suya la venganza de cualquiera que formara parte del grupo o de los clientes que llegaban a su consultora jurídica.
Abogados, policías, víctimas y fiscales aseguran que aunque el consorcio Leclere & Asociados se hizo famoso en enero de 2019, Torrico había aplicado sus heterodoxos métodos desde hace mucho tiempo y en cientos de casos. En años nadie lo había denunciado.
“Ahora han armado todo un show mediático a mi alrededor. Pero mi trabajo no es reciente. Trabajé así por años y todo el mundo lo sabía. Me encargué de imputados rebeldes que causaron problemas a más de un juez o fiscal, de personas peligrosas que amenazaban a algún periodista, de policías que necesitaban zafar de un problema. Todos lo sabían: la prensa, la policía, la justicia. Nadie me denunció porque a todos les ayudé alguna vez. Si quieren un show, mi juicio será uno que nunca van a olvidar”, advierte Torrico desde su celda en Chonchocoro.
“Todos lo sabían: la prensa, la policía, la justicia. Nadie me denunció porque a todos les ayudé alguna vez. Si quieren un show, mi juicio será uno que nunca van a olvidar”
El mecánico y la punta del ovillo
3:30 de la madrugada. En la puerta de su taller, el mecánico Juan Antonio Cuéllar fuma inquieto. Su rostro está cubierto de sudor y los brazos le pesan tanto que apenas puede sostenerlos. En su mente aún resuenan sus propios gritos: “Allá están, son ellos. ¡Ayúdenme!”. Son los mismos gritos que lo despiertan por las madrugadas desde hace más de un año.
“Se despierta agitado. Ha quedado asustado, ya no es como antes. Su memoria le falla y no escucha. Ha sido un golpe para mi matrimonio. Las hijas tuvieron que irse para escapar de las amenazas, estamos solos. ¿Pero qué podemos hacer? Sólo queda salir adelante”, dice María, la esposa de Antonio Cuéllar, el mecánico cuyo secuestro destapó a la banda delincuencial de abogados, policías y jueces que operaba en Cochabamba bajo el ala de Jhasmani Torrico Leclere.
María y Antonio Cuéllar tienen su taller en la avenida Reducto de Tiquipaya. No es más que un terreno de tierra y poca vegetación, en el que se levanta una pequeña casa. Allí, bajo el sopor del calor, juntos trabajan hasta 20 horas al día.
Antonio habla fuerte porque cada vez escucha menos. Sus palabras, lentas, se tropiezan cuando trata de no parecer desconfiado; pero no puede evitar mirar sobre el hombro cada vez que un vehículo se acerca.
En 2014, el mecánico, su esposa y sus dos hijas tomaron unos cuartos en anticrético en la avenida Segunda de la calle La Paz de la Llajta. Ante la ausencia de papeles de propiedad, acordaron con los dueños firmar un papel que estipulaba que el dinero era un préstamo. Cuando el plazo venció, Cuéllar pidió el reembolso. Pero el pago nunca llegó.
“No nos querían devolver. Para dar ese dinero hasta nos hemos prestado del banco, es una deuda que seguimos pagando. Por eso hemos iniciado una demanda civil que a principios del (ante)año pasado (2018) salió a nuestro favor. La justicia le ordenó a la dueña de casa que nos devuelva la plata en 10 días”, cuenta María.
El viernes 16 de marzo de 2018, tres días antes de que se cumpla ese plazo, un hombre llegó en un taxi al taller de Cuéllar pidiendo auxilio. Aseguraba que su vehículo, un Rav 4, se había plantado y necesitaba un mecánico.
“Al principio no quería ir. Pero ese día no hubo clientes y quería ganarme unos pesos. Por eso acepté”, recuerda Antonio. En cuanto subió al taxi, el hombre que le pedía ayuda hizo una llamada telefónica. “Ya lo tengo mi cabo”, dijo.
“De repente el taxi se detuvo y subieron otros dos que empezaron a golpearme. Sentí una descarga eléctrica que me atontó y después me cubrieron los ojos. Todo el tiempo hablaban por teléfono y hacían referencia a los grados: capitán, teniente, cabo”.
