La madrugada del 2 de febrero de 2019 la montaña se vino abajo en Puente Armas, camino a Yungas, en La Paz. Familiares de los desaparecidos buscaron sin descanso. ¿Qué buscan quienes no pudieron decir adiós?
Finalista del Premio Nacional de Crónica Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela
Nada los consuela desde aquel trágico sábado. Con sus corazones agazapados colgando de un hilo de esperanza, cada día luchan por dominar sus impulsos torpes y volver al lugar de los hechos con palas, picotas y yaretas, para remover, una vez más, la tierra en busca de los huesos de sus muertos.
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Santiago Mamani ya no tiene lágrimas que derramar. El hombre de más 40 años, cuerpo fortachón y mejilla chaposa, se niega a abandonar la búsqueda de los restos de su hija Vania de nueve años. Quiere verla por última vez, trasladar sus restos a la comunidad Belén, lugar donde creció, y honrarla con una “cristiana sepultura”. Con el semblante agotado acepta decir unas palabras: “Para mí es como si hubiera pasado ayer. Quizá si la encontramos podríamos resignarnos, al menos tendríamos un lugar para ir a rezar y dejar flores”.
Los ojos de Juana Nacho, una mujer de cuerpo menudo y entrada en los cuarenta, denotan una temerosa osadía: si reuniera la fuerza necesaria, haría justicia por mano propia contra quienes cree que son los culpables. Tiene los ojos llorosos, un nudo en la garganta y a ratos la rabia la domina. Está enojada incluso con ella misma. Han pasado tres meses desde aquel fatídico sábado –2 de febrero de 2019– y todavía tiene la nariz vendada y los brazos enyesados. No está entre los viajeros que encontraron la muerte ni entre los heridos graves que siguen en el hospital. Enfundada en ropa negra como señal de luto, Juana busca llamar la atención de las autoridades de diferentes ministerios: Defensa, Presidencia, Salud y Obras Públicas. Su objetivo es sensibilizar a los burócratas para que autoricen la remoción de la tierra con maquinaria y así recuperar los restos de su esposo: Alfonso Cusi. “Quiero enterrarlo, mi esposo no es un perrito, hasta a un perrito se entierra y se llora”, dice con firmeza.
La niña Vania Mamani (9) y Alfonso Cusi (43) han muerto una mañana lluviosa de febrero, enterrados por uno de tantos deslizamientos de tierra sobre la carretera que conecta la ciudad de La Paz con las poblaciones yungueñas; en este caso, a la altura del Puente Armas de Choro, ubicado entre las localidades Yolosita y Caranavi.
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Un día antes de la madrugada del 2 de febrero, una avalancha de tierra, piedras y vegetación desbaratada, provocada por una persistente lluvia, había dejado intransitable la carretera yungueña. Desde ese momento, las filas de motorizados crecieron sin cesar a ambos lados del camino obstruido, a lo largo de la ruta serpenteante. Buses de todo tamaño, camiones, camionetas, vagonetas y minibuses atestados de viajeros aguardaban con impaciencia que los tractores se apresuren en habilitar el paso. Desde el alba y en medio de la lluvia, decenas de pasajeros comenzaron a perturbar el sueño de los demás. No faltaban vendedores que aparecieron con café, mates, leche y sándwiches. Los más intrépidos, o impacientes, comenzaron a husmear entre la caravana para amontonarse cerca del lugar obstruido.
Entre los cientos de motorizados encolumnados se encontraba un minibús de color rojo del sindicato de transporte “Gentileza Caranavi”, marca King Long, con placa de control 4495DHE. Su conductor, Juan Luna, con 39 años cumplidos, tenía a su cargo 15 pasajeros, entre adultos y niños, quienes aguardaban el reinicio del viaje con destino a los poblados de Nor Yungas. La niña Vania Mamani era una de las pasajeras, junto a su mamá Blanca Quispe. Tenían por destino final su comunidad Belén en el municipio de Alto Beni. Ambas llegaron a la ciudad de La Paz el jueves 31 de enero para comprar útiles escolares en el pasaje La Tablada. Pero no llegaría el lunes que Vania esperaba con ansias para retornar a clases. Sus padres tenían que haberla inscrito en cuarto grado de primaria, pero el Director Distrital de Caranavi había resuelto su salto al quinto grado, desafiando el procedimiento regular del sistema educativo. Es que Vania, a su corta edad, era una estudiante extraordinaria.
