Los latinoamericanos bien podríamos hacer como hace el poeta paceño Jaime Sáenz con nuestra montaña mayor, el Illimani: decir a los cuatro vientos que el maíz está, estará y no morirá jamás, y aún cuando en el mundo quede un solo ser humano, el maíz quedará a nombre de todos los latinoamericanos.
domingo, 31 de mayo de 2020
Sergio Antezana
Paseaba por Sorata cuando de pronto aparecieron grandes chacras con plantas de maíz que por supuesto me superaban en altura. Ese fue mi primer encuentro de joven citadino con el maíz.
De niño, como muchos, no tenía idea de la temporalidad de los productos agrícolas. Escuchaba a mi mamá decir: “he traído durazno de temporada” o “ya ha salido la uva de Tarija”. Como todo adolescente, me importaba poco si era fruta de temporada o no. Pero aquel encuentro con el maíz cambió mi percepción. A medida que caminábamos hacia la Gruta de San Pedro, más y más plantaciones de maíz. Me parecía fascinante, nunca había visto una planta de maíz madura y desde entonces llevo una renovada admiración hacia esa planta que tan humildemente se presenta en nuestra mesa; que incluso se sienta al lado de las zanahorias y las arvejas que viven al ras del suelo y nunca llegan a otear el horizonte.
De ahí en adelante, ningún otro encuentro con el maíz habría de pasar inadvertido. Así, cierta vez en Cusco, Perú, paseábamos por las ruinas de Sacsayhuamán cuando apareció una mujer con unos choclos dignos de concurso. De lejos se parecían a los nuestros, pero de cerca era muy evidente que eran los primos fornidos y mejor alimentados. Luego nos contarían que dicha variedad es conocida como Maíz Blanco Gigante del Cusco. Un nombre muy bien ganado, por cierto. Comimos aquel choclo con un pedazo de queso criollo y no pude más que viajar mentalmente a las Alasitas paceñas y pedir mi ración de llajua. Desde entonces, no pasa una sola versión de la Alasita en que no pida mi choclo con queso y llajua; me he dado cuenta que es un privilegio que pocos tenemos y a veces no valoramos.
Desde entonces, no pasa una sola versión de la Alasita en que no pida mi choclo con queso y llajua; me he dado cuenta que es un privilegio que pocos tenemos y a veces no valoramos.
Muchos años después paseaba por Quito, me senté en el café de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, la vista era espectacular, se podía ver el mercado improvisado en pleno centro, los barrios residenciales a un lado y la barriada hacia el otro. Llegó el menú y me llamó la atención la “humita”. Pregunté y me describieron una huminta. Pedí y efectivamente era una prima de la versión al horno que hacemos en Bolivia. Viajé mentalmente a la calle Panamá esquina Busch, donde mi madre compraba unas humintas al horno para los “tecitos especiales”, la llegada de una tía, la visita de un primo o un compadre.
Pero la confirmación de que el maíz es el manto que nos une continentalmente sucedió en México, cómo no, donde por lo menos la mitad de la comida incluye alguna versión del maíz. Ya sean las gorditas que comimos al pie de la Peña de Bernal, los taquitos al pastor de algún puesto ambulante en Tequisquiapán, o los totopos que acompañaban la sopa de lima de Teotihuacán, por mencionar casi nada. Maíz y más maíz.
Y mientras más viajaba por el continente, más comprendía que el maíz es un asunto nuestro. Que los matices del idioma, las expresiones particulares de cada lugar y los acentos, no le hacen mella. Es cierto que acá tenemos más papas que allá, que el cacao de acullá es más rico que el de más allí, pero el maíz es como una manta que nos calienta a todos; el maíz es omnipresente en nuestras dietas y viene amamantándonos desde la infancia.
Hace poco participé en un estudio sobre el maíz y me senté a conversar con acopiadoras de la feria de Punata, región del valle alto cochabambino, que se realiza convenientemente todos los martes a las 4 de la mañana. No sé si escogieron la hora porque los campesinos madrugan o para evitar las miradas de alguna autoridad. Para quien no conoce, la feria de Punata es al maíz lo que la Bolsa de Chicago es para los cereales en Estados Unidos. Es el lugar en el que se fijan los precios para Cochabamba y, por tanto, para casi todo el occidente del país. En Punata se compra y vende maíz pelado, no tanto choclo fresco, sino la variedad de maíz que se usa especialmente para el mote.