“De repente el taxi se detuvo y subieron otros dos que empezaron a golpearme. Sentí una descarga eléctrica que me atontó y después me cubrieron los ojos. Todo el tiempo hablaban por teléfono y hacían referencia a los grados: capitán, teniente, cabo”.
Las horas pasaban y María empezó a sentir miedo. Había oscurecido y su esposo no aparecía. Su celular estaba apagado y nadie lo había visto por ningún lado.
“Recuerdo haber llegado a una oficina donde me trataron de ahogar en un bañador. Ahí estaba la dueña de la casa que me dio el anticrético, Elena S., su esposo Benito A. y su hijo Gustavo. Un hombre con muletas se sentó frente a mí y mientras me gritaba, me daba golpes. Me obligaron a tomar un vaso de trago puro y después todo empezó a hacerse borroso hasta que me perdí completamente”, cuenta el mecánico. No puede contener el llanto.
Las fotos presentadas durante la investigación muestran a Cuéllar contando un dinero que nunca recibió y por el que fue obligado –en base a torturas- a firmar un memorial de desistimiento. A su lado posan los dueños de la propiedad.
Nadie supo de Antonio hasta la madrugada del día siguiente, cuando apareció en la puerta del predio que su familia se había negado a desocupar hasta que le devolvieran el monto del anticrético. Allí llegó sucio, bañado en alcohol, con el dedo pulgar cubierto en tinta y 200 bolivianos en el bolsillo. Perdido y lastimado, sólo pedía que llamen a su esposa.
“Cuando reaccionó fuimos de inmediato a poner la denuncia. Le hicieron un examen forense en el IDIF pero no fue completo, ni siquiera le tomaron muestras de sangre para ver qué le habían dado para que pierda el conocimiento. No solo era alcohol, lo drogaron”, afirma María convencida.
La dueña de casa intentó presentar el documento firmado por Cuéllar para demostrar que había pagado la deuda. Pero el mecánico se había adelantado con una denuncia penal por rapto, tortura y extorsión. Esa fue la punta de un ovillo que las autoridades aún tratan de desenmarañar.
Las investigaciones demostraron que los secuestradores eran parte de la Consultora Jurídica Leclere & Asociados cuyo director era Jhasmani Torrico. Durante meses, el proceso avanzó lentamente hasta que en enero (2019) Antonio decidió salir a la prensa. Entonces se filtraron dos vídeos en las redes sociales donde se muestran actos de tortura y aparecieron cuatro nuevas víctimas.
En la audiencia del 21 de marzo de 2019, Cuéllar declaró delante de sus verdugos los vejámenes que sufrió; reconoció a todos los que participaron en su rapto y tortura. Señaló a Jhasmani, el hombre de las muletas, como el jefe.
En la audiencia del 21 de marzo de 2019, Cuéllar declaró delante de sus verdugos los vejámenes que sufrió; reconoció a todos los que participaron en su rapto y tortura. Señaló a Jhasmani, el hombre de las muletas, como el jefe.
En el caso del mecánico hay nueve personas detenidas y una prófuga. Doña Elena, quien contrató los servicios de Leclere & Asociados, guarda detención domiciliaria a menos de un kilómetro de distancia de donde viven Antonio y María.
Por el riesgo que corre su familia, Cuéllar tuvo que sacar a sus hijas del país. Las agresiones con cuchillos le dejaron marcas en el cuerpo; un golpe le quebró una muela y otro lo dejó sordo. Antonio no es consciente del tiempo que estuvo perdido mientras era torturado. No recuerda ni la mitad de las cosas que vivió y el resto quisiera olvidar.
“En mis sueños siempre veo un vehículo acercarse a mi taller. Dentro están esos hombres y al reconocerlos me da rabia, siento cómo mi cuerpo tiembla y trato de gritar pero no puedo. Arrojo piedras y palos que chocan contra el carro pero no le hacen ni un raspón, me acerco a las ventanas y doy patadas y puñetes sin parar hasta que siento que mis brazos se vuelven tan pesados como yunques. Están tan cansados que me clavan al suelo mientras el coche se va y sólo me queda gritar. Siempre despierto por mis propios gritos: ¡Son ellos, ayúdenme…son ellos!”.