Unos autos más adelante del minibús rojo estaba estacionado un automóvil azul de la marca japonesa Toyota, modelo Ipsum, con placa de control 2579KZA. Era la movilidad de Alfonso Cusi y Juana Nacho quienes, junto con sus dos hijas y siete familiares, también habían pernoctado en el lugar. El auto particular originalmente con capacidad para cinco pasajeros, viajaba sobrecargado hacia su destino, la colonia Alto Lima, cerca de la población de Caranavi. Esa madrugada Cusi bajó del motorizado y enfiló hacia la zona del desastre, al igual que muchos otros pasajeros y curiosos. Nada anunciaba ni advertía sobre una nueva avalancha de tierra que estaba a punto de precipitarse. La montaña verduzca lucía inmóvil, como si hubiera vuelto a su letargo. Romer Zenteno, uno de los sobrevivientes del minibús rojo, evocando los pormenores de ese ingrato momento, afirma que probablemente el reloj marcaba 6:30 de la mañana. Todo parecía en calma, hasta que una voz rompió el silencio.
— ¡Piedra!, ¡Piedra! ¡Piedra está viniendo!, se oyó.
Un peñasco, gigante como un camión de alto tonelaje, se precipitó en segundos sobre los autos varados. Impactó de lleno en un camión estacionado al costado derecho del minibús rojo, el camión se abalanzó encima de éste, empujándolo al precipicio. Los quince pasajeros que estaban adentro alcanzaron tan solo a lanzar un alarido desesperado, durante las primeras tres volteretas río abajo. En medio del caos, Alfonso Cusi corrió hacia su auto para intentar rescatar a su familia. Pero una piedra minúscula comparada con el peñasco, no por ello inofensiva, golpeó en su cabeza, causando su brusca caída, y la avalancha con que llegaba, arrastró a él y su auto con todos sus ocupantes adentro.
Los sobrevivientes narran una secuencia caótica de sobresaltos sin margen de reacción, gritos y desvanecimientos. Romer cuenta que recobró conocimiento hacia las diez de la mañana para descubrir que seguía dentro del vehículo y casi en el mismo asiento. Excepto un pasajero atrapado entre los fierros retorcidos, no había nadie más. Recuerda que a lo lejos alcanzó a ver a la mamá de Vania con el teléfono celular en la mano y gritando, “¡mi hija! ¡mi hija! ¡no está mi hija!” Juana Nacho tardó dos horas más en recuperar sus sentidos. Estaba atrapada en el lodo, sin poder moverse y sufriendo más por el dolor de asistir a uno de los peores dramas: la manera en que se apagaba la vida de sus seres queridos. La rescataron cerca de las 16:30 y de inmediato fue transportada hasta el hospital de Coroico.
Los sobrevivientes narran una secuencia caótica de sobresaltos sin margen de reacción, gritos y desvanecimientos. Vania, con el teléfono celular en la mano y gritando, “¡mi hija! ¡mi hija! ¡no está mi hija!”
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El domingo, un día después de la tragedia, los familiares anoticiados de la desgracia se volcaron al Puente Armas para escarbar la tierra, algunos con la vana esperanza de encontrar con vida a sus seres queridos. El lugar se llenó de medio millar de rescatistas, entre especialistas en búsqueda, rescate y salvamento del grupo SAR; conscriptos de las fuerzas armadas; efectivos policiales y voluntarios.
Santiago Mamani, el papá de Vania y esposo de Blanca Quispe, llegó al lugar con al menos cuarenta hombres reclutados por sus propios medios. En realidad, él había llegado la noche del mismo sábado alertado por una llamada telefónica de su esposa. “No está Vania”. Partió de inmediato desde su comunidad Belén, cerca de Palos Blancos, pero como el tráfico estaba interrumpido, poco pudo hacer. Toda la noche lloró, no durmió y se desesperó para que amaneciera. El minibús rojo había quedado detenido mucho antes de llegar al río, por lo que era relativamente accesible. De hecho, Aurelia Condori, la mujer del chofer, había recuperado con cierta facilidad la documentación del auto y el dinero que llevaba su esposo. Recuperaron el cuerpo sin vida de la joven que viajaba al lado del conductor, pero nada más. Excepto cuatro pasajeros con vida, el resto había desaparecido en medio de la avalancha.
Pero cuando el sol sale después de la tormenta, no siempre llega la calma. Ese domingo, los rescatistas y familiares no recuperaron ni un pasajero con vida; al contrario, fallecieron tres de ellos a consecuencia de una nueva avalancha.
