Julio usa las cadera para apoyarse de asiento en asiento, mientras el colectivo avanza y él vende su mercancía en una caja que le cuelga delante del pecho. Con un brazo, que termina en un muñón después del codo, fija la caja y en esa axila oprime su bastón. Con la otra mano entrega los productos, agarra el dinero, da cambio y se agarra de las barandas cuando hay curva. Lucio es ciego.
Finalista del Premio Nacional de Crónica Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela.
“La sutileza de nuestra visión no depende de
cuánto somos capaces de ver,
sino cuánto somos capaces de sentir”.
Helen Keller
—Tá, ta. Tras, trás –trastabillan unos pies en la vereda.
— ¡Mirá, mamá, ese hombre! Anda como… –dice con curiosidad un niño.
— ¡Chisssst! ¡Calláte! Ese hombre está mal –sanciona la madre.
Hablan de Abel, cuyos pasos resuenan como tambores en un barrio tranquilo del quinto anillo de una ciudad ensordecida por coches, construcciones y música alta, Santa Cruz de la Sierra. Abel Quintana parece impasible ante los comentarios de ambos: no puede oírlos ni verlos porque es sordociego.
Abel tiene 34 años y mide no más de 1.60 mt. Cuando camina, su cuerpo se balancea hacia adelante y hacia atrás, ladea la cabeza ligeramente hacia la izquierda y emite sonidos guturales. Tiene un bastón –con franjas rojas y blancas, símbolos de la sordoceguera– que arrastra, en vez de deslizarlo por el suelo trazando un arco que le cubra de hombro a hombro para proteger su paso. Lleva el bastón en la mano derecha y, por su balanceo al caminar, su mano izquierda sube y baja por el hombro de su padre, quien le hace de guía.
Abel no me ve ni me escucha, pero siente por vibración física que alguien va apoyado en el otro hombro de su papá. Suelta su punto de apoyo y con la mano abierta me empuja. “Ya lo descubrió. Es un poco celosín”, dice entre risas su papá.
Gualberto Quintana, papá de Abel, me explica que los comentarios que acabamos de escuchar unos metros antes son habituales. Como camina así, la gente piensa que está borrachito, aunque Abel nunca ha probado el alcohol.
Seguimos caminando y pasamos por debajo de unos árboles mecidos por el viento, que sopla fresquito y suave. El atardecer se siente sereno y me pregunto cómo lo sentirá Abel. De pronto, él sube el tono de sus sonidos guturales. Es su forma de pedir dulces, cuyo olor sale de la tienda a la que nos estamos acercando. Suplen con el olfato lo que no pueden oír ni ver. Gualberto compra unos chocolates y se los ofrece de uno en uno. “Le gustan mucho. Si le doy varios, se los come de prisa y se atraganta”, me explica.
En su casa, Gualberto me presenta a su esposa Arminda Peña y luego me guía hasta un sillón. Arminda me cuenta que tras el nacimiento de Abel, su primer hijo, les surgieron las preguntas de rigor: “¿Qué se puede hacer con un hijo que te nace sordociego? ¿A qué institución se le puede llevar?”
Relata Arminda que, tras el nacimiento de Abel, iniciaron una búsqueda desenfrenada para encontrar un lugar en el que su hijo pudiera formarse. Supieron de la existencia de la escuela Aprecia, una fundación que antes era privada y que ahora pertenece al Estado. Dudaron de llevarlo pues Aprecia tiene como misión la rehabilitación de niñas y niños ciegos y con baja visión, no así de sordociegos. Cuando llevaron a Abel, al igual que los padres, la institución dudó a la hora de acogerlo, pues sus trabajadores no contaban con la capacitación específica. Pero otros padres también trajeron a niños como Abel. Fue entonces que una profesora de Aprecia, Ernestina Bustos, hoy jubilada, decidió capacitarse en el extranjero y convenció a dos trabajadoras más, María Antonieta Hoyos y María Cristina Delgadillo.
De esta forma, Abel recibió ciertos rudimentos de rehabilitación: algunas señas rudimentarias para la comunicación con otras personas y psicomotricidad para trabajar el equilibrio, función alterada ya que los oídos también se encargan de ésta.
Cuando Abel quiere salir a caminar, elige un miembro de su familia nuclear, le agarra una mano, la lleva hasta su pecho y mueve un par de dedos como tocando el piano en la mano de la otra persona. Lo traduzco porque ustedes videntes –oyentes necesitan subtítulos: tú, conmigo, caminar.