Un secuestro entre abogados
Cuando Juan Antonio Cuéllar decidió denunciar su secuestro, peregrinó de bufete en bufete sin hallar alguien que quiera tomar su caso. Encontró, finalmente, a Federico Villarroel, el único jurista que se animó a enfrentarse a Jhasmani Torrico y su consorcio.
“Es que todos le tienen miedo. El primer abogado no nos dejaba ni denunciar a la prensa porque decía que nos iban a destruir, que Torrico tenía influencias y que todo iba a acabar en nuestra contra”, relata Antonio.
“Para cada audiencia y memorial nos pedía dinero; para el documento, para los sellos, para la coima del fiscal, del policía o del juez… para todo era plata”, añade su esposa. Cuenta que ese primer jurista también fue secuestrado y que no ha vuelto a aparecer ni para pedir sus honorarios. “Aún le debemos dinero, pero ¿con qué le vamos a pagar?”.
Cuenta que ese primer jurista también fue secuestrado y que no ha vuelto a aparecer ni para pedir sus honorarios. “Aún le debemos dinero, pero ¿con qué le vamos a pagar?”.
Convencidos de que era la única forma de lograr justicia, los esposos Cuéllar pidieron préstamos a familiares y luego vendieron su auto para saldar esas deudas. Todo dinero que llegaba a sus manos iba a pagar la demanda.
María y Antonio fueron testigos de las amenazas que también recibió Villarroel y que le hicieron retroceder en su intención de atender su caso. “Un día, cuando estábamos hablando con el abogado, lo han agarrado para meterlo en una camioneta negra. Dijeron que eran policías y que tenían una orden de apremio; pero era la gente de Jhasmani. Era su vehículo”.
Esa orden de aprehensión para el jurista era por un proceso abierto en Tupiza y allí pretendían llevarlo. Gracias a que alertaron a la fiscal del caso, Faridy Arnez, se armó un operativo que logró localizar al grupo que trasladaba al jurista. Lo interceptaron en Quillacollo y Villarroel salió de Cochabamba en un “surubí” [vagoneta de transporte público] contratado por su esposa.
“Villarroel dijo que por mi caso lo raptaron. Entonces me dejó y me quedé sin abogado hasta que el Ministerio de Justicia me dio uno de Defensa Pública”, cuenta Antonio.
La oficina de Federico Villarroel está en el sexto piso del edificio Zuver, en pleno centro de Cochabamba y a media cuadra de una de las oficinas de Leclere & Asociados. Ahí comparte el despacho con su hermano Tito, también abogado.
A través de éste acordamos una entrevista pero Federico Villarroel nunca llegó, apagó el teléfono y su oficina estuvo cerrada todo el día. Sus colegas coinciden en que recibió muchas amenazas y está amedrentado.
Desalojo a punta de pistola
“Era la casa de don Julián (Torrico). Ahí vivió con su esposa hasta que ella murió. Luego se volvió a casar. Era un señor muy bueno, dónde se habrá ido. La pobre casa ahora está abandonada, deberían devolverle”, comenta una vecina. No tiene reparos para hablar del tema pero vacila: “¿No me estará grabando, no? Su hijo, el joven Jhasmani, es bien peligroso y no quiero problemas”.
Es la zona Temporal, al norte de Cochabamba, en plena intersección de las calles Capac Yupanqui y Atahuallpa. La casona se mantiene en pie en medio del descuido y el abandono. La acera está cubierta de hojas secas, arbustos y basura. La puerta principal y las del garaje tienen un precinto amarillo con letras negras que advierte “Peligro”. Un montón de notificaciones coladas unas sobre otras camuflan la alerta pero no disimulan un mural que en letras doradas dice: Leclere & Asociados.
“En vano están los precintos. Una noche, los ladrones han entrado dos veces. Dijeron que sacaron televisiones y videojuegos pero qué cosas más se habrán llevado. Seguro han limpiado todas las pruebas”, conjetura un taxista que conoció el lugar “por curiosidad”. “Estaba en las noticias, todo el mundo querían saber dónde era”, explica.
Esa oficina fue escenario de las torturas, la que recibió el mecánico y otros “deudores”, para que pagaran a los clientes del consorcio. Desde allí se operaba todo, era el corazón del clan.
