Texto y fotografía de Alfonso Gumucio Dagron
Hace treinta años descubrió que podía plasmar sus sueños más extraños en el imbricado tejido tradicional de los jalq’a. Tenía entonces apenas 12 años en la comunidad rural de Irupampa, en la provincia de Maragua, cuando su madre le enseñó a utilizar el telar. Y desde entonces, los sueños la invadieron y ella plasmó año tras año ese submundo de luces y sombras, de animales rojos y delicados que juegan desordenadamente sobre el fondo negro de lo desconocido.
Isabel Polo Mamani retira sus lentes con cierta coquetería para que no aparezcan en la foto, y me cuenta con orgullo que su hija es estudiante de Física en la Universidad Mayor de San Andrés, en La Paz. Ella ha ido a visitarla varias veces, cuando no está tejiendo, sentada en el suelo de la tienda de ASUR (el hermoso proyecto de Verónica Cereceda), en Sucre, donde muestra su arte a los visitantes admirados por la destreza de sus manos y la profundidad de su pensamiento.
Le llevará tres meses concluir el enorme tejido que ha emprendido esta vez. Miles de figuras se entrelazarán en ese lienzo de aproximadamente 2 metros de altura y 120 cms. de ancho. Ella misma no sabe lo que plasmará, porque mientras teje, descubre. Y mientras teje, se asombra. Me dice que apenas tiene clara –“más o menos”–, la idea de los próximos cinco centímetros horizontales: “Y mire, aquí quería yo un gallo y me salió un búho”.