Si Abel quiere comer empanadas, se acerca a la cocina. Cuando no las encuentra donde siempre están, golpea el recipiente de las empanadas repetidamente hasta que alguien de la familia se da cuenta.
Abel detecta la presencia de alguien a través de olfato o las vibraciones físicas en mesas, sillones u otros objetos cercanos. Si esa persona no se acerca para tocarle o abrazarle, Abel se molesta. El contacto físico es una herramienta de comunicación fundamental para las personas sordociegas, ya que a través de él pueden sentir la presencia de alguien; y ante la falta de contacto con personas y objetos, lo que sienten es vacío.
De acuerdo a su respiración –fuerte, suave, más o menos agitada–, la familia ha de escudriñar si está ansioso, enfadado o contento. De igual forma, atendiendo a los sonidos guturales que emite, tratan de averiguar si tiene hambre, si tiene sed, si siente frío, si le duele algo, si algo le desagrada o agrada, o si se siente excluido.
Abel se comunica con el exterior como buenamente puede. Sus padres lo atribuyen a su corta rehabilitación debido a la falta de recursos en Aprecia, la llegada de más niños sordociegos, la insuficiencia de su programa para la sordoceguera de nacimiento. En estos casos, cuando no se no se accede a un buen programa de entrenamiento, no es posible desarrollar una comunicación fluida con el medio y tampoco es posible desenvolverse de forma autónoma.
El lenguaje de las personas sordociegas es siempre táctil: sea el lenguaje de señas de los sordos adaptado para hacerlo en la palma de la mano, sea el deletreo del alfabeto también en la palma de la mano, o el tadoma, que consiste en poner una o ambas manos en los labios, las mejilas, el maxilar y la garganta de la otra persona. Es un método para que las personas sordociegas aprendan a hablar y/o entender el discurso de los otros.
Usualmente, las personas sordociegas necesitan un guía intérprete, profesionales especializados que se encargan de facilitarles la comunicación. Mediante la lengua de señas, o bien mediante otros sistemas de comunicación, acompañan a las personas sordociegas y les asisten en su relación con el entorno: les describen los objetos con los que se encuentran, les facilitan hacer trámites administrativos, les asisten en la escuela, les apoyan a la hora de acceder a los servicios de salud.
Arminda y Gualberto reconocen que tras el nacimiento de Abel la familia sanguínea dejó de visitarlos por algunas prácticas de Abel. Por ejemplo, él anda en pelotas cuando tiene calor. ¿Y quién no quisiera andar chuto en Santa Cruz? Todos lo haríamos si no tuviéramos el tabú de la desnudez. Por otro lado, como sus ojos no ven la luz, tiene los ritmos circadianos alterados –pues la luz es esencial para la regulación del sueño– y es más propenso al insomnio. Si está despierto por las noches, empieza a explorar la casa; y si está irritado, arroja objetos al suelo, provocando con ello que la familia permanezca despierta para evitar que se haga daño.
Sin duda Abel ha marcado sus vidas, cuenta Arminda. Ella estudió medicina natural y ahora ejerce como terapeuta. Quiso proporcionarle a Abel y al resto de su familia unos cuidados más sanos que los que proporciona la medicina convencional. “Gracias a ello mi hijo está vivo, porque tengo más capacidad para observar lo que le pasa. Hemos luchado como padres y no nos avergonzamos de él. Abel sale de casa y no lo tenemos encerrado esperando a que se muera, como nos dijo que hiciéramos el doctor que le diagnosticó”.
***
— Aló, Richard. Gualberto le habla. ¿Está listo para que le presente al directorio de APSOCIM?
La Asociación de Personas Sordociegas y Con Impedimentos Múltiples de Santa Cruz de la Sierra (APSOCIM) está dirigida por el cuarteto de Gualberto Quintana, Gabriela Saucedo, Nora González y Lucio Medrano. Dicha asociación es la única que existe en el país, no dispone de sede social y utiliza como punto de reunión la casa de alguno de los miembros de su directiva.
Gualberto es agricultor y tiene sus campos en El Torno, a 35 km de la capital. Gabriela y Nora comparten historias similares: ambas tejen sus vidas a golpe de punto de macramé y hacen sus tejidos por encargo. Lucio vende chocolates en los micros y en la Caja Nacional de Salud.
Gabriela, Nora y Lucio perdieron progresivamente la visión y luego la audición. Sus casos se conocen como sordoceguera adquirida o sobrevenida. Ellos han logrado ser autónomos en Santa Cruz pese a las barreras físicas y mentales que obstaculizan la vida para cualquier persona con discapacidad.
