Aquella tradición del cultivo y cuidado del cacao, producto fundamental del Beni, en manos de las mujeres, siempre guardianas de las tradiciones y costumbres familiares.
Este texto obtuvo el sexto lugar en el concurso Relatos desde mi cocina, convocado por Miga Bolivia y la revista Rascacielos, con el apoyo de Hivos Latinoamérica.
De las vacaciones que pasaba en San Ignacio, mi mayor recuerdo es de las tardes en que elaborábamos las pastas de chocolate.
Las mazorcas de cacao llegaban desde El Paso y se apilaban en una montaña en un rincón. Mi bisabuela, Heroína, dirigía la actividad y nos dejaba en la cocina donde María, Yadi, Antonia y yo pasábamos gran parte del tiempo.
Antonia, la mayor, era la encargada de hacer el tajo a las mazorcas con un machete. Luego extraíamos las semillas y las poníamos en un recipiente. A veces eran tan jugosas que no podíamos evitar metérnoslas a la boca. Las estrujábamos con las manos para sacarles la pulpa, luego las pasábamos a un bolsón hecho con una tela de red que se colgaba de un gancho, debajo del cual colocábamos un balde donde se recibía el tachi. Ni bien empezaba a caer el elixir, las abejas hacían su aparición, revoloteando en un baile de festejo y llenándose del jugo más rico que he podido probar. La cocina, a pesar de ser espaciosa y contar con sólo dos paredes, quedaba impregnada por el olor del cacao fresco, dulce, avinagrado y meloso.
La cocina, a pesar de ser espaciosa y contar con sólo dos paredes, quedaba impregnada por el olor del cacao fresco, dulce, avinagrado y meloso.
Más tarde, las semillas eran extendidas en un cuero expuesto al sol para que se secaran. Cuando el sol está que pela, el proceso es más rápido, por lo que en uno o dos días se pueden tostar. Para ello encendíamos la leña de la cocina y poníamos una enorme paila negra encima, donde se colocaban las semillas y se revolvían constantemente con una cuchara de madera. Después las llevábamos a una mesa y ahí empezábamos con la tarea interminable.
Tomábamos un grano entre el dedo índice y el pulgar y, ayudadas por el del medio, recurríamos a la gravedad, impulsando hacia abajo el movimiento, hasta tocar la mesa, toc – toc, desprendiéndolo de su envoltura natural.
Cuando ya habíamos avanzado bastante, procedíamos a molerlos. Antonia sujetaba el molinillo rojo al extremo de la mesa y colocaba al lado un recipiente de fierro enlozado en el que iba cayendo la pasta, sazonada con canela y clavo de olor. Entre ella y María se turnaban para darle cuerda a nuestro mundo, manipulando la manivela, mientras Yadi y yo seguíamos con los granos que quedaban. A medida que se enfriaban, la tarea se tornaba un poco mas trabajosa. Los granos no salían enteros, así que prefería comérmelos con cáscara y todo, evitando dejar algún rastro de que no lo había logrado.
Antonia sujetaba el molinillo rojo al extremo de la mesa y colocaba al lado un recipiente de fierro enlozado en el que iba cayendo la pasta, sazonada con canela y clavo de olor. Entre ella y María se turnaban para darle cuerda a nuestro mundo, manipulando la manivela, mientras Yadi y yo seguíamos con los granos que quedaban.
Cuando ya se obtenía una pasta más ligera, generalmente después de la segunda molienda, formábamos entre nuestras manos los bloques de chocolate que colocábamos sobre hojas de plátano, dispuestas en las mismas latas que usábamos para hacer pan, y las dejábamos en la mesa del corredor para que se orearan y solidificaran con esa forma.
Terminada la labor, mi abuela me regalaba unos cuantos. “Tomá, pa’ tu desayuno”, me decía. Y cada que tomaba un poco del chocolate, sentía que no había nada más delicioso en el mundo que consumir el producto terminado de tu propio trabajo.