La vivienda había sido construida por Julieta Leclere y Julián Torrico, madre y padrastro de Jhasmani, el quinto hijo de la mujer. Los dos hermanos mayores fueron fruto del primer matrimonio de ella, y los siguientes tres, del segundo. El menor nació cuando la pareja se separaba.
Tiempo después, Julieta conoció a Julián y se casó por tercera vez. Él le dio su apellido a su benjamín. En más de 25 años de matrimonio, construyeron la casona de la Capac Yupanqui. Allí murió la madre de Jhasmani hace algunos años y el hombre -que hasta hoy el abogado llama padre- se volvió a casar.
“De la noche a la mañana el dueño dejó la casa y su hijo se vino a vivir. Estuvo un año o algo más. No me enteré de lo que pasaba hasta que salió en las noticias. Dicen que le quitó la casa al señor a punta de pistola”, cuenta otra vecina.
“De la noche a la mañana el dueño dejó la casa y su hijo se vino a vivir. (…) Dicen que le quitó la casa al señor a punta de pistola”.
El 4 de febrero de 2017, meses después de la nueva boda de Julián Torrico, su hijastro llegó al inmueble acompañado de unas 12 personas. Eran las 7:00, muy temprano para una visita, pero la recién casada abrió la puerta. “Cuando bajé, él ya estaba dentro de la casa, me dijo que había venido a conversar conmigo y me asusté”, relata don Julián.
Desde enero, cuando se destapó el caso, Torrico ha repetido lo que pasó esa mañana decenas de veces; unas frente a periodistas, otras frente policías y fiscales. También lo contó ante un juez en el proceso que sigue a su hijastro por tortura y extorsión.
Esa mañana, Jhasmani le pidió hablar de la casa y del vehículo que el matrimonio Torrico-Leclere tenían. Le mostró papeles que uno de sus acompañantes llevaba en un fólder y le dijo que debía firmar si no quería problemas.
Al notar que algo estaba mal, don Julián trató de evadir el tema y dijo que iba a llamar a su abogada. Apenas se había parado del sillón sintió un golpe en el estómago y vio que uno de los acompañantes de Jhasmani sacaba un arma con la que le apuntó en la cabeza.
“¿Vas a firmar?”, le preguntó Jhasmani. Él se negó hasta que se percató que encañonada en el comedor estaba su esposa. Y otra vez oyó la pregunta: “¿Vas a firmar?”
Julián firmó todo lo que Jhasmani le puso en frente. Le entregó las llaves de la casa y de la camioneta, un vehículo verde que el abogado pintó luego de negro para pasearse por los juzgados.
El 7 de junio de 2018, el Ministerio Público y la Policía allanaron la casona en la que operaba Leclere & Asociados. Buscaban las pruebas de la tortura a Antonio Cuéllar. En el operativo, la Policía secuestró un CPU, una computadora portátil, un disco duro y un lote de documentos.
Los expedientes secuestrados y las declaraciones de los involucrados evidenciaron que Leclere & Asociados había trabajado en cientos de casos; varios de ellos polémicos, como el del brutal asesinato de las hermanas Adriázola, en marzo de 2015 [NdE. Dos hermanas, una de ellas campeona nacional de taekwondo, fueron brutalmente asesinadas. Torrico intervino a favor de los acusados “para arreglar” la situación”. El testimonio de uno de los testigos afirma que el consorcio de Torrico habría pagado 10 mil dólares para anular la sentencia].
Con cada declaración en el proceso contra Torrico, crecía la lista de los casos cuestionados que llevó Leclere & Asociados. Muchos de los autos de vista y resoluciones eran redactados por el propio Jhasmani y aprobados por los jueces que formaban parte de su red. Su nombre aparece incluso en la denuncia de un atentado a la casa de una autoridad judicial.
“Hay jueces que respondían a Jhasmani. Sus resoluciones se hacían en el bufete de este abogado, con plata de por medio. Estamos hablando de un gran consorcio en el que participaban jueces, fiscales, policías y abogados”, informó el entonces viceministro de Transparencia, Diego Jiménez, cuando su despacho decidió seguir de cerca a Torrico. Por el caso “Consorcio” fueron detenidas una decena de personas entre abogados, fiscales, vocales y policías.