Por esos misterios de la vida, la mamá de Vania resultó casi ilesa. Ni un hueso roto. Recostada en la cama 23 de la sala 5 del hospital Arco Iris en la ciudad de La Paz, Blanca Quispe recibe atención de los médicos, enfermeras y familiares. Tolera exponerse ante las interrogantes de los periodistas porque quiere dirigirse a las autoridades para que encuentren a su hija. Está descorazonada, pálida y con el cuerpo adolorido. Apenas asiente con la cabeza cuando escucha los consuelos de sus visitantes: “tienes que ser fuerte…tienes que comer, sino no te vas recuperar”.
Juana Nacho también acabó en el mismo hospital. Se encuentra en la unidad de terapia intermedia, enyesada casi todo el cuerpo y conectada a varios aparatos médicos. Recibe a sus familiares, quienes vestidos de negro se turnan en ingresar a la pequeña sala. Debido a la gravedad de sus heridas, la habían trasladado el mismo sábado desde el hospital de Coroico. En los pasillos espera su turno una de sus comadres, una mujer de rostro cobrizo que viste pollera y manta negras. No se cohíbe en relatar la desgracia que rodea a la familia Nacho: “ocho familiares hemos sacado de la morgue y hemos enterrado en un solo día a todos allá en Viacha”. Después de una pausa para disimular su voz quebrada, agrega: “Ahora su esposo Alfonso Cusi y un familiar más no aparecen; están buscando allá (Puente Armas), pero no hay nada dicen”.
Los parientes decidieron no contar la trágica verdad a Juana. Pero ella no necesita saber más. Cada vez que puede, describe detalles del momento y lugar de los hechos, para que encuentren el cuerpo de su marido.
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Cuando transcurrieron cinco días desde aquel sábado, el gobierno nacional dio por concluidas las tareas de búsqueda y recuperación de los cuerpos sin vida. El miércoles 6 de febrero, el ministro de Defensa, Javier Zabaleta, anunció ante los medios de comunicación que se había reunido con el Alcalde de Caranavi y algunos familiares de los desaparecidos y tomaron la decisión de suspender las labores de búsqueda y declarar la zona del siniestro como “camposanto”. Óscar Coca, el ministro Obras Públicas, no dudó en decir ante los micrófonos que su despacho se había comportado “muy considerado” con las víctimas al haber suspendido hasta ese día los movimientos de tierra que hacían falta para rehabilitar por completo la carretera.
A la retirada de la maquinaria pesada y los rescatistas que responden al gobierno, siguió la llegada de rescatistas emparentados con las víctimas. Carpas improvisadas fueron instaladas en el lugar y el “camposanto” fue invadido por cuadrillas de hombres de rostros color tierra, pómulos pronunciados; algunos estimulados por bolos de hoja coca en la boca: Escarbaron la tierra por días con picotas, palas, yaretas e incluso con las manos.
—Hay como 18 desaparecidos –dice Erick Mamani, un hombre joven, con ojos enrojecidos y secos. Busca a su esposa Beatriz Carrillo. Vamos a buscar hasta encontrarlos –afirma mostrando convicción.
Se ingeniaron como pudieron. Un grupo aprendió una técnica. Represan agua que cae de la montaña escindida en un estanque improvisado con el fondo recubierto de un plástico azul. Luego sueltan por un surco que recorre el lodo reseco del derrumbe. El propósito es agrietar la tierra. Es una labor que repiten una y otra vez y todos los días. Otro grupo intercala el trabajo manual con pausas en silencio. Se recuestan sobre el hoyo y sumergen la cabeza en el mismo como si quisieran hablar con los muertos, pero en realidad tratan de captar el olor de los cuerpos en descomposición.
— ¿Sientes algún olor? ¿hay un olor no ve? –se oye decir.
Vania es probablemente la víctima más buscada. Santiago Mamani desciende cada mañana desde la carretera con cerca de cuarenta rescatistas. Parientes, amigos, comunarios de Belén, conforman la cuadrilla. Incluso se equiparon con dos motobombas de agua y varios rollos de mangueras. Aurelia Condori también busca a su esposo, Juan Luna, el chofer del minibús. Macario Poma busca a cuatro familiares: María Casilda, su esposa; Ángela Quispe, su cuñada; Mario Poma, su cuñado; y Sonia Tinto, su sobrina. Junto a su hijo Fidel Poma, se destoca el sobrero y se hace retratar ante la cámara fotográfica, quiere que la gente conozca su desventura.