El único oyente y vidente, Gualberto, hace de maestro de ceremonia y se cerciora de que yo me coloque en una posición adecuada para que los demás me puedan escuchar.
“En este directorio somos izquierdistas porque tres de cuatro somos sordociegos, y tenemos un audífono en el oído izquierdo, el derecho no nos funciona. Si quiere que le escuchemos tiene que hablar hacia la izquierda”, dice Nora y su comentario arranca las carcajadas del grupo.
Nora es la única representante internacional de las personas sordociegas de Bolivia. Como tal, ha participado en diversas conferencias que organiza la Federación Latinoamericana de Personas Sordociegas (FLAPSC) y la Federación Mundial de Personas Sordociegas (WFDB, por sus siglas en inglés). En su calidad de representante de las personas sordociegas de Bolivia ha viajado a Filipinas, Colombia y España para exponer las reivindicaciones del colectivo.
La principal demanda del movimiento de sordociegos es el reconocimiento de la sordoceguera como una discapacidad específica. Generalmente, se enmarca dicha discapacidad dentro del grupo de la discapacidad múltiple. Este grupo englobaría a las personas que experimentan varias discapacidades: personas ciegas con discapacidad física, personas con discapacidad intelectual que a su vez son sordas, o personas con discapacidad física que también experimentan discapacidad intelectual, entre otros.
En Bolivia, el gobierno argumenta que los sordociegos experimentan más de una discapacidad –visual y auditiva– y por ende formarían parte del grupo de la discapacidad múltiple. El colectivo rechaza categóricamente que se les incluya dentro de la discapacidad múltiple porque eso les priva de beneficiarse de políticas específicas que apuesten por romper con el aislamiento. Estas serían: la inclusión escolar de los niños sordociegos, programas específicos de entrenamiento para desenvolverse en su entorno, la inclusión en la vida pública, acceder a guías intérpretes y, fundamentalmente, la creación de una lengua de señas táctil u otros sistemas de comunicación.
En Bolivia, oficialmente no existen los guías intérpretes ni una lengua de señas táctil.
La WFDB organiza de forma periódica conferencias internacionales que sirven de punto de encuentro para promover los derechos de la población con sordoceguera. La última se organizó en España en 2018 y llevó el nombre de Helen Keller.
A Helen Keller (Alabama, 1880–1968) se le cita en los manuales de autoayuda, las charlas motivacionales y de superación personal. Fue ensayista, oradora, escritora y activista política. Rompió el paradigma de que sin la oralidad no se puede construir pensamiento. ¡Adivinen! Ella era sordociega desde sus dos años y demostró que mediante un sistema adecuado cualquier ser humano encontrará los medios para comunicarse con el entorno.
A Helen Keller la hicieron famosa en la sociedad norteamericana de su tiempo gracias a su historia de “superación personal”, pero su situación cambió cuando acusó que la sociedad norteamericana era sordociega por promover la segregación racial, el militarismo, el trabajo insalubre en las fábricas y cuando pidió el sufragio para las mujeres. Entonces, la misma prensa que la encumbró, asoció su activismo a una incapacidad de análisis político por falta de facultades intelectuales debido a su sordoceguera.
***
— Al habla Gualberto. Hay una familia que quiere hablar con usted. La niña se llama María Belén y es como Abel.
María Belén Pizoto Pérez tiene 18 años y, junto con Abel, es una de las primeras chicas sordociegas que recalaron en Aprecia. Es alta, sus manos son grandes y fuertes, y su risa suena como una sonajera cuando repara en la presencia de Líder Pizoto, su padre.
Cuando Belén siente mi presencia, se acerca a mí y busca mis hombros con sus manos grandes. Acto seguido, desliza sus manos desde mis hombros hacia mis brazos y se da cuenta de que en mi mano derecha llevo el bastón que utilizo para mis desplazamientos. El bastón está en posición plegada y ella lo agarra, lo despliega, da con él unos golpecitos en el suelo y cuando pierde el interés por el objeto lo lanza al suelo. Se va a su hamaca para practicar una de sus tres aficiones favoritas: hamaquearse, dar trampolines en la hamaca y dañinear, que es lo que más le gusta, cuenta su padre entre risas.
Líder me cuenta una historia similar a la de los padres de Abel: la misma incertidumbre sobre qué hacer tras el nacimiento de Belén, la misma brutalidad del doctor que les dio el diagnóstico, las mismas dificultades para encontrar formas de comunicarse con ella. También Belén tiene temporadas de insomnio y cuando eso pasa se dedica a “dañinear”: abre grifos, lanza objetos al suelo, desordena la cocina, etc.