“Hay jueces que respondían a Jhasmani. Sus resoluciones se hacían en el bufete de este abogado, con plata de por medio. Estamos hablando de un gran consorcio en el que participaban jueces, fiscales, policías y abogados”
Desde que echó a su padrastro, Jhasmani tomó posesión total de la casona y la transformó en su bufete. Algunos vecinos dicen que había noches en las que se escuchaba bulla de fiesta; dicen que frecuentemente entraban hombres y mujeres con uniforme policial.
Julián Torrico es uno de los demandantes de Jhasmani. Mientras el proceso avanza ha recuperado, en custodia temporal, la camioneta que entregó a su hijastro. Ha solicitado también la devolución de su casa pero la justicia le niega esa petición.
El destierro en Chonchocoro
Entrar a esta isla de cemento no es sencillo. Todos los jueves y domingos, decenas de adultos y niños hacen largos viajes para visitar a los reos del Penal de Máxima Seguridad de Chonchocoro. Para las mujeres, el control es menos estricto si visten prendas con brillo o encaje, pues los guardias las asumen como abogadas o damas de compañía. Para quienes no caben en esos estándares, la inspección es más severa.
Tras un portón de metal, un grupo de hombres revolotea como enjambre alrededor de los que llegan. Atropellándose, se ofrecen para buscar al preso que uno desea visitar. “¿A quién busca?, ¿se lo llamo?, ¿primera vez que viene? Yo le llevo”, insisten para ganarse unas monedas. También venden llaveros, artesanías, dulces o empanadas.
“¿Al Jhasmani? Es mi amigo, qué bien que ha venido a verlo. Nadie lo visita, siempre está solo. Es triste que nunca lo vean a uno, a mí tampoco nadie me visita”, comenta uno de esos hombres-“taxi”.
El 17 de enero de 2019, Jhasmani Torrico Leclere fue trasladado al penal de Chonchocoro desde la cárcel El Abra de Cochabamba. La Fiscalía demostró que había conformado una red para amenazar y obstaculizar el trabajo de los operadores de justicia que investigan su consorcio. Ahora guarda detención preventiva en una celda de aislamiento del sector Pasillo.
De allí sale el abogado, extrañado por la visita que no esperaba. Busca para ver si reconoce a alguien. Camina lento debido al frío y las muletas. Aparece con deportivo negro, gorro de lana y barba dispareja: ha perdido peso comparado con el hombre de las fotos y los videos que lo hicieron famoso.
– Me ha sorprendido que alguien venga a visitarme. Nadie ha venido desde que me trajeron.
-¿Ni sus hermanos?
– Ni ellos.
-¿Por qué?
-Se avergüenzan de mí. ¿En qué puedo ayudarte?, sonríe.
Su hoja de vida es conocida. El menor de cinco hermanos se graduó como abogado con excelencia en la Universidad Mayor de San Simón. Sus cercanos aseguran que es sumamente inteligente, que siempre tiene una versión propia de los hechos para contar, que en su mente no hay cabo suelto ni escenario que no haya repasado mil veces y que es un artista de la manipulación.
Sus cercanos aseguran que es sumamente inteligente, que siempre tiene una versión propia de los hechos para contar, que en su mente no hay cabo suelto ni escenario que no haya repasado mil veces y que es un artista de la manipulación.
Para conversar se acomoda en una baranda alejada. Se soba la pierna derecha y dice que desde hace 10 años tiene más molestias de las que quiere aguantar. “Por eso quería amputármela, he pasado mucho tiempo sintiendo dolor… ya me he castigado demasiado”, cuenta y retoma de inmediato la sonrisa.
“Yo estoy acá por el capricho de una fiscal. Cada quien debe asumir su responsabilidad. No puedo negar lo de los videos porque ahí se ve que soy yo. Si debo pagar por eso, lo haré. Pero nadie más es culpable, ni los que trabajaban conmigo ni la persona que me contrató. Mucho menos mi esposa, a la que han detenido. Sólo yo soy culpable”, afirma sin titubear.