Dos semanas después del suceso encontraron el cuerpo del chofer Juan Luna. También el cadáver de la esposa de Erick Mamani, Beatriz Carrillo y otros tres cadáveres. La mayoría no fue hallada en el lugar que tanto habían escarbado, sino río abajo cerca de los pueblos aleñados a Caranavi. El río los había arrastrado. Luego de un mes de la tragedia, levantaron todas las carpas y casi todos los rescatistas voluntarios se marcharon. A los dos meses, once cuerpos seguían desaparecidos, según los familiares. Según la policía nacional, no cuenta con esa información y se limita a sugerir que las consultas se hagan a la Unidad de Bomberos.
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Hacia inicios de abril, amontonados en una pequeña sala de recepción del Ministerio de la Presidencia, todos vistiendo ropa negra de la cabeza a los pies, los familiares de las víctimas esperan su turno para entregar un folder amarillo que contiene documentación personal de once desaparecidos. Tienen un escrito con el rótulo “nómina de personas desaparecidas del desastre 2 febrero (Puente Armas)”. Se empeñan para que la Dirección de Gestión Social gestione y ponga sus ‘buenos oficios’ para la emisión de los certificados de defunción. Unos días después, los funcionarios públicos de esta repartición gubernamental, sin rodeos, anuncian que no podrán colaborar con el trámite porque no pueden “matar a nadie”. Oficialmente, los desaparecidos están vivos.
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Los personeros del Servicio de Registro Cívico (SERECI) aconsejan a los dolientes viajar hasta Caranavi y tramitar el certificado de defunción ante la fiscalía de esa localidad que atendió el caso. El viaje resultó inútil. Ninguna autoridad se sensibiliza ante la urgencia de obtener los certificados de defunción. Y es que los muertos tienen obligaciones de todo tipo en esta vida terrenal. Lo saben muy bien los bancos que esperan los pagos mensuales de los préstamos otorgados. Además, el susodicho certificado es requisito imprescindible que UNIVIDA, la administradora del Seguro Obligatorio de Accidentes de Tránsito (SOAT), exige para estudiar si puede pagarles una indemnización de hasta 3.300 dólares americanos.
Cuando no están ocupados con los papeleos, recorren distintas oficinas públicas, particularmente aquellas que dependen del Ministerio de Obras Públicas y Ministerio de Defensa. Piden que la maquinaria pesada vuelva a la búsqueda y recuperación de los muertos. Visitan una y otra vez las oficinas de la Administradora Boliviana de Caminos (ABC). Al inicio, los burócratas de la oficina caminera se muestran interesados, hasta consternados, pero terminan desentendiéndose. Un asesor del Ministro de Presidencia cede a las insistencias y lanza una promesa: hablará con el Ministro para que los tractores y las excavadoras vuelvan a trabajar. Inútilmente volvieron una y otra vez tras el asesor por la respuesta.
Juana Nacho, aun signada por los dolores, sumida en una rabia ciega, es la mujer de negro que más deambula por las reparticiones públicas para recuperar el cuerpo de su esposo Alfonso y su cuñado Gustavo. Desde que recibió su baja médica, no hace otra cosa que buscar la atención de algún funcionario con capacidad de decisión. Animada por las premoniciones de un yatiri, recorre con frecuencia las aceras que llevan a la Casa del Pueblo (palacio de gobierno) y Plaza Murillo. Su esperanza es presentar en persona su clamor ante el presidente Evo Morales.
Son los funcionarios de la ABC quienes tienen que lidiar con Juana. Según ella, un ingeniero de nombre Alan había ordenado tapar con tierra su Ipsum siniestrado argumentando que se debe desbloquear el camino. Ésta es la razón que más la enfurece. Cuando algunas personas, cercanas o no, se atreven a aconsejarle que “tiene que resignarse”, ella no duda en replicar, incluso en tono amenazante, justificándose que “toda mi familia se ha ido, no siento nada, no hay sentimiento”.
Es lunes 15 de abril. Juana Nacho está sentada junto al único hijo que le queda, Brayan, en las gélidas gradas en la Plaza del Estudiante. Su almuerzo es una empanada y un sachet de leche chocolatada. “A los de ABC les quiero hundir. No me importa nada”, dice sumida en un profundo llanto sin lágrimas. Juana no entiende razones; a menudo se pregunta ¿qué han hecho cuando ella estaba en el hospital? Exasperada, no solo acusa a la ABC sino a su propia familia. Hace poco volvió al lugar del deslizamiento y escarbó la tierra con las manos enguantadas. Encontró unos huesos, pero un yatiri le dijo que no pertenecen a su esposo.