En el patio de la casa, el viento le susurra cosas a los árboles del jardín. Se escuchan pájaros y gallos que cacarean, aunque es mediodía. Pero Belén lo que percibe es el olor de lo que cocina su abuela Albertina, por eso baja de la hamaca, entra en la cocina y no sale de ella hasta que su abuela sale para servir el majadito. Belén lo devora con fruición a la par que emite sonidos guturales de placer.
Por las tardes, acompañan a Belén a Aprecia. Allí trabajan con ella en un aula que dispone de una cama elástica protegida para que los niños no se hagan daño al saltar, un masajeador eléctrico, varios juguetes y una camilla. Parte de su rehabilitación está a cargo de la fisioterapeuta Paola Gareca, cuya experiencia con niños sordociegos es escasa, pues recientemente trabaja para Aprecia y actualmente Belén es la única chica sordociega que asiste.
Paola me cuenta que trabaja con Belén algunos ejercicios de psicomotricidad para mejorar su equilibrio y algunos ejercicios de relajación. Cuando Belén se pone nerviosa, se enfada, y como no puede canalizarlo, la paga con el mobiliario o pellizca al personal de la institución. Sostiene además que a Belén le haría falta alguna medicación psiquiátrica que la tranquilice. Pese a ser una institución de rehabilitación, existe una ideología medicalizante, pienso para mí.
Paola me señala que en su opinión la mayoría de las niñas y de los niños sordociegos tienen alteradas sus facultades intelectuales por la ausencia del lenguaje, lo cual hace muy difícil que de mayores sean personas independientes. Por lo visto, ella no sabe nada de Helen Keller.
Salgo del aula de Belén y en el pasillo me encuentro con la profesora y fisioterapeuta veterana de la institución, María Antonieta Hoyos –que se capacitó en sordoceguera junto con Ernestina Bustos– quien sostiene que en Bolivia las personas con sordoceguera congénita no logran la independencia numerosos obstáculos que dificultan que pueda orientarse.
“Tengan cuidado, no espanten al público”, dice un tipo que pasa por nuestro lado. No sabía que éramos marcianos. Mientras tratamos de sortear unas cajas y de encontrar el camino, finalmente Lucio repara en que por fin estamos llegando a su tienda habitual de compras, pues le sirve de referencia el aroma intenso de una tienda donde tuestan café.
Llegamos a la zona de los dulces y Lucio exclama:
— ¡Mi tienda! ¡¿Dónde está mi tienda?!
“Por acá, por acá, por acá”, dice un corrillo de vendedoras de la zona que le conoce y se aprestan a indicarnos el camino. Sus voces nos orientan. Una de las vendedoras dice: “Me asombro de que ustedes anden solos, pero el Señor envía ángeles para protegerles”.
Lucio sale de la tienda con su mercancía y lanza su grito de guerra: “¡Arrr! ¡A trabajaaaaaarrr!” Sólo ese grito dignifica más la discapacidad que la plata que gastan el gobierno y las ONG en publicidad.
Un coche se detiene, toca la bocina para que nos apartemos aunque estamos en la acera. El conductor se impacienta, toca la bocina de nuevo y la señora que está convencida de que Dios manda ángeles para protegernos conmina al del coche a que aparque donde debe.
— Amigo, está yendo por la vereda. ¡Sálgase a la calle!
El señor bocinea y ella vuelve a la carga.
— ¡Tranquilice sus hormonas!
El señor parece entender la diatriba y se estaciona en la calle.
Ya en el Segundo anillo de esta ciudad –planificada en torno a círculos concéntricos y a radiales– nos disponemos a esperar a cualquiera de los autobuses que lo circunvalan. Se acerca uno, avanzamos para acceder, parece que se detiene, pero cuando tratamos de ascender, el motor runrunea y el micro se pone en marcha.
— ¡Pará, pará! –grita Lucio a la par que golpea el vehículo con su bastón.
La puerta se abre y nos permite el acceso. Mientras la radio emite a todo volumen una de esas canciones que disparan tópicos sobre el contoneo de ellas y su sensualidad asesina, la voz aguda de Lucio se presenta ante los pasajeros. Da buenos días, pide permiso para hablar, en el nombre del Señor y les ruega que tengan en cuenta que él, a pesar de su discapacidad –que todos pueden ver– se arriesga para ofrecer estos chocolates y entona con música propia: “Turrones, Doblones, Golpes y Golazos que podrán disfrutar a precio de tienda”.
¿Cómo te llamas, baby?
Desde que te vi supe que eras pa’ mí ?
