¿Cuál es la fuerza todopoderosa de aquel plato de comida que nos devuelve a los recuerdos más intensos cual novela de personajes inolvidables? Este texto bien podría llamarse Elogio de la Rigucha y sus devotos los presos, los taxistas y los peluqueros con su secreto.
Recuerdo claramente la inmensa y antigua casa de los abuelos en la calle Antonio Gallardo, donde la noche era el momento favorito para ir a curiosear con los primos y primas en los galpones de las tiendas de abarrotes que ocupaban la planta baja de la casona. Eran tiempos de los aciagos años posteriores a la crisis de la UDP, y ahí, en medio de la penumbra y encima de los varios cientos de saquillos de arroz y harina, nos tumbábamos para ver a través de las ventanas la misteriosa calle Sagárnaga. Allí estaba, con sus adoquines brillantes y uno que otro peluquero al que veíamos abrir su salón vestido de hombre y cerrarlo vestido de diva, con lentejuelas, carteras, tacones y toda la cosa. Nos gustaba ese ritual de niños curiosos que repetíamos sin falta una noche por semana con el sano afán de inventar historias de cuculis, condenados y aparecidos. Y desde esa distancia se podía ver claramente el resplandor de la puerta de la ófrica y diminuta comisaría policial Chijini donde exagerando entraban tres policías con sus mesas todas destartaladas y vetustas al igual que sus máquinas de escribir, rematado el ambiente con una celda más pequeña todavía en la que encerraban a los ocasionales transgresores de la ley. En esa celda, que hasta tenía barrotes, apenas cabía solamente un colchón y la ventana daba a la calle donde la doña Rigoberta (Rigucha para los amigos) freía sus rellenos, silpanchos y chuletas hasta bien entrada la madrugada con la radio Metropolitana sonando sempiternamente de fondo.
Lugar de parada obligatoria de taxistas, uno que otro borracho que se ponía a charlar animadamente con el preso de turno, y los policías que a veces ayudaban a servir los platos a la doña Rigoberta que se había hecho famosa por sus descomunales rellenos de papa y rellenos de postre (o plátano de freír). Por ese entonces no existía esa extravagancia del relleno de arroz ni del ají de maní, y así inteligente como era la Rigucha se había dado cuenta que no necesitaba cocinar otra cosa que arroz, hacer ensalada de lechuga, tomate y cebolla, escabeche de zanahoria y betarraga hervida, y combinar con el relleno de tu predilección o, dado el caso, jugosas chuletas y generosos silpanchos que cenábamos al menos una vez a la semana y de preferencia las noches de cuentos de terror.
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Dicen que al hacerse viejo uno deja de sorprenderse y no hay cosa más triste que vivir sin la novedad del asombro que tienen los niños, así que para mí los rellenos de papa son noches de historias macabras, inventadas y reales. Noches de esperar frente a la Rigucha que se fue haciendo vieja en su puesto de tres grandes peroles y una olla gigante de aluminio envuelta en aguayo llena de arroz. Noches que ahora ya no existen, con los presos comiendo con los policías y los taxistas, diciendo “ututuy” escuchando el Metropolicial. Ahora los rellenos han vuelto a la palestra y desde hace algún tiempo se ha convertido en un manjar mañanero que comparte espacio y salsas variadas con la sacrosanta tucumana.
Antes eso no había, me digo a mi mismo, después de ver el Netflix. Y en vano tanta pelea, si la comida siempre es recuerdo nomás. Recuerdo de lo difícil que es aprender a estar viejo. Recuerdo de la noche que ya no hay. Recuerdo de cómo era el día que ya no hay. Recuerdos de la Rigucha bien atenta a la radio y de sus fritos que ya no hay. Recuerdo de los primos y primas que ya no hay. De la comisaría policial y del conventillo de la Miss Chijini que ya no hay. Ahora sólo hay sofisticadas remembranzas culinarias y el ruidoso motor de un delivery que rompe el silencio de las noches de la Sagárnaga donde aparte de pena y desolación viral, ya nada hay.