Santiago Mamani casi no sonríe. No ha dejado de ir al Puente Armas, si no es con 40, 30 y 20 hombres, va sólo. Su corazón palpita con fuerza cuando llueve y sin falta sale a buscar alguna pista nueva: una zanja abierta, algún olor a putrefacción, cualquier señal entre la tierra remojada. Su esposa, Blanca Quispe, se recupera en casa. Los familiares acuden regularmente a su vivienda para intentar de algún modo llenar el vacío que dejó Vania, pero las intenciones son vanas. La melancolía prima como si su hija se hubiera llevado la felicidad del hogar. A Santiago no le gusta platicar de su infortunio, pero en uno de los encuentros se anima a hablar.
— Tener una hija única había sido grave. No hay quien te consuele. La gente te habla, pero no hay consuelo. No hay palabra ni persona que te consuele. Me dicen que tengo seguir, superar, olvidar, pero no hay manera. Mientras no estés en ese zapato no sabes.
Un día se enteró que, cada cierto tiempo, las organizaciones sociales de Caranavi se reúnen en Asambleas o Ampliados para tratar temas de interés regional. Santiago aguarda viajar la próxima vez y pedir hablar ante la gente sobre el caso de los desaparecidos de Puente Armas. Además, y sin poder ocultar su ilusión, cuenta que acordaron con los parientes de los 11 desaparecidos aportar una cuota por familia de 4.000 bolivianos para contratar maquinaria por una semana.
Es mediados de mayo. La terquedad de Juana Nacho había logrado finalmente mover la pesada maquinaria burocrática. La ABC Regional La Paz desplazó una pala excavadora hasta el Puente Armas y operó por dos días consecutivos. Excepto algunos indicios minúsculos como pedazos de huesos, la maquinaria removió toneladas de tierra sin devolver cuerpo alguno. Pero la obstinación por encontrar a sus muertos domina a Juana. Alquiló la misma maquinaria por sus recursos, gastando ocho mil bolivianos para otros dos días de búsqueda. Al final, la mitad del cuerpo de Mabel Tola (29) fue rescatado. Una menos en la lista de los desaparecidos. Juana llora, pero la serenidad parece haberse asomado de a poco a su vida. “El cuerpito me ha dado mucha esperanza, sé que voy a encontrar a mi esposo”, dice sin desmayar.
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De cuerpo menudo y todavía con la pierna izquierda maltrecha, Juana Nacho decide cambiar de estrategia. Quiere hacer conocer su desgracia directamente a las autoridades políticas del más alto nivel. Comienza su travesía visitando la estación televisiva estatal y la radio oficial del gobierno nacional, el Canal 7 y la radio Patria Nueva. Los trabajadores de prensa piden pruebas, respaldos, papeles, cualquier documento escrito. Algún memorial o cartas con firmas que demuestren que efectivamente peregrinó por varias oficinas gubernamentales sin que su pedido haya sido atendido. No tiene tales pruebas porque desconocía el conducto regular laberíntico; por lo tanto, su intento de denuncia pública fracasa.
También llegó hasta las oficinas de la Defensoría del Pueblo. Allí logró reunirse con la Defensora pero solo para escuchar: “señora, ya es tarde, ya lo han cerrado el caso; nosotros no tenemos nada que ver. El gobierno ha tomado esa decisión”.
Juana no se rinde, pero cambia en algo su estrategia. Monta guardia y espera casi a escondidas a las autoridades del gobierno nacional. Aprendió la lección de que solo tiene una oportunidad para acercarse y entablar conversación sin que sea echada por los colaboradores de bajo rango que pululan cerca de sus jefes. Uno de esos días, su táctica funciona. La sorprende en la calle nada menos que a la Ministra de Salud, Gabriela Montaño. Tiempo después, Juana recuerda muy bien cómo la ministra después de recuperarse del inesperado abordaje, escuchar parte su historia y todavía consternada, alcanza a pronunciar, “pobrecita”. Al alejarse, pide a uno de sus colaboradores atender de inmediato el caso. La ayuda instruida por la autoridad de salud se tradujo en un par de notas y cartas inútiles.
Planeó lo imposible para el jueves 18 de mayo. Se enteró que el presidente Evo Morales estaría en Caranavi entregando una de las tantas obras públicas que el primer mandatario inaugura a diario. Incluso llegó a imaginarse cómo se acercaría y cuáles serían sus primeras palabras para llamar la atención. “Por favor, hermano Evo, ayúdeme” Por supuesto, no dudó en viajar con suficiente antelación desde La Paz hasta Caranavi. Pero su esperanza se desvaneció cuando aquellos hombres de azul que resguardaban los alrededores del palco oficial no dejaron ni que sobrepasara el primer cordón de seguridad.
Apartada, no supo qué hacer con las guirnaldas que había comprado para el Presidente.