—Hermanos y hermanas, ¡colaborarime! ¡Apoyarime a este muchachito guardeñito que viene desde el Kilómetro 16, desde la Guardia! A pesar de ser discapacitado, salgo a trabajar como ustedes y no me quedo en casa como la mayoría de mis hermanos con discapacidad.
Con calma, yo quiero ver como ella lo menea
Mueve ese poom–poom, girl ?
Con calma ?
Bajen el volúmen, les quiero contar cómo Lucio lo menea. Usa las cadera para apoyarse de asiento en asiento. Lleva su mercancía por delante en una caja, protegida por una funda de tela, que le cuelga en bandolera. La otra parte de su mercancía la lleva en una mochila a la espalda, desde la que repone cuando la caja se vacía. Su brazo derecho, que termina en un muñón después del codo, fija la caja y en esa axila oprime su bastón. Su mano izquierda la usa para entregar productos que le compran, agarrar el dinero, dar cambio y agarrarse en las barandas cuando hay curvas.
Es una asesina, cuando baila quiere que to’ el mundo la vea
I like your poom–poom, girl ?
El micrero maniobra tan bruscamente como se lo permite una ciudad de tráfico intenso, tan asesino como la jornada laboral de la mayoría de los conductores de micro: 16 y 17 horas pasan conduciendo y cobrando. Volantazo brusco hacia la derecha, luego a la izquierda, pero Lucio se mantiene impertérrito y aprovecha el vaivén del vehículo para recorrerlo desde delante hacia atrás y a la inversa.
Al pasar por encima de un rompemuelles, el vehículo suena como poom poom y eso le sirve de referencia a Lucio para decidir que nos marchamos con la música a otra parte.
***
Enfermos, inválidos, impedidos, minusválidos, incapacitados, discapacitados, no completos, no aptos. Muditos, sorditos, cieguitos, cojitos, paralíticos, mongólicos o subnormales son términos habituales que se escuchan en la calle y que se emplean, no sólo como fórmulas que clasifican, sino también para esconder la cosificación de la persona que termina incapacitada debido a un entorno incapacitante.
Eludir la responsabilidad que como sociedad tenemos frente a la segregación de espacios, el encierro, la sobreprotección, la lástima, la exclusión se llama capacitismo. El término es empleado por algunos activistas pro derechos de las personas con discapacidad para resaltar que existe un universal cultural que promueve la idea de que algunas capacidades son mejores que otras. ¿Por qué oír es mejor que tocar? ¿Por qué tocar es mejor que oler?
Dicho así, parece que nuestro intelecto se revela pues aparecen enseguida los argumentos contrarios que piden matices, el juego entre víctima y victimario. “Ellos usan su discapacidad para dar lástima”, dicen algunos. “Las barreras son mentales”, dicen otros. A todos esos los desafío a caminar por La Ramada a ciegas con bastón, en silla de ruedas, con muletas, etc.
Ante la presencia de Abel y Belén, la mayoría de las personas diría que ser sordociego es demasiada desgracia porque eso les condena a no poder hacer nada: no pueden trabajar, no pueden tener familia, no pueden estudiar, etc. De hecho, hasta ahora se piensa que quienes no aprenden a hablar carecen de racionalidad. “Cogito ergo sum” (Pienso, luego existo), dijo Descartes y parece que caló en la cultura occidental. Entonces, ¿Abel y Belén, non cogitare ergo non sum (no piensan, luego no existen)?
Juro ante ustedes que ellos existen pero tropiezan con un entorno social discapacitante. Eludimos qué tan responsables somos nosotros a la hora de facilitar los medios y el entorno para las personas que no tienen ojos, oídos, brazos, piernas o un cerebro que funcione bajo los parámetros que la normalidad dicta. La sociedad no está pensada en braille, en señas, ni en tadoma; en definitiva, no está pensada para la diversidad funcional.
Diversidad funcional es un término político propio de algunos movimientos sociales –que quieren sustituir los conceptos impuestos por otros desde afuera como capacidades diferentes, capacidades especiales, capacidades distinta– que no quieren ser “especiales” y plantean que se acepte que todos los seres vivos funcionamos de manera diversa, no por un fallo de la evolución ni porque seamos seres angelicales sino porque la diversidad promueve la cooperación. Y esa es una ley de la vida.
Abel, Belén, Nora, Gabriela y Lucio deberán enfrentar una batalla desigual por ser reconocidas en una sociedad que no las quiere ni como trabajadoras ni como mendigas, una sociedad que prefiere no verlas ni oírlas, una sociedad sordociega a su existencia.