Cuando habla de su compañera, dice que fue incriminada sin motivo para doblegarlo. Asegura que la lista de jueces y fiscales que dio en su declaración era parte de un trato para conseguir el sobreseimiento de la madre de sus hijos.
Cuenta que cuando volvió de su ampliación de declaratoria en Cochabamba, fue víctima de amedrentamiento en Chonchocoro. “Entraron a mi celda y me llevaron para torturarme. Yo no sabía que me habían sacado fotos y que estaban dando vueltas en Facebook”. Niega que él haya planificado todo eso para conseguir su retorno a El Abra.
“De ese episodio lo que más me molesta es que los tipos que me golpearon estaban encapuchados. Cuando yo hice lo que viste en los videos estaba lleno de calmantes por el dolor, pero di mi cara y miré a estas personas de frente, a los ojos. En cada golpe dije mi nombre para que sepan quién era el responsable, que el problema era conmigo”.
El primer caso –recuerda- que le “enseñó que había métodos más efectivos” para cobrar deudas fue el de un colega que se negaba a pagar a un cliente del consorcio. “Fui a buscar al abogado a su oficina y le dije que debía pagar su deuda para que me paguen mis honorarios. Él intentó sacarme a empujones con tan mala suerte que para no caerme apoyé mi pierna herida. Estaba lleno de calmantes y estallé. Le di golpe tras golpe y le advertí que si no pagaba en 48 horas lo iba a matar. Al día siguiente mi cliente llamó agradeciéndome porque había recuperado su dinero y a mi oficina llegó un séquito de abogados para pedir que no mate al deudor. Algunos querían trabajar conmigo”.
“Yo estoy acá por el capricho de una fiscal. Cada quien debe asumir su responsabilidad. No puedo negar lo de los videos porque ahí se ve que soy yo. Si debo pagar por eso, lo haré…”
Así empezó todo: su modus operandi, sus casos, su negocio y hasta su red. Eligió a los miembros de su grupo con cuidado, uno por uno y de acuerdo a sus capacidades. “No se trataba sólo de trabajo, sino de un pacto de lealtad”.
Eran diferentes, especiales –dice de sus socios- ¿Nuestros métodos? Digamos que no son ortodoxos o recomendados pero resultaron ser los más efectivos. La justicia no funciona y hay muchas personas que harían lo que sea para conseguirla”.
Ninguno de los miembros del consorcio era obligado a entrar a su grupo, “al que le gustaba se quedaba y al que no se podía ir”. Pero quien apostaba por Jhasmani debía firmarlo en la piel. Un tatuaje en forma de pirámide invertida identificaba a los integrantes; la misma imagen de su bufete; la misma de la tapa de un disco del grupo de rock Therion.
“No somos una hermandad ni el tatuaje tiene fines o connotaciones esotéricas. Solo era el símbolo de lo que yo consideré en un momento una familia. Era la muestra de nuestra lealtad que para mí es todo, incluso más que el amor. El amor se acaba, la lealtad no. Por lealtad se puede hacer todo sin preguntar, puedes hacer esto: ir a la cárcel”. Lo dice fuerte y atrae la atención de los que llenan el patio del penal ese domingo frío.
El amor se acaba, la lealtad no. Por lealtad se puede hacer todo sin preguntar, puedes hacer esto: ir a la cárcel.
Después habla de su padre, asegura que no le guarda rencor. “He leído y escuchado que dice que no soy su hijo. Aunque lo niegue, él es mi padre y yo no le he quitado nada, sólo he tomado lo que legalmente me pertenece”. Para ello, insiste, tuvo sus razones.
“Antes de fallecer, mi mamá ya tenía demencia senil; cuando la veía me decía que mi padre la engañaba. Él siempre fue un hombre correcto y a mi parecer sería incapaz de faltarle. Así que no le creí, pero cuando ella murió fue él quien empezó los trámites de la herencia; mis hermanos no se presentaron y solo quedé yo. Amé mucho a mi madre, no es como dicen por ahí que estaba resentido”. Y ríe con ganas de esa “ocurrencia”.
