Si la sazón de nuestras comidas es la extensión de nuestra almita, igual que en la novela Como agua para chocolate ¿cuál es el secreto de esta sopa de res, mote y trigo?

Este texto obtuvo el quinto lugar en el concurso Relatos desde mi cocina, convocado por Miga Bolivia y la revista Rascacielos, con el apoyo de Hivos Latinoamérica.
“Mientras más oscura la tierra y más frío sientas, más rica será la sopa”, decía Juana, mujer de 28 años, oriunda de Puna (municipio sud potosino). De sonrisa brillante y mirada fuerte, con dos trenzas que colgaban hasta su cintura y manos blancas como la leche, pelaba papas sobre una piedra de espaldas al sol. “Tienes que aprender a pelar papa, si no tu suegra no te va a querer”, le indicaba entre risas a una niña de 10 años.
Su marido, Fausto, había fallecido tiempo atrás debido a un cáncer de próstata, dejándola viuda, sin hijos y a cargo de su enferma suegra. Se casó a los 20 años con la ilusión de tener cinco hijos. Lástima que no pudo tener ni uno. Sin dinero ni educación, Juana vendía comida a dos agrónomos que viajaban eventualmente por Puna. Uno de ellos iba con su hija de 10 años y se la encargaba mientras él trabajaba. Juana se entretenía con la niña y le enseñaba a cocinar.
“¿A qué saben las lágrimas?”, le preguntó Juana. La niña respondió que a sal. “Mentira, las lágrimas saben a leche”, dijo. “Fíjate si el mote ya ha cocido y aumentale leña al fogón”. La niña volvió con el mote hirviendo. “Cuidado, te vas a quemar. Soplá, soplá para que no te arda y soplá al cielo para que no llueva, si llueve no va a saber igual”, le decía.
“¿A qué saben las lágrimas?”, le preguntó Juana. La niña respondió que a sal. “Mentira, las lágrimas saben a leche”, dijo.
La especialidad de Juana era la sopa de lágrimas, un caldo de res con mote, papas menudas y trigo hervido en leche, servido con queso rallado y mezclado con quirquiña. “¿Por qué vamos a comer tus lágrimas?”, preguntó la niña riendo. Juana suspiró y le contó que cuando Fausto falleció, ella no tenía nada para cocinar en el velorio, ni ganas. Su suegra le reclamaba que por lo menos debía invitar mote con queso. Entre regaños fue a cocinar al fogón fuera de su casa. Hacía frío, sentía el viento en su cara, lloraba y mientras lo hacía sus manos improvisaban una sopa. Volvió con la olla y no sobró ni un trigo.
Los comensales, además de expresarle su pena, le decían que había despedido a Fausto con mucho sabor. Juana respondía que sus lágrimas eran el secreto. “Cuando yo quemaba el almuerzo, él comía y decía que todo lo de mis manos iba a comer, hasta mis lágrimas ha comido mi muertito”, le comentó a la niña.
El sentimiento con el que cocinaba se mezclaban con su sabor. El ambiente se llenaba de recuerdos y reflejaban su sazón. Yo, la niña de 10 años, recuerdo cuando me dijo que su sopa no era una comida triste, era una comida de recuerdo para comer cuando hace viento, pues el viento se lleva el dolor. Al perder a mi abuelo, muchos años después, la recordé y comprobé su verdad.