Para quien no conoce, la feria de Punata es al maíz lo que la Bolsa de Chicago es para los cereales en Estados Unidos.
Ya antes nos habían chismeado que desde aquella feria salen “exportaciones no registradas” (así le dice la Aduana al contrabando) hacia Perú y Argentina. Visitamos a una familia de acopiadores que tenían sendos silos llenos de grano. Nos atendió el hijo mayor que se excusó de darnos mayor información alegando que los que manejaban el negocio eran sus padres. Le comentamos el chisme de que salía maíz hacia Per pero nos dijo que no sabía nada. Le preguntamos por el teléfono celular de alguno de sus padres y nos dijo que igual no iban a contestar porque estaban en Perú. No más preguntas su señoría.
Junto con el equipo con el que realizábamos aquella investigación, intentamos averiguar algo más respecto de la ruta del maíz fuera del país. Encontramos a otra familia que lo vendía y ellos sí nos contaron que llevaban su maíz hacia algunos de los pasos fronterizos con Argentina y “no sabían dónde lo llevaban después”. Averiguadas las cosas, resulta que si usted va a comer comida boliviana en Buenos Aires, el mote es boliviano, pues en Argentina no se produce esa variedad de maíz. Allí se produce el maíz amarillo dulce que nadie usaría como mote. Obvio, dicha exportación no figura en la Aduana ni por asomo. ¿Cómo hacen para llevar camionadas de mote desde el norte hasta Buenos Aires? Ese es un misterio que aún no logramos resolver.
Pero además, surgió una nueva duda: en el barrio de Usera, en Madrid, hay una puerta dimensional que permite, al cruzarla, trasladarse a Cochabamba. Allí uno encuentra cerveza boliviana, Papaya Salvietti, calendarios con peladas bolivianas y toda la comida nacional que uno podría imaginar: pique macho, sajta de pollo, falso conejo, etc., etc. Pero Bolivia no puede exportar productos frescos por su nulo control sanitario, aunque se permite exportar productos procesados como el chuño, ají seco y otros. ¿Cómo llega el choclo blanco que usamos en el lechón a Usera si esa variedad de maíz no se produce en España ni se exporta desde Bolivia? He ahí otro misterio.
Pero Bolivia no puede exportar productos frescos por su nulo control sanitario, aunque se permite exportar productos procesados como el chuño, ají seco y otros. ¿Cómo llega el choclo blanco que usamos en el lechón a Usera si esa variedad de maíz no se produce en España ni se exporta desde Bolivia? He ahí otro misterio.
Y, ya que encontramos a nuestro maíz por el mundo, viene a cuento un breve comentario final a propósito de las variedades transgénicas de las que se habla mucho hoy en día. Unos dicen: “Con los transgénicos se perderá la diversidad de maíces”. Yo creo que ninguna variedad que tenga mercado, se pierde. Así lo demuestra el “consumo nostálgico” en España y Argentina, por no mencionar el consumo diario en Bolivia. Que una variedad se pierda dependerá de los consumidores. ¿Por qué no se ha perdido el maíz morado todavía? Porque seguimos usándolo para el api, por ejemplo. Por mi parte, jamás comeré un lechón con maíz amarillo dulce, mucho menos comería un fricasé con mote de maíz dulce.
Otros dicen: “Con el maíz transgénico se paliará el hambre del mundo”. Solo diré esto: las variedades transgénicas han sido modificadas para tener más azúcar, que se usa para hacer siropes que se venden a todas las industrias: gaseosas, repostería, fideos, Doritos y un largo etcétera. Incluso si se considerara que estos productos van a “acabar con el hambre”, lo harían a costa de irrigar diabetes tipo 2 a todo el planeta. Entonces, ni se va a paliar el hambre, ni va a desaparecer la diversidad genética del maíz.
Un seco de garapíña heladita para agradecer a los dioses antiguos y modernos por nuestro maíz, la piedra roseta de la alimentación americana. ¡Salud!
- Sergio Antezana es desempleado a tiempo completo y aparapita sanzeano por vocación.