Su versión de la historia es diferente a la de su padrastro. “Mi madre era mucho mayor que él y entiendo su situación. Pero en una reunión familiar noté que había demasiada familiaridad con su nueva pareja y decidí investigar. Así supe que mi padre tenía esa relación antes que mi mamá muriera. La traicionó, la maltrató y no conforme con eso llevó a su nueva esposa a la misma cama donde murió mi madre”, dice.
Ya no está para risas cuando se refiere al despojo que denuncia Julián. “Yo no robé nada…. Pedí a la gente que me acompañaba que saque la cama y el peinador de mi mamá y a él le pedí las llaves de la casa y el auto. Le dije que había alquilado mi parte de la casa a unos clientes y que si no quería vivir con delincuentes desocupara la suya. Él se fue de la casa ese mismo día, parece que puedo ser muy persuasivo”. Parece.
El Padrino
Mientras hablamos en un rincón del reclusorio, los presos se acercan uno tras otro a Jhasmani. “Doctor, le quiero presentar a mi esposa y a mi hijo. Queremos preguntarle algo”, dice uno, tímido, inclinando repetidamente la cabeza como pidiendo perdón.
“¿Quién es este niño? Tu papi habla mucho de ti”, le dice Torrico al pequeño simulando voz infantil. Le acaricia la cabeza y trata de tomarle las manitos.
Habla también con el hombre y su esposa. Comenta que su caso es difícil y explica los pasos que deben seguir para cambiar la imputación por asesinato. Les advierte que ningún abogado podrá anular el proceso y que si les han prometido eso, es solo para sacarles dinero. “Pide un abogado de Defensa Pública y a él le vas a decir todo lo que me has dicho a mí. Le vas a pedir que haga los papeles que te lo anoté”, recomienda.
“Gracias doctor, se lo he traído su medicina”, le dice un hombre que visita a otro interno. Más avezado, le estrecha la mano y le pasa una pequeña bolsa que estaba oculta entre sus dedos.
“Son mis medicinas”, comenta Jhasmani mientras mete rápidamente el encargo en su bolsillo y vuelve a lo suyo. “Acá sigo ayudando a la gente, les doy consejos. Lo único que quiero es retornar a Cochabamba y que esto se acabe para volver a trabajar”.
¿Con los mismos métodos?, pregunto. “Creo que no –responde entre carcajadas- Ya hice lo que quise, ahora será diferente”.
Durante más de una hora en Chonchocoro, Jhasmani Torrico Leclere habla de su vida y su fama recurriendo a citas de películas y series de televisión. Simula, a ratos, que acaricia en sus faldas un gato que, aunque inexistente, él describe como negro y de porcelana. Imita también la voz ronca de El Padrino, película cuyos posters exhibía en su bufete.
“Es que yo manejo la mafia en Santa cruz, en Cochabamba y casi lo logro en La Paz”, asegura. Es difícil saber si lo que dice es confesión o es ironía.
“Es que yo manejo la mafia en Santa cruz, en Cochabamba y casi lo logro en La Paz”, asegura. Es difícil saber si lo que dice es confesión o es ironía.
Su niñez es el único tema sobre el que se muestra reacio. “Fue tranquila y feliz, mis juegos eran tan imaginativos que me gustaba estar solo”, cuenta apenas. Se ríe al recordar que su primera escapada sin permiso fue a un festival y que cuando lo pilló la noche, se dio cuenta que no sabía cómo retornar. Entonces se puso a caminar llorando hasta que se dio cuenta que su casa estaba cerca. Entró saltando la pared y se hizo una herida en la mano que le dejó una cicatriz que hasta hoy muestra.
“Fue la primera, no la última”, comenta y contraataca con preguntas:
¿Por qué me preguntas de mi niñez, acaso quieres desenmascarar al diablo? Porque dicen que soy el abogado del diablo; sí, soy abogado, pero a él no lo conozco.
¿El diablo no fue niño?
No sé si fue niño, pero sí fue un ángel alguna vez. Y dejó de serlo por conseguir lo que quería. ¿No hay algo que quieras más que nada en el mundo, algo que desees con toda tu vida?… ¿Qué estarías dispuesta a hacer para conseguirlo?
- Una versión de este texto fue publicada en la segunda edición del libro Prontuario, editado por Página Siete y Editorial 3600. La Paz, 2019.